Por Néstor Vittori
Por Néstor Vittori
En los últimos tiempos se ha puesto de moda reclamar a las autoridades la prohibición de una serie de actividades de las más diversas, que tienen un entronque histórico y popular indiscutible, pero que de la mano de presunciones y desconocimientos pretenden eliminarlas por resultarles contradictorias con sus percepciones sensibles.
Este prohicionismo tiene sus víctimas, algunas son estigmatizadas por supuesta perversión y salvajismo, como el caso de la carreras de galgos, que ya consiguió su ley. Otras son los concursos de jineteadas y las carreras de caballos, posturas que se extienden a otros deportes hípicos como el pato, el polo, los concursos de saltos. Y saltando a otras actividades, los concursos de belleza y la pirotecnia, por citar algunos.
Este “prohibicionismo” encierra a menudo desconocimientos de la realidad, la cual resulta sustituida por un ejercicio fantástico de imaginación. Y el resultado es una actitud estigmatizante de quienes cultivan o desarrollan esas actividades, como personas anormales que tienen una afición perversa, monstruos que torturan a los animales de los que se valen, en vez de cuidarlos, protegerlos y potenciarlos para su mejor desempeño.
Las cosas que se han dicho de los galgueros, son incompatibles con el esperado desempeño de los perros, los cuales para correr, necesitan estar en la mejor de sus formas, lo que requiere y presupone comodidad en sus alojamientos, buena alimentación y rutinas de entrenamiento. Si las imputaciones a los galgueros fuesen ciertas, los perros serían una ruina y no podrían correr.
Otro tanto ocurre con los caballos de las jineteadas y sus dueños, los tropilleros. Para que los caballos corcoveen en el tiempo y con la intensidad que requiere el espectáculo, es necesario que estén sanos, bien alimentados, cuidados y entrenados. Son como atletas, y si no están en forma no pueden producir lo que se espera de ellos.
Otro tanto se puede decir de las carreras de caballos, donde hay un backstage (detrás de la escena) que involucra un sistema de crianza, preparación, cuidado y entrenamiento de los ejemplares, proceso en el que intervienen muchos factores hasta que llegan a la pista. Criadores, domadores, cuidadores, peones, vareadores y jockeys, ponen el mayor empeño y cuidado para que el caballo con el que trabajan llegue a las gateras en estado óptimo.
Los caballos deportivos, los de pato, y muy singularmente los de polo, a medida que los niveles de exigencia competitiva aumentan, también lo hacen los cuidados en términos de alojamiento, alimentación y entrenamiento así como de asistencia y control sanitario en orden a lograr su mayor rendimiento y respaldar su alto valor económico.
A los concursos de belleza se los quiere prohibir porque supuestamente “cosifican” a las participantes; y por otro lado, consideran que la exhibición de la belleza femenina puede motivar la violencia de género.
A los fuegos artificiales se los quiere prohibir con muchos argumentos, algunos valederos como los de ser vectores de incendios en zonas de riesgo; pero básicamente, porque asustan a las mascotas, pero olvidando que son una manera tradicional, y por tanto cultural, de festejar grandes acontecimientos.
Lo preocupante de esta vocación prohibicionista, es que genera barreras limitativas de actividades, a las que se podrían incorporar muchas más, y en las que las causas de las limitaciones, no son las actividades en sí mismas, sino sus eventuales excesos, como ocurre con casi todas las realizaciones humanas. Los excesos se pretenden subsanar mediante la eliminación de las actividades en sí, y no a través del reproche o castigo de quienes incurren en ellos. Éste sería el camino más razonable: corregir desvíos y hacer más inocuas las actividades.
Gran parte de la actividad humana tiene ciertos rasgos de abuso y de utilización de individuos o especies. Pero sin estas circunstancias la vida no sería posible. Los seres humanos, para vivir, alimentarse, curarse y desarrollarse, necesitan intervenir sobre la vida de otras especies, ocasionándoles sufrimientos inevitables y quitándoles la vida rutinariamente, por ejemplo, en los laboratorios. Pero esto no es distinto de lo que ocurre en la propia naturaleza, excluyendo al ser humano, donde el equilibrio natural, implica la existencia de especies que matan y consumen a otras especies como alimento, generando equilibrios y desequilibrios que se compensan de modo sustentable en la cadena trófica.
Nadie pone el grito en el cielo, ni intenta prohibir que los leones maten y se coman a las cebras, ñus, antílopes, gacelas y ciervos. Tampoco, salvo los veganos, nadie reniega de comer un buen asado, un buen bife, una suprema de pollo, un buen filete de pejerrey o de otros tantos pescados, aves y mamíferos.
Por lo tanto, creo que debemos ser cuidadosos a la hora de proponer prohibiciones que no se sustentan en realidades, o que vulneran culturas tradicionales, que en sí mismas resultan inocuas, pese a su aparente espectacularidad e intensidad.
Por otra parte, hay que señalar la peligrosa tendencia que entraña esta vocación prohibicionista, en la medida que ingresa -en muchos casos por conductos ideológicos- a un universo contradictorio con la cultura occidental de la que formamos parte, y en la que la prohibición es siempre una excepción, teniendo el Estado un rol subsidiario ante la autonomía de la voluntad de los individuos en libertad.
Esta contradicción, aparentemente superficial, pone en discusión la esencia de la cultura pluralista y liberal del universo al que pertenecemos, para incursionar en un proyecto planificado y dirigido, donde la iniciativa y creatividad de las personas es sustituida por los dictados regulatorios de un Estado que interviene en todos los aspectos de la vida.
Cualquier actividad que resulte excesiva, destructiva, depredadora o degradante de la naturaleza, de sus componentes animales o vegetales, tiene remedios jurídicos mediante la legislación vigente, y las personas, sujetos de derechos individuales y sociales, tienen la posibilidad de recurrir a la Justicia para reclamar su cese.
Recordando a un viejo tratadista de Derecho Constitucional, el Dr. González Calderón, en el tratamiento del título “delitos de imprenta” utilizaba una metáfora que facilitaba su interpretación. Decía que no hay delitos de “revólver”, sino que quien delinque es el que utilizando un revólver hiere o mata a una persona. De la misma manera ocurre con la imprenta, no hay delitos de imprenta, sino personas que en determinado momento pueden utilizar ese medio como “revólver”.
En todas las actividades mencionadas, pueden ocurrir excesos, pero son solamente instrumentos de los mismos. Quien comete el exceso es la persona que así procede y es quien merece el reproche; no la actividad, que en sí misma no es excesiva.
Si pretendiéramos prohibir todas las actividades que pueden comportar algún peligro o en las que pueden registrarse excesos, se condenaría al mundo a una inmovilidad parecida a la muerte.