"Vamos por todo, por todo", susurró Cristina Kirchner, con el micrófono cerrado y en actitud cómplice hacia los jóvenes militantes ubicados en torno del escenario levantado ante el Monumento a la Bandera en la ciudad de Rosario. Fue la síntesis más genuina de su pensamiento político. Sinceramente.
Ocurrió el 27 de febrero de 2012, en el emblemático lugar que recuerda el primer izamiento de la bandera nacional por parte de Manuel Belgrano, el joven abogado y economista devenido, por fuerza de las circunstancias, comandante militar en los primeros años de nuestro histórico proceso independentista.
Hacía poco más de dos meses, Cristina había asumido con fuerte respaldo ciudadano su segundo mandato presidencial, y ya pensaba en el tercero. Para lograrlo, había que modificar la Constitución Nacional y, previamente, demoler la línea de defensa de la democracia republicana erigida por el periodismo identificado con el moderno Estado de Derecho.
En su revelador discurso, y como adelanto del proyecto de Ley de Medios que luego enviaría al Congreso, la presidente dijo que las bases militares (de los EE.UU.) habían sido reemplazadas en nuestro continente por bases mediáticas dispuestas a bombardear todos los días los proyectos nacionales y populares. Es la línea de pensamiento que, nutrida por las enseñanzas bolivarianas y cubanas, prosigue hasta la fecha, alimentada ahora por los pensadores nacional populistas del Instituto Patria.
Antes de su ataque a los medios periodísticos que ejercen su función crítica, consustancial de una sociedad que pretende mejorar y evolucionar mediante la liberación de sus energías pensantes y su compromiso con la defensa de la libertad -precondición de todas las búsquedas-, Cristina incurrió en una aparente contradicción. Dijo, con el habitual despliegue de su histriónica gestualidad, que "a las ideas no las pueden destruir ni la violencia ni un decreto". Y si bien quien escribe no podría estar más de acuerdo con esa enunciación, en la lógica de su discurso tal afirmación tenía un sentido distinto. Implicaba un reconocimiento valorativo de la "resistencia" revolucionaria aun al costo de perder la vida. Se alejaba de la frase de Sarmiento que afirma que "las ideas no se matan", para reemplazarla por la valoración del combatiente que está dispuesto a dar su vida por una idea que puede ser equivocada. En un caso se exalta la vitalidad de las ideas como motores del desarrollo humano; en el otro, el compromiso militante que puede comportar la muerte como tributo a una idea blindada.
Esa es, en definitiva, la gran diferencia entre los denostados republicanos, a juicio de sus críticos sólo preocupados por las formalidades institucionales y otras insustancialidades; y quienes, envueltos en las banderas de la Patria y el pueblo, mantienen encendido el fuego sagrado de la argentinidad.
Este tipo de razonamiento pretende dejar afuera de la Nación que legítimamente integran a una enorme cantidad de argentinos reducidos implícitamente a la condición de entes similares a los metecos de la antigua Grecia. Ese juego descalificador está presente en todos los discursos militantes. Los que adscriben a la democracia republicana, como forma evolucionada de la modernidad, son contrapuestos a quienes se atribuyen la representación excluyente de un imposible: el polisémico concepto de pueblo. De modo que, además de expulsora y ofensiva, esta idea rasguña el apartheid, ya no por cuestión de raza sino de pensamiento. Es, por lo tanto, un agravio de lesa humanidad.
Uno de los intelectuales del Instituto Patria expresa que "vinculada a la tríada Estado, Nación y Pueblo, está la concepción que le atribuía a las élites un carácter antinacional y a las burguesías una incapacidad constitutiva –por debilidad o por extranjerizadoras– para hacerse cargo de la gestión y desarrollo de empresas, industrias y aún del mismo Estado. De allí la potente articulación entre las concepciones sobre el Estado y sus capacidades desde los sectores populares, y la apelación a él por parte de los líderes nacional-populares."
La cesura entre las nociones de patria y antipatria queda aquí claramente explicitada. Las élites están imbuidas de un pernicioso carácter antinacional, y las burguesías son incapaces por fallas constitutivas. Se trata de afirmaciones tan genéricas como indemostrables, además de parciales e injustas, más próximas a la creencia religiosa que al pensamiento crítico. Las escriben y proclaman los adoradores de una idea abstracta del Estado, que se hace astillas apenas se la compulsa con las crudas realidades del sistemático abuso y dilapidación de los recursos estatales desde el interior de sus estructuras. Basta decir que, pese a tener la carga tributaria más alta del planeta y el récord mundial de regulaciones respecto de todo lo que respira o se mueve en su territorio, el Estado nacional padece la crónica incapacidad de cubrir sus gastos corrientes, razón por la que vive en rojo y sin acceso al mercado voluntario de crédito.
Cabe recordarles a estos teóricos de "Más y mejor Estado", que la Argentina nació república, y que desde los días augurales de la Revolución de Mayo de 1810 contra la monarquía absoluta, se ha desplazado a distintas velocidades, con avances y retrocesos, hacia formas más plenas que la del imperfecto boceto originario. Pero no se puede negar que es consustancial al origen de nuestro país y a la organización política de la Argentina moderna. Dice el artículo 1° de la Constitución Nacional: "La Nación Argentina adopta para su gobierno la forma representativa republicana federal…".
La secular construcción de la teoría y práctica de la República es tributaria del pensamiento liberal del siglo XVIII, que tomó volumen con la Revolución Norteamericana contra la monarquía británica y, luego, con la Revolución Francesa de 1789, que terminó descabezando al rey Luis XVI, ostensible expresión del absolutismo monárquico. Mariano Moreno y Manuel Belgrano, entre tantos otros, abrevaron en esas fuentes cuando dieron los primeros pasos en el camino de ruptura con el antiguo régimen hacia la meta del autogobierno.
La República es la más inteligente creación política de la historia, porque su arquitectura calibra y compensa las tensiones institucionales de la estructura para asegurar su estabilidad en el tiempo, más allá de crisis previsibles y los conflictos cotidianos que supone el funcionamiento de una sociedad viva. De allí el plexo de derechos y deberes, garantías y protecciones, tendientes a convertir al ciudadano en un protagonista activo, a salvo de las tentaciones arbitrarias del poder.
Su conjunción con el principio democrático, genuinamente popular, y la forma federal de Estado, que reconoce el valor precedente de las provincias que lo constituyen, componen una sabia ecuación jurídica, política y filosófica.
Los ataques contra la Constitución Nacional, que conserva su original estrato liberal, pero en las sucesivas reformas ha incorporado derechos de segunda, tercera y cuarta generación, es hoy un texto heterodoxo que algunos estudiosos califican de ecuménico.
Mal haría la Argentina en dejarse llevar por pulsiones del momento y enredarse en tramas circunstanciales para desmontar una obra sazonada con más de dos siglos de experiencias y conocimientos. La consagración de la hegemonía política que algunos buscan es comparable al absolutismo monárquico de tiempos pasados.
La República Argentina, como su carta de identidad lo indica, dista en su naturaleza de los sueños de copamiento institucional que algunos alientan, más cercanos a las antiguas satrapías del Asia Menor que a una sociedad moderna, con intercambios abiertos y productivos, alentados y protegidos por las leyes, que permitan construir paso a paso un mejor futuro.
Los que adscriben a la democracia republicana, como forma evolucionada de la modernidad, son contrapuestos a quienes se atribuyen la representación excluyente de un imposible: el polisémico concepto de pueblo.
La República es la más inteligente creación política de la historia, porque su arquitectura calibra y compensa las tensiones institucionales de la estructura para asegurar su estabilidad en el tiempo, más allá de crisis previsibles.