Rogelio Alaniz
En Trípoli, en Bengasi, en Tobruk, en Jalu, en Syrta, es decir, en las principales ciudades de Libia, el espectáculo es dantesco: edificios en llamas, calles transformadas en barricadas, tanques de guerra tomados por los rebeldes que festejan eufóricos la hazaña, soldados armados hasta los dientes y civiles resistiendo con armas improvisadas, algunos de ellos encapuchados, pero muchos con el rostro descubierto como si ya no les importara ser identificados por los servicios secretos del dictador o como si ya no les importara arriesgar la vida, perderla incluso, para sacarse de encima una dictadura que cuando ellos llegaron al mundo ya era antigua, corrupta y despótica.
Los jóvenes, y en particular los jóvenes estudiantes, son la vanguardia de la rebeldía social, un rasgo occidental si se quiere, y el testimonio de que esta dictadura dirigida con mano de hierro por un megalómano transformado según las circunstancias en un padre bueno y severo o en un desencajado perro rabioso, algunas modernizaciones produjo y hoy son esas modernizaciones culturales las que lo van a enviar al lugar que se merece: el basurero de la historia.
¿Será así? Espero que sea así; todo parece indicar que será así. El dictador por lo pronto ha desaparecido -algunos dicen que su ausencia se explica porque en estos días se hizo una cirugía estética para disimular arrugas y flaccideces- pero su lugar ha sido ocupado por los hijos. La familia, como dicen los mafiosos sicilianos, que aprendieron esos ritos de la tradición árabe.
No es casualidad que los déspotas actuales designen herederos a sus hijos. Por el contrario, es lo previsible, lo lógico, la respuesta inevitable de quienes conciben a la familia como una entidad superior al individuo y al Estado. Así lo hicieron el rey de Jordania y el dictador de Siria. Así pensaban hacerlo Ben Alí, Mubarak y, seguramente, Al Gadafi. Para ser justo, habría que decir también que lo mismo ocurre en Corea del Norte con la dinastía de los Kim il Sung y en Cuba con la dinastía de los Castro, dinastía que, dicho sea de paso, es la más antigua del mundo, con más de medio siglo de ejercicio absoluto del poder.
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