Rogelio Alaniz
Al parecer la renuncia de la ministra Leticia Mengarelli estaba decidida antes de que al director de la escuela de Los Amores se le ocurriera debutar como dramaturgo, valiéndose para ello de un cuerpo estelar de actores integrado por niños de siete y ocho años. Según informaciones de mi “Garganta Profunda”, la señora Mengarelli fue una herencia que Binner o Racino le dejaron a Bonfatti, herencia que el gobernador se resignó a aceptar por un año, pero no más de eso. Según las normas del manual de protocolo secreto de buenos modales políticos, Mengarelli debería haber renunciado a fin de año. Lo hizo un mes antes, lo cual altera en algunos detalles las normas, pero en lo fundamental no cambia en nada el devenir de los acontecimientos. Temas como las tomas de las escuelas técnicas o las supuestas persecuciones a docentes críticos con la gestión provincial, puede que hayan incidido en la decisión, pero básicamente da la impresión de que la suerte de Mengarelli estaba echada desde antes.
Los diarios nacionales atribuyen a lo sucedido en la escuela de Los Amores la causa de la renuncia. Se equivocan. Que la ministra no se haya hecho presente en la escuela no quiere decir nada para un gobierno al que estos conflictos no le agradan, lo ponen incómodo y, en más de un caso, no saben qué hacer con ellos. Una de las grandes virtudes del socialismo ha sido la práctica de un estilo político que rehuye el conflicto, el innecesario y el necesario. Para la tradición facciosa de la Argentina, esta suerte de pedagogía y terapia política es valiosa y en algún punto ejemplar. Lo que sucede es que, como ocurre a menudo en el territorio resbaladizo de la política, lo que suele ser una virtud, en ciertas circunstancias se transforma en un defecto, un límite. No alentar el conflicto innecesario es bueno y saludable, pero eludirlo en todas las circunstancias, disimularlo o temerle, ya no es tan aconsejable, entre otras cosas porque, nos guste o no, el conflicto es un componente inevitable y a veces doloroso de la realidad.
Es más, para muchos sociólogos el conflicto es fuente de vida, de creación. Desde esa perspectiva, si los conflictos no existieran la política sería innecesaria o todo se reduciría a una aséptica administración de recursos. Conflicto y consenso son datos inescindibles de la historia, de la sociedad y de la vida. Convivir con ellos es complicado, pero mucho más complicado es negar esa tensión. ¿Cuándo se impone uno u otro? No hay recetas al respecto. Lo único cierto es que ambos van a estar presentes y corresponde al talento o a la sabiduría del político saber en qué momento hay que recurrir a uno o a otro.
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