Fue una gran sorpresa que dará lugar a debates históricos, teológicos y políticos. El Papa Benedicto XVI anunció su renuncia, una facultad autorizada por el derecho canónico y que, según sus allegados, incluidos sus familiares, era una decisión tomada hace unos meses. Así y todo, la sorpresa fue mayúscula y no es para menos, ya que el último Papa que renunció fue Gregorio XII en 1415. Y el penúltimo, Benedicto IX en 1032. O sea que en los últimos mil años solo dos pontífices renunciaron a su ministerio. Es para sorprenderse. El anuncio, Ratzinger lo hizo en un acto de canonización de los mártires de Otranto. Allí fue cuando dijo “Ya no tengo fuerzas para ejercer adecuadamente el ministerio petrino”, para agregar luego: “declaro que renuncio al ministerio del Obispo de Roma que me fue confiado por medio de los cardenales”. Según se sabe, el Papa residirá unos días en Castel Gandolfo y luego ingresará en un monasterio de clausura. ¿Fue todo tan imprevisto? Más o menos. Hace un par de años, en una entrevista realizada por un reconocido periodista alemán, Ratzinger declaró que un Papa puede dimitir en un momento de seguridad, no de peligro. Por su parte, el cardenal Lombardi adelantó que esta renuncia exige ser libre y, por la jerarquía del renunciante, no puede ser aceptada por nadie. A partir del 28 de febrero jurídicamente se abre un período de sede vacante que se cierra al momento de elegirse al nuevo Papa, un proceso que contará con el dato singular de realizarse con un ex Papa vivo, aunque ya está aclarado que éste no participará en el proceso que concluye con la célebre fumata blanca. La pregunta del millón a hacerse en estos casos es acerca de los motivos de la renuncia del Sumo Pontífice. ¿La salud? Puede ser. Tiene ochenta y cinco años, dificultades notorias de locomoción, lesiones en la cadera, aunque todos aseguran que su intelecto sigue siendo tan brillante como siempre, afirmación verificada en una reciente intervención pública donde habló de teología casi una hora sin papeles y diciendo cosas más importantes que una reconocida señora de estos pagos, a la que también le gusta hablar sin papeles, aunque en este caso sin demasiadas ideas. Para los amigos de las conspiraciones, la tentación de pensar en una suerte de golpe de Estado, es grande. Sin embargo, no hay indicios de que haya algo de eso. En lo personal se me ocurre que la responsabilidad de un Papa es muy grande y que su tarea debe ser agobiante sobre todo cuando se tiene más de ochenta años-, no tanto por sus relaciones con Dios que son siempre inescrutables, como por sus relaciones con la corte de intrigantes que lo rodea, empezando por la burocracia de la Curia a la que él le ha puesto límites, aunque ya se sabe que hasta Dios ha tenido dificultades para imponerse en ese terreno. ¿Renuncia porque está desbordado o renuncia porque considera que ya concluyó su tarea? En otras palabras: ¿Renuncia porque no pudo o porque pudo? En lo personal creo que renuncia porque considera que su misión ha sido cumplida y, además, para dar un a lección acerca de la temporalidad del poder. ¿Y el escándalo con su secretario privado, Paolo Gabriele? Un mal rato, pero nada más que eso. De Ratzinger siempre se dijeron dos cosas: que era conservador y que era inteligente. A estas dos afirmaciones nadie puede desmentirlas. También se dijo que era un Papa de transición, aunque ahora hay motivos para pensar que ha sido un Papa de interregno, un Papa que se propuso dejar preparadas las condiciones para los nuevos y viejos desafíos que deberá afrontar la Iglesia en el siglo XXI. Sin duda que fue algo más que un Papa de transición. Ocho años estuvo ejerciendo su magisterio y algunas cosas ha hecho. En primer lugar, no era un recién llegado al Vaticano. Durante veinte años fue la mano derecha de Wojtyla, y con buenos y malos argumentos lo calificaron como su cancerbero, algo así como una suerte de inquisidor que puso fin a la teología de la liberación y a la vocación de cambio impulsada por sacerdotes como Leonardo Boff, Gustavo Gutiérrez o su ex amigo y colega de andanzas juveniles, Hans Kung. Sin embargo, calificarlo como conservador seria empobrecer su perfil teológico y su propio magisterio. Fue, como corresponde a todo hombre con serias responsabilidades y exigido a negociar entre intereses contrapuestos, un Papa contradictorio, incluso con su ideario conservador. Un Papa contradictorio que sin embargo supo defender con lucidez sus puntos de vista, que no se esmeró por ser políticamente correcto, que en ningún momento dejó de insistir en que razón y fe no son términos contradictorios y que con su inesperada renuncia les demostró a todos, sobre todo a los “carreristas” que abundan n en el Vaticano, que él “ha venido a servir y no ha ser servido”. Los expertos en intrigas del Vaticano aseguran que si con Wojtyla las congregaciones perdieron gravitación en el entorno del Papa, con Ratzinger volvieron a cobrar protagonismo, como lo prueba el hecho de que en la actualidad el número dos del Papa es salesiano, mientras que el ex vocero Navarro Valls fue cambiado por el jesuita Lombardi. Si el rasgo distintivo de Wojtyla fue el de ser un Papa “hacia fuera”, de Ratzinger podría decirse que fue un Papa puertas adentro. Y lo que hizo adentro lo hizo bien, al punto de que ya algunos lo califican como el “Papa barrendero”. ¿Barrendero de qué? De la basura acumulada en la Iglesia. Lo dijo un mes antes de ser elegido Papa, en una misa de Viernes Santo de 2005. “Cuánta suciedad hay en la Iglesia, y entre los que, por su sacerdocio deberían estar entregados al Redentor ¡Cuánta soberbia! La traición de sus discípulos es el mayor dolor de Jesús!”. Lo sabía antes de ser Papa: una de sus principales tareas sería la de eliminar de la Iglesia las lacras de la pederastia. Y lo hizo. Es lo que le dice a la Iglesia de Irlanda en una carta pastoral. “Habéis traicionado la confianza depositada y deberéis responder ante Dios y los tribunales”. Los trapitos sucios ya no se lavan en casa. Ahora hay que exponerlos ante los tribunales de los hombres, y en esa suerte de tendedero global que son los medios de comunicación. También citó para referirse al mismo tema “Guay de aquél que escandalizara a un niño. Mas le valiera haberse colgado una piedra de molino al cuello y arrojado al mar”. Ratzinger siempre supo muy bien que en este tema la Iglesia Católica se estaba jugando su credibilidad social y su autoridad moral y, por lo tanto, actuó en consecuencia; es decir, no le tembló la mano para desenmascarar, por ejemplo a Marcial Maciel, el fundador de la llamada Legión de Cristo. Por supuesto que fue contradictorio; y en los temas centrales, un conservador asumido. Fue muy duro con los teólogos de la liberación y sugestivamente comprensivo con los sacerdotes lefebristas, incluso con aquellos que negaban el Holocausto. Sus críticos aseguran que ha sido el sepulturero del Concilio Vaticano II, tal vez una exageración, pero no excesiva. Una de las críticas más duras contra Ratzinger fue su discurso en la universidad alemana de Ratisbona, cuando supuestamente atacó a la religión musulmana acusándola de violenta y expansiva. Al respecto, cada uno tendrá su opinión, pero en mi caso siempre consideré que el Papa había sido muy valiente diciendo esas palabras, y que si alguna duda había sobre esa hipótesis, los fanáticos que quemaron templos, agredieron sacerdotes, quemaron símbolos religiosos y asesinaron a una monja, confirmaron su verdad en toda la línea. Dos desafíos de la Iglesia, el sacerdocio de las mujeres y el celibato optativo, serán tareas para el futuro, porque Ratzinger, como era de prever, no dio ningún paso para resolverlo, aunque están los que sugieren que creó las condiciones para que el tema empiece a debatirse. Tampoco hubo innovación con los homosexuales, a los cuales se les promete respeto, compresión y delicadeza, pero a condición de vivir en castidad. Un verdadero disparate teórico, algo así como si un régimen ateo les prometiera buen trato a los cristianos a condición de que no ejerzan su fe. Con respecto del aborto, el Sida, el matrimonio homosexual y la clonación, sus opiniones fueron las clásicas de un conservador que se niega a admitir los cambios en el mundo. Al respecto habría que preguntarse si sobre estos temas a la Iglesia le corresponde decir otra cosa. Yo creo que sí, pero me pregunto si a esa tradición encarnada en la historia como es la Iglesia, le corresponde al mismo tiempo ser la vanguardia del progreso. Supongo que algunos dogmas y posiciones publicas de la Iglesia son insostenibles en los tiempos que se viven y no son pocos los sacerdotes que lo saben, pero al mismo tiempo me pregunto si no es necesario que en el mundo haya una institución que aunque se equivoque resista la euforia del progresismo, aunque más no sea como tensión dialéctica en la historia.