“La entrega de las llaves a San Pedro”, de Pietro Vannucci, “Il Perugino”
La Biblia es la historia de un gran amor. El cual a veces es dulce, otras tempestuoso, y aún traicionado. Y en ocasiones es un amor recuperado. Pero lo que parece caracterizarlo de modo permanente es que se trata de un amor dramático.
“La entrega de las llaves a San Pedro”, de Pietro Vannucci, “Il Perugino”
La Biblia es la historia de un gran amor. El cual a veces es dulce, otras tempestuoso, y aún traicionado. Y en ocasiones es un amor recuperado. Pero lo que parece caracterizarlo de modo permanente es que se trata de un amor dramático. Por una parte está Dios que ama a los hombres, a un pueblo, a la Iglesia. Y ésta que por su parte puede ser superficial e interesada, por lo menos en algunos de sus miembros. Pensemos si no en lo que por estos días está diciendo el Papa. Lo que no es una novedad. Lo sabemos. Y no es necesario ir muy lejos para constatarlo. “Voy a cantar a mi amado el canto de la viña de sus amores. Tenía mi amado una viña en un fértil collado. La cavó, la decantó y le plantó vides selectas. Edificó en medio de ella un lagar, esperando que le daría uvas, pero le dio uvas silvestres.” (Isaías 5, 12) Esta viña cultivada con amor, no dio frutos y será maldecida. “Voy pues a decirles lo que haré de mi viña: Destruiré su cerca y será talada. Derribaré su tapiaà Quedará desiertaà” (Isaías 5, 5-6). Se dirá que el texto refleja el Antiguo Testamento. Sin embargo, entre nosotros, bautizados y por lo tanto cristianos, que acostumbramos hablar tanto de amor (o de caridad como estilan algunos), esta historia de amor y desamor continúa. Si alguna persona lo desea, puede leer por ejemplo a los Profetas. Y encontrará los reproches de Dios, tal como si estuvieran dirigidos a las actuales generaciones. El reproche divino que nos llama a volver al amor, en lugar de la afanosa búsqueda de poder, cargos, beneficios y cosas parecidas. Lo que atrae del Antiguo Testamento es que tiende a Cristo, al Mesías, el Salvador. Y al Reino que ha venido a traer. Cristo es nuestra esperanza. Pero la consistencia del mundo y de la verdad, la historia como historia de salvación y liberación, esto es, como acontecimiento que aporta valores de regeneración, depende de la fe en la resurrección de Cristo. No como algo ajeno a nosotros. Sino también como acontecimiento personal, que alcanza y mueve nuestra vida a la conversión. La que nos pide la fe. Sobre todo en este tiempo de Cuaresma. Y de cara al mundo en el que vivimos, en el que se desarrolla la vida del hombre. Pero también donde advertimos una enorme, gigantesca vanidad, la que depende de cada uno saber mirarla e interpretarla con los ojos de la fe. Es aquí, en este mundo, donde hay que percibir la realidad de la Iglesia, Cuerpo Místico de Cristo. La Iglesia que es noticia en los medios, sobre todo por sus escándalos. Amada y criticada. Pero no obstante, Cuerpo Místico de Cristo por todos sus aspectos ocultos. Por los valores invisibles, y a veces despreciados, sostenidos incluso hasta el derramamiento de sangre por quienes han dado la vida por la fe. Y por quienes saben de renuncias para no convalidar lo que es contrario a la fe y las exigencias éticas que brotan de la misma. Una Iglesia de la que esperamos se destierre la lucha feroz por el poder. Y de toda lógica autoritaria. Una Iglesia de hombres, en la que las mujeres, yo al menos, no estamos abogando por el sacerdocio femenino. Pero sí esperamos que se nos respete. Y que, de modo efectivo y no sólo declarativo, se reconozca la dignidad y el rol de las mujeres en la Iglesia y en el mundo. Una religiosa me decía que la proclamación como doctora de la Iglesia, por el actual Papa, de santa Hildegarda de Bingen (*), una polifacética monja benedictina que vivió en el siglo XII, era el reconocimiento del lugar que le corresponde a “la mujer”. He ahí el error. El reconocimiento no fue a “la mujer”; sino a “una mujer”, que dejó intacta la situación del resto. Incluso con relación a otras meritorias y santas mujeres. Por lo que no se puede pasar por alto la inclinación del Papa por la cultura europea y san Benito. Más aún, la llamativa desproporción entre el número de doctores y doctoras de la Iglesia. En este contexto que es mucho más amplio y complejo, me queda una reflexión final. Que estar con Cristo es estar con la Iglesia. Y que en ella, Pedro, el pescador de Betsaida, es la “roca-piedra”, que afronta la gran marea de la incredulidad. (cf Mt 16, 18) Lo cual es válido para sus sucesores. Pero en el Iglesia, Cuerpo Místico de Cristo, podemos preguntarnos ¿cuál es nuestra vocación? Quisiera que nos ilumine santa Teresa del Niño Jesús, la cual en el corazón de la Iglesia, su Madre, y también la nuestra, quería “ser el Amor.” (*) El 7 de octubre de 2012, el Papa Benedicto XVI la proclamó Doctora de la Iglesia Universal.