(Por Rogelio Alaniz) Nunca sabremos si Videla rendirá cuenta por sus actos en el Cielo de los cristianos; lo que sabemos es que en la tierra pagó sus cuentas o, se las hicieron pagar.
Armando Lambruschini, Jorge Rafael Videla, Eduardo Massera y Rubén Graffigna, en las históricas jornadas del juicio a la Junta Militar. Foto: Archivo El Litoral
Rogelio Alaniz politica@ellitoral La muerte no hace a nadie ni más bueno ni más malo. El principio vale para todos, incluido para Jorge Rafael Videla. La muerte, según se mire, puede ser una clausura, un misterio o una apertura. Lo seguro es que es definitiva. También para Videla. Seguramente, su muerte provocará la alegría de muchos y el dolor de algunos. Él por lo pronto ya está más allá de los odios y las tristezas. Ha dejado para siempre esta vida y ahora pertenece definitivamente a la historia. Festejar su muerte no agrega nada nuevo a lo ya sabido. Nunca sabremos si Videla rendirá cuenta por sus actos en el Cielo de los cristianos; lo que sabemos es que en la tierra pagó sus cuentas o, se las hicieron pagar. Poco y nada sabemos de la justicia divina, pero la justicia de los hombres lo condenó por sus delitos. Desde el punto de vista religioso murió sin arrepentirse, por lo menos públicamente. Hasta el último momento reivindicó cada uno de sus actos y los justificó en nombre de Dios, ya que cada vez se le hacía más difícil justificarlos en nombre de la ley. Insisto, poco y nada sabemos de la justicia divina, pero si algo hemos aprendido de las Escrituras es que el perdón existe si previo a ello hay arrepentimiento y que la impiedad y la insensibilidad ante el dolor provocado a los otros suelen ser pecados imperdonables. Nunca sabremos si murió en paz consigo mismo. Tampoco es lo más importante. Sí, poseemos la certeza de que a los secretos del poder se los llevó a la tumba. Ni siquiera esa gentileza tuvo. La gentileza o la grandeza de contribuir a la verdad a esa verdad que tantas madres y padres, las madres y los padres de sus víctimas, intentan conocer. Duro destino el de Videla. Dictador y verdugo. Esas facciones delgadas, como consumidas, esos labios plegados, esa expresión hierática, fue el rostro de la dictadura militar en la Argentina, un rostro descarnado, despojado de pasiones, aunque curiosamente, la única vez que se permitió ceder a la alegría, fue cuando Argentina le ganó a Holanda y se consagró campeón del mundo. Como diría Ortega y Gasset, Videla también fue él y sus circunstancias. El destino le impuso el deber de encarnar al régimen militar que resolvió, por el camino del horror y la muerte, la crisis abierta en la Argentina y de la cual él, por supuesto, no era el único responsable. Su talento exclusivo fue la mediocridad y su síntoma más visible la indiferencia, esa indiferencia que incluso exasperaba a ese otro psicópata que fue el almirante Massera. De él muy bien podría decirse que impresionaba por su mediocridad así como otros impresionan por su inteligencia. Fue un dictador, pero su imagen no se correspondía a la del déspota clásico. Banzer y Pinochet -a quienes he conocido de vista-, efectivamente, reunían todos los requisitos físicos para ser dictadores. En cambio, con su perfil afilado y desvaído, Videla nos vino a demostrar que lo siniestro también puede asumir el rostro impasible de la indiferencia. Esa mediocridad, ese tono de voz severo, carente de inflexiones, expresaba el rasgo despersonalizado inhumano y, al mismo tiempo, perverso de una dictadura que Guillermo O’Donell calificó de burocracia militar, para diferenciarla de las consignas comunes de aquellos años. Esa indiferencia casi rayana en el autismo que transmitía hizo que algunos la confundieran con moderación y templanza. Nunca me sorprendió que el bloque mayoritario de las clases dominantes de la Argentina lo apoyaran con entusiasmo; la sorpresa en todo caso fue que también el Partido Comunista lo apoyara y sus acólitos internacionales de entonces -Cuba y la URSS, entre otros- lo defendieran en los foros internacionales. Como para que ninguna paradoja estuviera ausente, no deja de llamar la atención que el enemigo más duro que tuvo en el mundo fue el presidente de Estados Unidos, James Carter y que la militante más empecinada en desenmascararlos haya sido Patricia Derian. No fue fascista. Le faltaba el fuego sagrado de esa pasión criminal de la historia. Si a algún ideal adhería, ése fue el de cierto liberalismo conservador en clave militar que caracterizó y distinguió a toda una tradición castrense. Seguramente, murió confiado en el perdón divino. Allá él. Por lo pronto, nada me cuesta imaginar que dónde esté, su sueño y su vigilia estarán asediados por toda la eternidad por los gritos de dolor de sus víctimas, el llanto de las mujeres despojadas de sus hijos, el asco de las violadas, los estremecimientos de terror de quienes fueron lanzados desde los aviones al vacío. Como alguna vez dijera Pablo Neruda de Francisco Franco: “Debes estar despierto general”.
El dato Sin honores El ex dictador Jorge Rafael Videla no recibirá ningún honor militar cuando sea sepultado, ya que fue destituido del Ejército y, además, hay una resolución que prohíbe honras en los funerales de integrantes de las Fuerzas Armadas que hayan estado involucrados en causas de violaciones a los derechos humanos.