Zelmar Michelini y Héctor Gutierrez Ruiz, asesinados en Buenos Aires por la dictadura militar argentina. Foto: archivo el Litoral
Por Rogelio Alaniz
Zelmar Michelini y Héctor Gutierrez Ruiz, asesinados en Buenos Aires por la dictadura militar argentina. Foto: archivo el Litoral
Rogelio Alaniz Zelmar Michelini y Héctor Gutiérrez Ruiz se exiliaron en la Argentina luego de que el presidente uruguayo José María Bordaberry, propiciara en junio de 1973 el autogolpe de Estado, conocido luego como “bordaberrización” del poder. De un plumazo el titular de la jefatura política de la república promovido por la derecha del Partido Colorado anulaba las libertades, liquidaba las instituciones republicanas y entregaba el poder real a las fuerzas armadas. La tradicional y consistente democracia uruguaya naufragaba sin pena ni gloria al impulso de la facciosa lucha política interna, el auge de la actividad guerrillera desarrollada por los Tupamaros y la vigencia de una derecha autoritaria y militarista que con este golpe de estado prefiguraba próximos cuartelazos castrenses en Chile y Argentina. En pocas semanas se ilegalizaron partidos políticos, se clausuraron periódicos y revistas, se detuvieron a políticos, intelectuales y artistas y la “Suiza de América” empezó a parecerse a una republiqueta bananera. Zelmar Michelini provenía de una familia históricamente ligada al Partido Colorado. Fiel a ese legado fue ministro, secretario de Estado y legislador. Abogado y periodista, estaba casado con Elisa Delle Piane Iglesias con quien tuvo diez hijos. Al momento del exilio se identificaba con el Frente Amplio, pero más allá de sus legítimas opciones ideológicas, era lo que se dice un político tradicional de Uruguay, un hombre respetado por correligionarios y adversarios. Gutiérrez Ruiz era Blanco. Estaba casado con Matilde Rodríguez Larreta, con quien tenía cinco hijos. Según su amigo personal y correligionario, Wilson Ferreyra Aldunante, era un hombre de bien, volcado de lleno a la política y a su familia. Al momento de exiliarse ejercía la titularidad de la Cámara de Diputados de la Nación. Como Michelini, participaba de la lucha política con sus columnas periodísticas.
En Buenos Aires se dedicaron a sostener a sus familias y, por supuesto, a denunciar los atropellos políticos de la dictadura uruguaya. Sus vidas cotidianas en la Argentina estaban muy lejos de la imagen del exilio dorado. Trabajaban duro y militaban con entusiasmo. No sabían hacer otra cosa. Cuando el 24 de marzo de 1976 los militares derrocaron al gobierno de Isabel Perón, algunos amigos les sugirieron que tomaran precauciones. A las advertencias de los amigos se sumaron las amenazas anónimas por teléfono. No las tomaron en serio o supusieron que sus vidas serían respetadas. ¿Ingenuos? No, leales a un linaje cultural. Uno y otro se habían formado en la prolongada y generosa tradición liberal uruguaya en la que el exiliado es una persona sagrada. Pobres... no sabían con quienes estaban tratando. No pasaron dos meses del golpe de Estado, cuando se produjo el ajuste de cuentas. Seguramente la orden llegó desde Uruguay. El Plan Cóndor funcionaba y, por lo que se pudo apreciar, era eficaz. La orden vino de Uruguay, pero la decisión operativa, las tropas y los verdugos los puso la dictadura de Videla. El 18 de mayo a la mañana una patrulla integrada por policías y militares se presentó en la casa de Gutiérrez Ruiz ubicada en la céntrica calle Posadas. Exhibieron documentos y en ningún momento disimularon su condición de argentinos. Lo detuvieron al legislador uruguayo, pero no se conformaron con eso: los bravos uniformados se dedicaron saquear la casa. A ese operativo miserable y canalla ellos lo calificaban “botín de guerra”, además de hacerse los guapos con la mujer y los hijos del detenido. Zelmar Michelini fue secuestrado ese mismo día, pero a la nochecita. Se alojaba en el hotel Liberty. Los verdugos llegaron con sus uniformes y sus armas. Pasaron por el lobby del hotel como si fueran centuriones e ingresaron en el cuarto de Michelini que estaba con dos de sus hijos. También en este operativo exhibieron su catadura moral: se llevaron todo lo que pudieron, incluso los relojes pulsera de sus hijos. Esa misma noche amigos argentinos y el propio Ferreyra Aldunante iniciaron una desesperada movilización para salvar la vida de los dos. La primera respuesta del gobierno argentino fue que no sabían nada. Al otro día el ministro de Defensa, almirante José María Klix dio a entender que podía tratarse de una pelea interna entre uruguayos. Algo parecido dijo luego el general Albano Harguindeguy. Jacobo Timerman y Héctor García hicieron gestiones que incluyeron cartas a Videla. Lo mismo hizo The Buenos Aires Herald. Nadie les respondió. Ferreyra Aldunante por su parte denunció que los secuestradores eran militares y policías argentinos, que actuaron a la luz del día, con vehículos oficiales, incluidos los célebres Ford Falcon. Que, en definitiva, todo se hizo públicamente y nadie podía alegar ignorancia sobre lo ocurrido. Gutiérrez Ruiz vivía a pocos metros de las embajadas de Francia, Israel y Brasil y muy cerca de una seccional policial. El hotel donde fue detenido Michelini estaba ubicado en avenida Corrientes al 600, casi esquina Florida, es decir en el centro histórico de Buenos Aires y a una cuadra de Entel. ¡Y Harguindeguy y Videla insistían en que se trataba de un ajuste de cuentas entre uruguayos! El 20 de mayo la mujer de Gutiérrez Ruiz le escribe una carta a la esposa de Videla, Raquel Hartridge, reclamando por la vida de su esposo. “...le pido a usted que interceda para que mi marido pueda regresar con su mujer y sus cinco hijos al hogar cristiano que pudimos preservar de las tormentas políticas al amparo de la generosa hospitalidad argentina”. La distinguida y muy católica esposa de Videla se negó a recibir el telegrama. El 21 de mayo, tres días después del secuestro, los cadáveres de Zelmar Michelini y Héctor Gutiérrez Ruiz aparecieron en un auto abandonado en las esquinas de Perito Moreno y Dellepiane. Estaban desfigurados por los golpes. En realidad, los muertos eran cuatro, ya que, además de los legisladores, estaban los militantes Tupamaros Rosa del Carmen Barreda de Schroeder y William Whitelaw. La maniobra era tan perversa como siniestra y burda: se intentaba sugerir de manera macabra que los muertos eran todos guerrilleros. El gobierno argentino, por supuesto, se lavó las manos. Videla nunca dijo una palabra sobre el tema. No escuchó a nadie, ni siquiera al Papa Pablo VI, quien envió un telegrama interesándose por la vida de los infortunados exiliados. El 24 de mayo, Ferreyra Aldunante le envía una carta a Videla informándole que acaba de exiliarse en una embajada. En ese texto el líder Blanco le reprocha con duras palabras haber traicionado una tradición histórica nacional y haberse comportado como un canalla. El texto finaliza con un párrafo que es una de las imputaciones morales más serias contra Videla y su régimen, y al mismo tiempo una de las manifestaciones más conmovedoras y, si se quiere proféticas, acerca de sus convicciones democráticas y del futuro de nuestros países. Dice Ferreyra Aldunante: “General Videla, cuando llegue la hora de su exilio -que llegará, no lo dude- si busca refugiarse en Uruguay, un Uruguay cuyo destino estará en manos de su propio pueblo, lo recibiremos sin cordialidad ni afecto, pero le otorgaremos la protección que usted no dio a aquellos cuya muerte estamos llorando”.