por Rogelio Alaniz [email protected]
Por Rogelio Alaniz
por Rogelio Alaniz [email protected]
Fue un hombre de convicciones y de partido. De convicciones democráticas y republicanas y de militancia partidaria a la que siempre se mantuvo leal, en las buenas y en las malas, en las duras y en las maduras. Llegó a presidente de la Nación después de una larga y fecunda trayectoria política. Fue senador provincial, vicegobernador de su provincia, diputado nacional y gobernador electo en 1962, cargo que no pudo asumir porque a los militares se les ocurrió dar otro golpe de Estado. No, no llegó a la Casa Rosada debido a la fertilidad de los repollos. El político que fue presentado como una tortuga, promovió en su provincia obras públicas en sintonía con el legado sabattinista de “aguas para el norte, caminos para el sur”. No deja de ser una paradoja que el hombre que siempre entendió a la política como una actividad ejecutiva plena de realizaciones prácticas, haya sido injuriado por su supuesta pasividad e incompetencia. La historia hoy permite evaluar aquella gestión presidencial que no llegó a cumplir tres años, pero que de manera persistente, para muchos invisible, estaba transformando al país en términos de progreso y convivencia civilizada. Las cifras y los testimonios son elocuentes al respecto. El gobierno acusado de antiobrero sancionó la ley de salario mínimo, vital y móvil. La participación de los trabajadores en la renta nacional creció hasta el cuarenta y dos por ciento, y el desempleo bajó de ocho puntos a cinco. Nada de ello impidió que la CGT organizara planes de lucha con tomas de fábricas y proclamas golpistas. ¡Dolorosas paradojas de la vida! Vandor y Alonso hicieron lo imposible para derrocar al viejito gorila y antiobrero. Nadie los molestó, nadie allanó sus domicilios, nadie atentó contra sus vidas. Tres años después de semejantes hazañas cívicas, ambos fueron baleados en una Argentina donde la pedagogía de la democracia empezaba a ser desplazada por la dialéctica de las pistolas. La ley de Medicamentos se propuso congelar los precios y limitar el pago de regalías y remesas al exterior de los grandes laboratorios multinacionales. El objetivo era asegurar remedios buenos y baratos para todos, pero no fueron pocos los que supusieron que se trataba de una zoncera. El presupuesto en educación creció hasta el veinticinco por ciento. Nunca la Argentina había destinado tantos recursos para escuelas y maestros, para universidades y profesores. El plan nacional de alfabetización llegó a contar con 125.000 centros que dieron clases a 350.000 alumnos, pero para muchos intelectuales esos datos no tenían ninguna importancia. La deuda externa se redujo de 3.390 millones de dólares a 2.650; las exportaciones crecieron de 1.200 millones de dólares a 1.500. Crecieron y se diversificaron. Hoy comerciar con China es una necesidad que nadie pone en tela de juicio. Hace cincuenta años era un desafío a los fanáticos de la Guerra Fría. Pues bien, en esos años se iniciaron las exportaciones de trigo a China. Seguramente había errores, seguramente había otras alternativas para explorar el futuro, pero el país avanzaba en una dirección justa, al punto que muy bien podría decirse que si esa experiencia política se hubiera cumplido la historia de la Argentina hoy sería otra y el camino recorrido no estaría manchado de sangre, violencias e injusticias. Illia creía en los cambios graduales. No lo convencían las retóricas revolucionarias de derecha o de izquierda. Y no lo convencían porque, entre otras cosas, había estudiado esas experiencias y en su viaje a Europa en la década del treinta las había padecido en carne propia. Cuando correligionarios y amigos le insistían que usara la cadena nacional para propagandizar los actos de su gobierno, contestaba siempre lo mismo: que mientras él fuera presidente no usaría las estructuras del Estado para dar mensajes políticos. Igualito que ahora. Seguramente los argentinos debimos estar muy enfermos en términos políticos para consentir el derrocamiento de Illia y admitir a un general como Onganía. Lo interesante y lo patético de todo esto es que se suponía que la modernidad, el cambio, la inclusión social la iba a promover el militar que a todas luces era evidente que le faltaban luces. “Creíamos que era De Gaulle -se quejaba Mariano Grondona- y descubrimos que era Franco”. La evaluación es injusta, incluso para Franco. Los periodistas de Primera Plana, Confirmado y Tía Vicenta se hicieron un picnic con el viejito Illia. Las injurias alcanzaron a su esposa, para quien no hubo compasión. El objetivo fue cumplido. Onganía llegó al poder y a los pocos meses las tres revistas estaban cerradas. Como le dijera Osiris Troiani a los muchachos entusiasmados en divertirse con el presidente: “Después que lo echen a este viejo van a venir los fascistas...”. Y los fascistas vinieron. Y no sólo clausuraron revistas, sino que metieron presos a los mismos que les molestaba que Illia saliera de la Casa Rosada caminando y entrase a un restaurante a almorzar como un ciudadano más. Decían que sus gustos eran vulgares. En efecto, su plato preferido era el puchero o un churrasco jugoso acompañado por una papa hervida. También dijeron que su menú era modesto porque él era pijotero. Mientras tanto, Illia ya desalojado del poder, dormía en hoteles baratos, y en la casa de su hermano cuando estaba en Buenos Aires. Como no tenía auto, se trasladaba al centro en el colectivo 60. Efectivamente, era un viejo anacrónico. Los que luego acompañaron a Onganía sostuvieron que sus intereses culturales eran mediocres. A todo esto, Illia descansaba de su gestión presidencial conversando de matemática con Manuel Sadosky, de filosofía con Francisco Romero y de marxismo con su amigo Luis Franco. Pero para los dos “Marianos” -Grondona y Montemayor-, Illia era apenas un modesto puntero radical. Su decencia personal era considerada un detalle menor, casi insignificante. Cuando asumió el poder, dijo que tenía como únicos bienes personales una casa y un auto. Cuando lo derrocaron, al auto lo había vendido para atender la operación de su esposa. Él fue quien promovió la figura penal del enriquecimiento ilícito para los funcionarios del poder, quienes debían probar cómo y por qué habían crecido sus patrimonios. Podía hacerlo porque le sobraba autoridad moral. Esa autoridad moral que hoy está ausente como testimonio y hasta como “relato”. Fue el primer presidente que asumió la presidencia de la Nación con traje de calle. Hoy las ceremonias parecen desfiles de modelos. Los fondos reservados los usó una sola vez y fue para pagar el viaje de una compañía de teatro independiente. Jamás se le hubiera ocurrido que para hacer política era necesario, previamente, ser millonario. Mientras otros presidentes se hicieron ricos desalojando a los pobres, Illia, en Cruz del Eje, era conocido como el médico de los pobres. Su austeridad era tan sincera que no necesitaba proclamarla. Su trato con la gente era formal y correcto. Él era un hombre formal y correcto. Rehuía las familiaridades efusivas, los abrazos ruidosos y las exteriorizaciones vulgares de la amistad. No necesitaba de la demagogia para estar con los pobres, porque su relación con ellos era cálida, afectiva, respetuosa. Claro que era antiguo. Pertenecía a la clase de hombres para quienes un apretón de manos era más importante que un documento firmado. Se sentía cómodo con sus trajes grises y un amigo que lo conoció me decía que tenía un increíble talento físico para caminar por la calle y confundirse con la gente. Ese decoro, esa suerte de señorío provinciano, provocaba la risa y el desprecio de los salvadores de la patria. Illia murió hace treinta años. Hablar de él es hablar del pasado, pero es también recuperar del pasado aquello que el presente necesita. Si la política se perfecciona con opciones morales, si el progreso necesita de exigencias éticas, si los cambios -para ser reales- reclaman de mesura y gradualismo, y si entre vida pública y vida privada debe haber una coherencia íntima, real, el ejemplo de Illia, su anacronismo, su estilo antiguo, su señorío austero, no sólo sigue siendo valido, sino que además es necesario.
Illia creía en los cambios graduales. No lo convencían las retóricas revolucionarias de derecha o de izquierda, entre otras cosas, porque había estudiado esas experiencias, y en los 30 las había padecido en carne propia en Europa.