El secretario general de la Presidencia luce sobrio mientras parece pensar en nuevas metáforas agresivas contra Jorge Lanata. Foto: Télam
Por Rogelio Alaniz
El secretario general de la Presidencia luce sobrio mientras parece pensar en nuevas metáforas agresivas contra Jorge Lanata. Foto: Télam
Rogelio Alaniz
“Es el hecho maldito del país burgués”. John William Cooke Oscar Parrilli calificó a Jorge Lanata de sicario mediático. La frase pudo haber sido emitida en un momento de furia, pero pertenece a un linaje político criollo; responde a una tradición. Vivimos en tiempos de vértigo y urgencias. Se dice que a las palabras se las lleva el viento, pero el esfuerzo de los historiadores consiste en reflexionar sobre su contenido y pertenencia. Puede que sea un esfuerzo vano, pero vale la pena intentarlo, sobre todo si lo que se pretende es comprender el comportamiento humano y entender los procesos históricos. A las palabras se las lleva el viento, pero antes dejan sus huellas, sus marcas y hasta tanto se demuestre lo contrario nos constituyen como personas. Por eso, reflexionar sobre las palabras significa, entre otras cosas, reflexionar sobre la condición humana y, en el caso que nos ocupa, sobre las identidades políticas. La frase de Parrilli pudo haber sido pronunciada por Aníbal Fernández, Héctor Timerman, Carlos Kunkel, Luis D’Elía, es decir por los habituales lenguaraces del gobierno que se distinguen por arrastrar las palabras a través de las cloacas del lenguaje. Pero más allá de los los entusiasmos verbales, la frase de Parrilli posee resonancias históricas, pertenece a una exclusiva cultura política, es portadora de una tradición partidaria cuyo jefe político no tuvo reparos en reclamar que el enemigo no merece justicia, que “por cada uno que caiga de nosotros caerán cinco de ellos”, que hay que salir a dar leña y a incendiar cuanto sea necesario. Palabras resguardadas en el tesoro verbal de esta fuerza política, palabras sobre las cuales no sólo nunca se han arrepentido, salvo algunos comentarios menores dictados por el oportunismo, motivo por el cual a nadie le debe llamar la atención que periódicamente retornen con su carga de violencia, desprecio e intolerancia. Son las mismas palabras que se usaron en 1973, vivando el asesinato de Aramburu, o festejando la muerte de Mor Roig y Rucci, o celebrando las masacres de las Tres A, o quemando sarcófagos en los actos públicos. O, en otro plano, saliendo de la boca de un dirigente menemista para calificar de “judío roñoso” a un periodista de Página 12. Parrilli ha demostrado que las palabras pueden ser duras, pero también, en ciertos momentos, tornarse conmovedoramente flexibles. El hombre que hoy defiende la supuesta nacionalización de YPF, fue el mismo que en la sesión legislativa de septiembre de 1992 dijo, para defender exactamente lo contrario de lo que ahora defiende: “No vengo a esta sesión arrepentido de lo que fuimos, no sentimos vergüenza de lo que somos ni tampoco venimos a pedir disculpas por lo que estamos haciendo”. Decir esto y sostener que todo les está permitido es exactamente lo mismo. No hay arrepentimiento, no tenemos vergüenza ni pedimos disculpas. Lo que se dice, toda una declaración de principios. A la hora de privatizar YPF, Parrilli fue acompañado por Arturo Puricelli, Luis Gioja, y Eduardo Fellner. Todos flamantes K en la década siguiente. Kirchner y su señora daban órdenes desde Santa Cruz para que así fuera. Por supuesto, estos privatizadores no estaban solos. Con el mismo entusiasmo, votaron Felipe Solá, Eduardo Amadeo y el multifuncionario Juan Pablo Cafiero. Álvaro Alsogaray se quedó sin libreto. Ayer a favor de la amnistía y el indulto, hoy devotos perseguidores de militares seniles; ayer privatizadores, hoy estatistas; ayer neoliberales, hoy nacionales y populares. ¿Incoherentes?, ¿contradictorios? Para nada. Leales a un estilo histórico, coherentes en lo que importa, lógicos y previsibles para disponer de las contradicciones y resolverlas a su favor. Acerca del peronismo, se puede pensar desde la abstracción de las teorías o desde la pedagogía de los ejemplos. Cualquiera de estas posibilidades vale, pero ahora prefiero pensarlo desde los ejemplos. Hace tres semanas, la señora dijo que iba a dialogar con los dueños de la pelota y no con los partidos políticos. Es lo que los Kirchner vienen haciendo desde hace diez años y es un criterio que el peronismo ha defendido siempre. Preferir la materialidad de las corporaciones a la representación ciudadana es una de las enseñanzas persistentes de Benito Mussolini y una de las verdades básicas de la comunidad organizada. Dante Gullo dijo sin ruborizarse: “Ojalá haya cien Lázaro Báez”. ¿Un exabrupto para asustar almas candorosas? Puede ser, pero por sobre todas las cosas una declaración de principios. Podría haber dicho, ojalá hubiera cien Jorge Antonio o mil Juancito Duarte. Lázaro Báez no es una anomalía en la tradición peronista. Es, con los matices biográficos del caso, el modelo de burgués nacional que ponderan. ¿Báez roba? Mejor sería que no lo hiciera, pero si lo hace tampoco hay muchas objeciones que hacerle, porque otra de las verdades que el peronismo ha aportado a la cultura es que en un país donde han robado los extranjeros, en la nueva Argentina roban los nacionales. Alejandro Apold no es una anécdota en el peronismo, por el contrario es una de las enseñanzas perdurables. Él enseña que la única prensa que vale es la oficialista, la única prensa que merece ser castigada es la opositora. Ayer fue el diario La Prensa, hoy es Clarín. Las diferencias entre un caso y otro son visibles, pero las coincidencias son mucho más notorias. Manipular consignas e imágenes siempre estuvo permitido en el universo de Apold. Durante años se le atribuyó a Evita la frase “Volveré y seré millones”, hasta que se demostró que la frase no era de ella. Las fotos del 17 de octubre son verdaderas, salvo el detalle de que no pertenecen a 1945 sino a 1948. Es probable que Perón haya ganado las elecciones de 1946 con la consigna “Braden o Perón”. Sus seguidores juveniles en los setenta la tomaron como una declaración de guerra al imperialismo yanqui, guerra corporizada en el embajador que actuó en la Argentina como un verdadero virrey. Hasta que se supo que Braden sólo había estado tres meses en la Argentina. Pero mucho menos se supo que el siguiente embajador de los EE.UU. en el plazo de unos meses se debe haber lavado de culpas y pecados, porque Perón no vaciló en entregarle la medalla de lealtad peronista. A través de su historia el peronismo ha sido, entre otras cosas, conservador y socialista, liberal y nacionalista, clerical y laicista. Lo que nunca ha dejado de ser es autoritario. Las variantes pueden ser de izquierda o derecha, pero en todos los casos la pulsión violenta está presente. Las diferencias pueden ser retóricas, pero en lo fundamental coinciden, aunque esas coincidencias se establezcan en ciertas zonas ocultas de su conciencia y en más de un caso se manifiesten con abierto desagrado. En los años setenta esas diferencias se exasperaron, y torturados y torturadores militaron en las mismas filas, sin que esa realidad les haya generado contradicciones dignas de ser tenidas en cuenta. Unos picaneaban en nombre de Perón y otros morían invocándolo, pero a la hora de la verdad, ¿alguien puede establecer alguna diferencia importante entre Brito Lima y Firmenich, entre Giobenco y Caride, entre Norma Kennedy y Norma Arrostito? ¿El peronismo es popular? Lo es, claro que lo es. Es su difusa virtud y su confuso límite. Pero lo popular, presentado desde la cultura populista como la máxima virtud, merece ser analizado y no aprobado sin beneficio de inventario. Sobre todo, porque en la modernidad, las culturas populares cada vez son menos genuinas y lo que se impone son las culturas consumistas y los procesos, en los que desde el poder se internalizan en el mundo popular las pulsiones más brutales y corrompidas de la condición humana. En esa contradicción, se abre un campo fértil de estudio, una manera de entender cómo las virtudes de una militancia se confunden con prácticas mafiosas y corruptelas en sus versiones más brutales. Un eterno retorno simbólico, en donde el partido de los torturados y los torturadores mantiene intacto todos sus paradigmas.
A través de su historia el peronismo ha sido, entre otras cosas, conservador y socialista, liberal y nacionalista, clerical y laicista. Lo que nunca ha dejado de ser es autoritario.