El Palacio de la Moneda fue atacado el 11 de septiembre de 1973 por fuerzas al mando del general Augusto Pinochet. De ese modo, se culminaba con un plan urdido mucho tiempo antes para derrocar al presidente chileno, Salvador Allende. Foto: Archivo El Litoral
Pocas veces un golpe de Estado fue programado con tanto desparpajo. Algunos dicen que los preparativos comenzaron antes de que la Unidad Popular ganara las elecciones. El asesinato del general René Schneider a dos días de la asunción del poder por parte de Salvador Allende fue la señal más clara acerca de lo que los golpistas estaban dispuestos a hacer. La intervención del gobierno de EE.UU. fue abierta y confesa. Por primera vez en la historia del siglo veinte una operación golpista fue escrita y firmada. A Henry Kissinger y Richard Nixon hay que reconocerles que nunca disimularon sus intenciones. El mismo reconocimiento vale para Richard Helms, el jefe de la CIA. El contexto de la guerra fría justificaba eso y mucho más. Quienes habían ordenado lanzar toneladas de bombas en Vietnam para impedir el triunfo comunista, no iban a permitir que en su clásico patio trasero el comunismo llegara al poder por la irresistible vía electoral. El golpe de Estado estaba en la calle mucho tiempo antes del 11 de septiembre. No sólo estaba en la calle sino que además había ganado la batalla. La clase media y la clase alta chilena inauguraron la modalidad de las cacerolas para protestar contra el desabastecimiento y el mercado negro. El poderoso sindicato de los camioneros paralizó la actividad económica del país y al momento del ataque de los militares al Palacio de la Moneda el paro era absoluto. Un dato para los curiosos: la CGT peronista liderada por José Rucci produjo el primer acto internacionalista de su historia: declaró su solidaridad con los camioneros chilenos. Cuarenta años antes, los sindicalistas de entonces se solidarizaban con la república española y enviaban hombres, armas, alimentos y hasta ambulancias a la República. Rucci hizo algo parecido, pero para el otro bando. Regresemos a Chile. La Cámara de Diputados había solicitado la renuncia del presidente. Algo parecido declaró el Colegio de Abogados. “Patria y libertad”, un grupo de choque calificado de extrema derecha, hacía de las suyas por las calles de Santiago y Valparaíso. El diario El Mercurio tampoco se privaba de nada. En todos los casos, en nombre de la democracia y la libertad se propiciaba la dictadura. En la Unidad Popular, mientras tanto, las diferencias internas eran cada vez más visibles. Una semana antes del golpe, para celebrar un aniversario más de la victoria de 1970, alrededor de un millón de personas desfiló por las calles de Santiago para apoyar al gobierno. Fue una manifestación multitudinaria, pero a esa altura del partido, esa demostración popular no alcanzaba para modificar las relaciones de fuerza. Aunque parezca una paradoja, el gobierno de Salvador Allende tuvo más apoyo en el mundo que en Chile. La respuesta solidaria fue veloz. En las principales ciudades del mundo miles de personas salieron a la calle para repudiar el golpe de Estado. Lo hicieron izquierdistas, pero también liberales y respetables burgueses. El nombre de Pinochet se transformó en sinónimo de dictador despiadado y criminal. El repudio externo no fue proporcional al interno. Por el contrario, Pinochet después de diecisiete años en el poder seguía siendo popular, un lujo que muy pocos presidentes constitucionales pueden darse. Algunas experiencias personales puedo permitirme contar. En Santa Fe, esa misma mañana hicimos asambleas en todas las facultades de la UNL y a la tarde organizamos una manifestación por calle San Martín. Aún lo recuerdo en la esquina de Crespo a Oscar Kopp, parado en la puerta de su local saludándonos con una foto de Salvador Allende en la mano. “Apoyo, apoyo, apoyo combatiente a Chile que pelea con la clase obrera al frente”, cantábamos eufóricos e indignados por las calles. Nos movilizaban las mejores intenciones, pero en la inmisericordiosa realidad, Chile no peleaba y mucho menos su sufrida clase obrera. El golpe de Estado fue fulminante y los escasos intentos de resistencia fueron reprimidos sin piedad. En nuestras conversaciones sobre lo que estaba pasando, todos nos preguntábamos en esos días en qué momento se iniciaría la resistencia armada. Para muchos de nosotros el escenario de la Guerra Civil Española se reiteraría casi al pie de la letra. “Yanquis, atrás, que del sur viene Prats”, era otra de las consignas de esos días. No vino ni él ni ningún otro. El general Carlos Prats había sido comandante en jefe de las Fuerzas Armadas y fue obligado a renunciar por su lealtad al gobierno constitucional. Unos días antes de la asonada, alrededor de trescientas mujeres, esposas de oficiales, manifestaron frente a su casa para exigirle que encabezara el golpe o renunciara. Fue lo que hizo. Un año después serán asesinados en Buenos Aires él y su esposa, a través de un operativo terrorista organizado por la Dina. Creo que es innecesario agregar más adjetivos a la memoria del general Pinochet. El único mérito que debe reconocérsele es que expresó mejor que nadie el carácter del dictador prepotente, autoritario y brutal. Su rostro detalla rasgo por rasgo, gesto por gesto, lo oscuro y siniestro. Lo que hay que preguntarse es por qué un personaje detestable se impuso a una causa que pretendía movilizar los ideales más nobles de su tiempo. Es verdad que Estados Unidos jugó sin disimulos a favor de los golpistas, pero sería un error reducir la victoria de la derecha al factor externo. Como los hechos se encargaron de probarlo, el asalto al Palacio de la Moneda fue el acto final de una maniobra social y política que se había impuesto en la calle y en un sector mayoritario de la sociedad. Al respecto no hay que llamarse a engaño: el golpe de Pinochet estuvo muy lejos de ser minoritario o la maniobra de un puñado de oligarcas. El desabastecimiento, el mercado negro, la inflación, en definitiva la ingobernabilidad, eran reales, como era real la impotencia del gobierno para pasar a la ofensiva. Recuerdo que antes de 1970 se discutían las posibilidades reales de la Unidad Popular de asegurar la transición al socialismo por vía electoral. La ultraizquierda afirmaba que ese objetivo era imposible, que ellos iban a acompañar la experiencia, pero advertían en todos los casos que si no se armaba al pueblo la derecha no cedería pacíficamente sus privilegios. El discurso, como todo discurso extremista, era simplificador pero poseía una cuota mínima de verdad. La pregunta de fondo era la siguiente: ¿era posible en el contexto de la guerra fría y en sociedades burguesas más o menos consolidadas pasar del capitalismo al comunismo como si se tratara de una civilizada alternancia democrática? La realidad demostró que no era posible. Y que, además, a la hora de las decisiones, las sociedades burguesas tienen más adherentes que lo que la propaganda de izquierda está dispuesta a aceptar. El MIR tenía algo de razón al descreer en las salidas electorales, pero ello no habilitaba un disparate mayor: el asalto al poder por la vía armada. Si la insurrección popular carecía de posibilidades de victoria y la vía pacífica fue ahogada a sangre y fuego, ¿cuál era la salida para la izquierda? La respuesta a esa pregunta intentaron elaborarla los dirigentes de la Unidad Popular en el exilio, y los propios sectores moderados que no votaron por Allende, pero tampoco estaban dispuestos a avalar las salvajadas de Pinochet. Agotados los insultos contra el dictador, llegaba la hora de reflexionar empezando por admitir lo obvio: la Unidad Popular fue derrotada y lo fue sin atenuantes. Ni las supuestas milicias armadas del MIR ni la retórica de la Unidad Popular sugiriendo que en las Fuerzas Armadas muchos oficiales estaban decididos a defender al gobierno, se cumplieron. Pinochet será un monstruo, pero hay que reconocerle que el operativo militar fue de una demoledora eficacia. Después de tomar a sangre y fuego el Palacio de la Moneda, los militares se dedicaron a cazar funcionarios y militantes. Y lo hicieron a conciencia. El Estadio Nacional fue el escenario del terror represivo, pero mientras tanto, ¿por qué no hubo resistencia, por qué las Fuerzas Armadas no se dividieron? Continuará.
El repudio externo no fue proporcional al interno. Por el contrario, Pinochet después de diecisiete años en el poder seguía siendo popular, un lujo que muy pocos presidentes constitucionales pueden darse.