Rogelio Alaniz “El poder es la capacidad de pocos de hacerles creer a muchos lo poco que importan”. Bernard Shaw Sabemos que el poder corrompe, pero sabemos menos de los beneficios objetivos y subjetivos que el poder otorga, de esa maligna pasión por ordenar y mandar, por sentirse algo así como un dios de cuya voluntad depende el dolor y la alegría de muchos. Se ha hablado y se ha escrito mucho acerca del poder como un instrumento que según quien lo use puede ser beneficioso o perjudicial para una sociedad; pero se conoce menos sobre la naturaleza del poder, sobre la red de relaciones que organiza a su alrededor y, sobre todo, sobre la subjetividad que lo sostiene, ese lugar donde se manifiestan los deseos y las pulsiones que pretenden darle un sentido a la vida. Desde el cacique de la tribu, pasando por el déspota de la antigüedad hasta los mandatarios contemporáneos, la saga del poder recorre la historia constituyéndose en su factor trágico y una de las grandes intrigas de la política, al punto que aún la teoría política se debate acerca de la naturaleza del misterio que permite que alguien mande y otros obedezcan y que siempre sea una minoría la que decida en nombre de una mayoría. Alguna vez se dijo que el diablo no fue más que un ángel con ambición de poder. Exageraciones o no, sí es verdad que por el poder se miente, se corrompe, se traiciona y se asesina; es el becerro de oro que encandila, enceguece y enloquece a los hombres, enfrenta al padre con el hijo, al hermano con la hermana, al marido con la mujer y a sus designios indescifrables se someten los valores más caros de la humanidad: el amor y la amistad. Corresponde a los teólogos establecer cuál es el pecado principal que se sanciona en el Cielo, pero correspondería a los hombres decidir cuál es el pecado principal que se consuma en la Tierra. No hay una respuesta exclusiva a este interrogante, pero a la hora de pensar la sociedad y pensar la política está claro que el principal pecado se llama “poder”. Como un dios voraz, el poder necesita alimentarse de dominados para subsistir; no hay dominación sin poder, como no hay poder sin dominadores y dominados. No sabemos si es posible o deseable una sociedad igualitaria, pero está claro que para que el poder exista es necesaria la presencia de desigualdades manifiestas, y cuanto más evidentes y profundas sean esas desigualdades más necesario es el poder. Si una estructura social y política es inconcebible sin poder y sin poderes, ello no puede ser una coartada para justificar las subjetividades que la hacen posible, ese afán omnipotente y miserable de mandar, someter, vigilar, castigar y atribuirse como un dios la facultad de hacer felices a los hombres. A la hora de pensar el poder, no podemos perder de vista que las causas más trascendentes de la historia se invocan para legitimar su ejercicio; y para el caso, poco y nada importa la sinceridad del invocante, porque una de las condiciones perversas del poder es alienar incluso a sus propios titulares, alienarlo y enredarlo con sus redes. Se desea el poder, se sacrifican en su altar los ideales más puros, pero en algún momento sus beneficiarios terminan prisioneros de las redes que ellos mismos se preocuparon por tender. En términos prácticos, del poder se sabe que es malo pero al mismo tiempo inevitable. Su naturaleza perversa se manifiesta precisamente a través de la contradicción existente entre su perjuicio y su necesidad. Una sociedad ideal seria una sociedad sin poder, sin poder económico, religioso y político, el trípode sobre el cual se ha asentado y se asienta la dominación en este mundo. Porque la historia del poder, la historia de sus excesos y sobre todo de su naturaleza se pierde en la noche de los tiempos, es que en algún momento algunos hombres se preguntaron cómo hacer para convivir con una realidad que alienta el despotismo, las dictaduras y a los tiranos. ¿Cómo impedir que el poder se expanda y se concentre? El gran aporte del liberalismo a la humanidad fue haber dado una respuesta satisfactoria a este dilema: si el poder es inevitable, si no es posible pensar la realidad sin él, la única manera de impedir que nos devore es ponerle límites, un límite que es institucional pero al mismo tiempo personal, porque la naturaleza íntima del poder -no hay que olvidarlo- es siempre una subjetividad desbordada que se legitima en nombre del orden, la paz, la igualdad, o ese clásico recurso de los demagogos de todos los tiempos: la felicidad en la Tierra, una grosera pero eficaz invocación que en estos días el impresentable presidente de Venezuela acaba de resucitar. En sus orígenes, el poder se justificó en nombre de los dioses, luego en el nombre de Dios y en la actualidad mediante la invocación de la soberanía popular, un nuevo y peligroso fetiche, porque en nombre de la justicia que significa legitimar que sea el pueblo quien elija a sus representantes, se oculta el peligro -tantas veces advertido por Tocqueville- de invocar un principio de legitimidad mucho más peligroso para los valores de la libertad que la insostenible invocación divina. Es que el poder sostenido por la supuesta voluntad popular dispone de una temible autoridad, ya que en su nombre, en nombre de los valores democráticos de la soberanía, todo puede llegar a justificarse. El siglo veinte ha sido el siglo de la democracia, pero también el de los totalitarismos y, bueno es saberlo, no ha habido totalitarismo sin adhesión entusiasta de las masas, al punto que muy bien puede decirse que el totalitarismo es una enfermedad de las sociedades democráticas, una patología consistente en el pasaje del ciudadano a la masa, la masa manipulada por el déspota de turno. Hitler, Mussolini, Stalin, Castro, Somoza, Stroessner, Trujillo o Duvalier siempre se han considerado eternos, ese deseo inhumano de eternidad que es precisamente lo que permite distinguir a los pichones de dictadores de hoy y de mañana. ¿Significa esto negar la democracia, impugnar el principio de soberanía popular? Nada de eso. Significa, en todo caso, completar el valor de la democracia con los valores de la república. Decía que limitar el poder, controlarlo, impedir que se concentre en un hombre, ha sido el gran aporte del liberalismo a la humanidad, porque siglos de despotismo permitieron en el amanecer de la libertad establecer esa cláusula que protege a la sociedad de la ambición o la locura de los viejos y nuevos déspotas. La relación entre democracia y república es equivalente. Una democracia merece ese nombre cuando es republicana, como una república sólo es posible en una sociedad democrática. ¿Y cuál es el lugar que le corresponde a la política en estas circunstancias? Hay dos maneras de hacerlo: respetando las reglas institucionales o negándolas. Este es el “detalle” que diferencia a un republicano de un populista. Al poder se lo controla con instituciones, pero esas instituciones valen poco si no existe una sociedad convencida de que esa tarea es necesaria, una sociedad constituida sobre la base de hombres libres, de ciudadanos que han arribado a la conclusión de que delegar su libertad al que manda es la manera más segura de transformarse en un indigno sirviente. Valgan estas consideraciones para entender por qué la oposición a la reelección indefinida, a la consigna “Cristina eterna” o alguna otra parecida, posee un fundamento político y ético. Al poder se lo puede limitar de diversos modos, pero desde el punto de vista político el recurso más eficaz es impedir que el presidente o el gobernador dispongan de la reelección indefinida, dispongan de la posibilidad de valerse de los temibles recursos del Estado para perpetuarse en el poder. No se trata de proscribir a nadie como tramposamente sostienen los Zamora, los Kirchner y los Insfran, pequeños y miserables aspirantes a déspotas que no por casualidad ambicionan realizar este deseo en provincias atrasadas, empobrecidas y hambreadas, en provincias con muchos sirvientes y pocos ciudadanos.