Dos mujeres. La presidenta de la Nación, Cristina Fernández de Kirchner, y la flamante gobernadora de Santiago del Estero, Claudia Ledesma Abdala de Zamora, quienes llegaron al poder de la mano de sus respectivos maridos. foto: agencia dyn
Por Rogelio Alaniz
Dos mujeres. La presidenta de la Nación, Cristina Fernández de Kirchner, y la flamante gobernadora de Santiago del Estero, Claudia Ledesma Abdala de Zamora, quienes llegaron al poder de la mano de sus respectivos maridos. foto: agencia dyn
Rogelio Alaniz
En Chile, dos mujeres disputan la presidencia de la Nación; en Honduras la semana pasada otra mujer fue la principal candidata opositora; en nuestro país este domingo una mujer fue electa gobernadora de la provincia de Santiago del Estero; si los datos de la memoria no me fallan, en la actualidad hay presidentes mujeres en Costa Rica, Brasil, la Argentina y, dentro de una semana, en Chile.
Conclusión; la mujer es una efectiva protagonista de la democracia. Pertenece a la historia el tiempo en que un puñado de mujeres audaces militaban contra viento y marea a favor del sufragio femenino. Julieta Lanteri, Elvira Rawson, Alicia Moreau de Justo, María Rosa Oliver y Victoria Ocampo son el testimonio histórico de una militancia desarrollada ante la incomprensión de los hombres y la helada indiferencia de la mayoría de las mujeres.
La lucha de las mujeres por el sufragio se identifica con la lucha de los pueblos por la creciente democratización de la sociedad y el poder. El voto femenino se reclama en nombre de la libertad, la igualdad y la fraternidad, el tríptico “sagrado” de la modernidad. Contra quienes argumentaban que la mujer era menor de edad y que su lugar en el mundo era la crianza de los hijos, estas mujeres exigieron el reconocimiento de su género, reconocimiento que incluía el voto, pero no se agotaba allí.
No fue una tarea fácil. Fueron perseguidas, arrestadas, golpeadas y sometidas a las más crueles burlas y descalificaciones morales. Las sufragistas eran consideradas “locas” y en más de un caso comparadas con prostitutas. En la faena estaban, por supuesto, la cultura machista de los hombres, muy bien respaldada por lo que podría calificarse como el “hembrismo” de mujeres que no sólo se resignaban a su rol de sometidas, sino que en más de un caso eran las principales descalificadoras de quienes militaban a favor de los derechos de la mujer.
La llamada Ley Sáenz Peña, sancionada en 1912, fue muy progresista políticamente, pero sólo legitimó el voto masculino. Los legisladores respondían entonces a la moral media de su tiempo. La exclusión de la mujer en 1912 sólo fue cuestionada por una ínfima minoría de mujeres que protestaron ante la indiferencia de hombres avalados por una inmensa mayoría de mujeres que admitieron mansamente esa exclusión. “Hembrismo” es entonces la subcultura femenina que internaliza los valores del machismo y se subordina a una concepción machista del poder que va más allá de la exclusión del voto, para expresar una amplia y eficaz estructura de dominación que incluye lo público y lo privado.
En la actualidad, el voto de la mujer es una condición cultural de cualquier país que merezca el nombre de civilizado. En aquellos lugares donde la mujer está excluida es porque también la democracia está excluida. Así sucede en Arabia Saudita y en la mayoría de las teocracias o despotismos orientales. En todos estos casos, no es el voto femenino el prohibido, sino el voto como tal, para mujeres y para hombres.
El siglo XX concluyó otorgando el sufragio a las mujeres, pero en sus inicios este derecho era excepcional porque la constante era la exclusión. Por ejemplo, en 1902, el derecho de las mujeres a elegir y ser elegidas, es decir el sufragio pleno, se conquista por primera vez en Australia. En esa década el voto femenino se extiende a Tasmania, Finlandia, Noruega y Suecia.
Los historiadores admiten que el primer país que reconoció el voto de la mujer fue Nueva Zelanda en 1893, aunque, por ejemplo, en los EE.UU., en el Estado de Wyoming, las mujeres estaban autorizadas a votar en 1869, un voto recortado porque no podían presentarse a candidatas y, lo más grave, los negros y negras no eran reconocidos como ciudadanos.
En América Latina, el primer país que admite el voto femenino es Uruguay en 1917, un derecho que estaba reconocido por la Constitución, pero que recién se pudo aplicar ese año luego de una suerte de plebiscito. En la Argentina, la primera mujer que votó fue Julieta Lanteri en 1911 a través de una maniobra leguleya que sorprende al presidente de mesa. Según Lanteri, la ley llamaba a votar a todas las personas y como ella se consideraba persona y argentina no hizo más que ajustarse a lo que exigía la norma.
Por supuesto que su voto fue anulado, como también intentaron anular su militancia feminista. Finalmente lo van a lograr. Esta mujer extraordinaria, esta mujer valiente y osada que no vaciló en subirse a la barra del Congreso para insultar a los legisladores que en 1912 aprobaron el voto masculino, esta mujer vestida de blanco como las sufragistas inglesas que enarbolaban la consigna “a las urnas por obstinación”; perderá la vida al ser atropellada por un auto en febrero de 1932. ¿Accidente o crimen? El chofer del vehículo era un dirigente de la organización fascista llamada Legión Cívica. Que con este dato cada uno saque sus propias conclusiones.
Desde el punto de vista institucional, la mujer votó por primera vez en 1928 en la provincia de San Juan, un derecho reconocido por la Constitución provincial promovida por quien paradójicamente se lo reconoce como el “Macho” Cantoni. Lamentablemente, la Constitución sanjuanina fue derogada por la intervención a la provincia ordenada por Hipólito Yrigoyen, otra de las paradojas de la historia. En el orden nacional, la ley 13.010 aprobaba por el Congreso le reconoció a la mujer la plenitud de sus derechos políticos, aunque no la totalidad de los civiles, porque en muchos aspectos la mujer continuará discriminada durante muchos años.
Digamos que la lucha de la mujer empieza con el reclamo del voto, pero no concluye allí, porque su objetivo es la libertad y la igualdad y si se pierde de vista esa perspectiva se mutila la reivindicación de fondo de la causa femenina. Es que, como dijera Victoria Ocampo “las mujeres no le queremos quitar el lugar que le pertenece a los hombres, sino ocupar el lugar que a nosotros nos pertenece”.
La conquista de una libertad incluye inevitablemente la posibilidad de su distorsión. La democracia genera la demagogia y el clientelismo; la libertad de expresión el sensacionalismo y la injuria. En definitiva, todo derecho incluye su abuso, y en este tema, la lucha por los derechos políticos de la mujer no es la excepción. Estos procesos suelen ser inevitables y su perversidad no anula la conquista original, aunque importa denunciar las distorsiones que provocan, distorsiones que en algunos casos llegan a lesionar gravemente los valores sobre los cuales se constituyeron estas leyes justas.
Los ejemplos abundan, pero uno de los más recurrentes es el que refiere a las maniobras perpetradas por dirigentes políticos de promover a sus esposas para cargos que, por un motivo u otro, ellos tienen vedados. El caso del gobernador Zamora en Santiago del Estero es emblemático. Allí no sólo se burla el espíritu de la ley, el propio fundamento del sistema republicano sino que se manipula a la mujer, se la reduce a un objeto y el hecho de que la mujer se preste alegremente a esa maniobra, no reduce su gravedad.
Juileta Lanteri, asesinada en la calle; Victoria Ocampo, encarcelada en Devoto; Alicia Moreau de Justo, detenida en la cordillera de los Andes por pretender asistir a un congreso feminista en Chile; María Rosa Oliver, discriminada y humillada por fustigar al machismo ¿Qué relación existe entre esa militancia generosa, arriesgada y noble y este bastardeo de mujeres -como la del gobernador de Santiago del Estero (no es la única)- que, en lugar de reconocer en esos derechos una causa para bregar por su dignidad y la dignidad de todos, se valen de ellos como coartada para satisfacer más que su pulsión de poder, la pulsión de poder de su marido? ¿Qué relación existe entre aquellas mujeres que hicieron de la dignidad de su género una causa que comprometió su vida y estas mujeres que se someten a sus maridos, se valen de los derechos adquiridos para dejarse manipular y, de paso, manipular a la opinión pública? Ese talento para transformar el oro en estiércol, esa perversa vocación de alquimistas, es tal vez otro de los dones distintivos de nuestro populismo criollo.
Ese talento para transformar el oro en estiércol, esa perversa vocación de alquimistas, es tal vez otro de los dones distintivos de nuestro populismo criollo.