Por Rogelio Alaniz “Entre los dos males, no elijas ninguno”. Bernard Shaw No hacía falta un paro general de dudoso alcance para verificar el deterioro de la gestión de la señora. Es más, afirmo que el rechazo social al gobierno K es superior a los niveles de adhesión a la huelga, entre otras cosas porque estos paros generales hace rato que han dejado de ser un termómetro para la temperatura política de la sociedad. No nos engañemos. Confundir la legitimidad del derecho de huelga con los operativos de los paros generales es como confundir fe con fanatismo, amor con pornografía o defensa propia con venganza. Más que la pasión popular, lo que decide la eficacia de estos paros son los aparatos gremiales. Si no hay colectivos, trenes ni aviones no es difícil imaginar qué puede pasar con una jornada laborable. Si a ello se le suman los piquetes organizados por una izquierda que supone que con semejantes recursos está preparando las jornadas para el asalto al Palacio de Invierno, los resultados son más o menos previsibles. Bien puede decirse que los paros pasan y los problemas quedan. En la historia nacional, este principio lamentablemente guarda llamativa vigencia, porque salvo alguna que otra excepción, los paros generales a gobiernos constitucionales han provocado más perjuicios que beneficios. Las huelgas a Frondizi, los planes de lucha golpistas contra Illia, los trece paros generales a Raúl Alfonsín, deberían servirnos de ejemplos aleccionadores. Insisto. Más allá de las retóricas coyunturales, los paros generales han sido factores de desestabilización política, herramientas para intrigas autoritarias, coartadas para ventajas corporativas, ajustes de cuentas en las habituales internas salvajes de los caciques gremiales. También, en todos los casos, los beneficiarios han sido militares golpistas, sacerdotes integristas, empresarios aventureros, políticos oportunistas y, por supuesto, jefes sindicales atornillados a perpetuidad en sus sillones de burócratas. Efectivamente, los paros generales han otorgado ventajas a muchos, pero los únicos que nunca se han beneficiado son los trabajadores, los supuestos destinatarios de los planes de lucha. A no equivocarse: después de cada huelga general los trabajadores han salido más pobres, las instituciones más deterioradas y la economía nacional más maltrecha. Tampoco hay que desconocer lo obvio: a los gobiernos se los pone y se los saca con votos, no con botas o huelgas; son las urnas las que deciden la suerte de los gobiernos, no las huelgas generales. Por su metodología y sus objetivos, las huelgas generales en sociedades democráticas son un anacronismo, un resabio del pasado. De los tiempos de la huelga general revolucionaria de filiación comunista o anarquista, la Argentina degradó a los planes de luchas y los paros generales del sindicalismo. De las utopías de izquierda al realismo descarnado y oportunista de los Barrionuevo y Moyano de turno. A los mitos de un pasado irrecuperable se superponen los intereses facciosos de dirigentes manipuladores y corruptos. Conviene recordarlo: a la huelga general de principios del siglo veinte la impugnaron con muy buenos argumentos los dirigentes socialistas de entonces. Cada conflicto laboral no podía ser el pretexto para paralizar el país o iniciar los ejercicios callejeros de la insurrección popular. Pero después de 1955, el sindicalismo peronista inició su propia gimnasia huelguística. El paradigma no era 1917 sino 1943; a la alianza de obreros campesinos de la izquierda ellos contrapusieron la alianza de sindicatos con fuerzas armadas. Los problemas de los viejos sindicalistas era la explotación; el problema de los burócratas peronistas es la democracia. La aspiración de los sindicalistas anarquistas era la revolución social; la ambición de los actuales es enriquecerse. Unos invocaban a los trabajadores para liberarlos de la explotación; éstos los invocan para manipularlos. Unos volaban muy por encima de la realidad; los otros estaban demasiados embarrados en ella. El gobierno nacional de los Kirchner se va. Se puede discutir las condiciones de esa retirada, pero no lo inexorable. El gobierno se va, pero Moyano y Barrionuevo se quedan. Al gobierno se lo puede derrotar con los votos; esa herramienta democrática es impensable en los sindicatos peronistas. El modelo de poder de los Kirchner para gobernar la Nación es Santa Cruz; el modelo de Moyano para gobernar el país es su sindicato, con incalculables y perpetuos beneficios. Importa que un gobierno concluya su mandato, pero sobre todo importa preocuparnos por lo que vendrá. Al respecto no hay que llamarse a engaño. El kirchnerismo no es el de antes porque está derrotado. Su principal aspiración es llegar a 2015 y volverse a su casa y no a Devoto. El sindicalismo que hoy lo combate no lo hace para superar sus vicios sino para consolidarlos. No son una superación del kirchnerismo, sino la afirmación de sus vicios más detestables. Moyano añora los tiempos en que era socio de Kirchner; Barrionuevo, la época en que Menem era su interlocutor privilegiado. Con sus diferencias y recelos, ambos expresan mejor que nadie ese sindicalismo corporativo y corrupto que opera como un cáncer en la salud de la República. Dijimos que los Kirchner pretendían perpetuarse en el poder, pero los caciques sindicales que hoy dicen combatirlos hace por lo menos treinta años que están en sus sindicatos. Exigimos que a los Kirchner se los denuncie por enriquecimiento ilícito, pero pareciera que esa exigencia no alcanza a Moyano. Dijimos que los Kirchner pretendían constituir una dinastía, pero admitimos con dudosa resignación que los hijos de Moyano hereden conducciones sindicales. Nos alarmaba la persecución a periodistas por parte de los Kirchner y nos olvidamos de los operativos de Moyano contra los diarios o, para no irnos tan lejos, las rechiflas y veladas amenazas a periodistas que en el reciente paro osaron hacerle preguntas incómodas. Conclusión: si la oposición al régimen K la lideran quienes fueron durante años los principales beneficiarios del régimen, estamos -como se dice ahora- en el horno. Se afirma que el paro general del jueves fue una estocada contra los Kirchner. Puede ser. Pero, ¿por qué no pensar que más que un ataque a un gobierno agonizante, el paro general es una advertencia, una velada pero consistente amenaza al gobierno que viene? No le fue bien a la Argentina en estos últimos diez años. No viene al caso discurrir si hubo décadas mejores o peores, pero hay buenos motivos para creer que ésta es la década en la que hemos desperdiciado más oportunidades. El hecho de que en 2014 estemos discutiendo acerca de las bondades o perjuicios de los linchamientos es una prueba definitiva de cuánto hemos retrocedido. Conclusión: para la Argentina del futuro la huelga general del jueves no fue una buena noticia; es, en todo caso, el anticipo de lo que le espera al gobierno que surja en 2015 si no se somete. La última noticia de la semana fue la muerte de Alfredo Alcón. Al dolor que nos provoca la ausencia de quien fuera el gran actor del teatro y el cine argentinos, se suma el reconocimiento al testimonio brindado por quien fue un gran artista, pero, por sobre todas las cosas, un gran hombre, porque, importa decirlo, la mejor actuación de Alcón, su interpretación más genuina, sincera y heroica, fue su propia vida. Para una Argentina donde lo que parece imponerse son las más diversas y extenuantes modalidades de la frivolidad y la tilinguería, de la obsecuencia y la mediocridad, de la corrupción y las tonterías, el testimonio de Alfredo Alcón, su talento, su don de gentes, nos reconcilia con una nación capaz de forjar hombres de esa valía, hombres que suman a la inspiración, la decencia y ese toque exquisito de discreción que algunos llaman modestia. Que lo recuerde una señora de cuyo nombre no quiero acordarme: Alcón nunca necesitó decir que era exitoso, porque efectivamente lo era, y porque, además, tenía estilo y esa exclusiva distinción que adquieren los hombres que no pretenden ser más que nadie ni menos que nadie.