I
I
La incertidumbre parece ser el rasgo dominante de los argentinos en este pringoso verano de 2024. La incertidumbre con algún toque de miedo y algún resquicio de esperanza. No se trata de optimismo o pesimismo, esos antagonismos que en política no suelen decir nada importante. Los peronistas que se oponen a Javier Milei lo hacen por motivos ideológicos o porque están persuadidos de que las soluciones liberales no son soluciones y ni siquiera son liberales. Quienes votaron a Milei están convencidos de que "el hombre que amaba a los perros" liberará a la Argentina de setenta años de populismo con toda su resaca y parafernalia de corrupción, estancamiento económico y reblandecimiento moral. Sin embargo, no bien se presta atención a los avatares de la política, se observa que la seguridad y el entusiasmo de las tribunas de un lado y del otro no son tan consistentes. Los peronistas no están seguros del todo de que Milei fracase y su destino sea el helicóptero solo o con la hermana y los perros. Sobre todo, no pueden disimular los rigores de la paliza electoral que recibieron en noviembre y, además, cada uno de ellos admite en voz baja que la gestión de 2019 a 2023 fue una calamidad de la cual no voy a abundar en adjetivos porque sobre las ruinas y las cenizas, los adjetivos se parecen a cartuchos de pólvora flotando en el agua. No solo el pasado humilla la autoestima peronista sino la sospecha de que por ahora se han quedado sin libreto. No les gusta Milei, no les gusta lo que propone Milei, pero no tienen nada nuevo para proponer. Por ahora, los únicos peronistas que están en condiciones de decir algo o, mejor dicho, de beneficiarse con las mieles del poder son los menemistas a quien Milei halagó con palabras más dulces que el arrope de los llanos riojanos. Y consideró, para no andar dándole demasiadas vueltas al asunto, que Carlos Saúl Menem, la traviesa Comadreja de Anillaco, fue por lejos el mejor presidente de la historia argentina de los últimos cien años.
II
Los votantes de La Libertad Avanza tampoco las tienen todas consigo. Festejaron jubilosos la victoria, aunque ahora no se sabe con certeza si la felicidad provenía de la consagración de Milei o de la derrota de Sergio Massa, lo cual no viene a ser exactamente lo mismo. Los catorce millones de votos obtenidos por el flamante líder son contundentes y categóricos, pero hay un amplio consenso de los analistas que estiman que solo un treinta por ciento son votos propios, porque el otro veinticinco por ciento es "prestado". No son votos arrepentidos, pero tampoco son votos de militantes persuadidos acerca de los beneficios de la economía de mercado y el estado mínimo. El propio Milei lo admitió la noche misma de la victoria: "No me votaron para dar clases de liberalismo, sino para solucionar los problemas de la gente". Impecable. Ahora bien, un poquito más complicado será ponerse de acuerdo acerca de cuáles serán las políticas que resuelvan los problemas de la gente. Cuáles serán esas políticas y qué tiempo se necesitará para hacerse realidad. Dicho de manera directa y frontal: no espero que arreglen este desquicio de la noche a la mañana, pero tampoco me estimula demasiado la promesa de que lo va arreglar dentro de quince años; o que con suerte y viento a favor dentro de cuarenta años seremos como Alemania, un tiempo en el cual mi nieto ya va andar arañando los sesenta pirulos. Moisés, si es que le vamos a creer a las Sagradas Escrituras, necesitó de un peregrinaje de cuarenta años en el desierto. Me temo que nosotros no disponemos de tanta paciencia y de tanta fe.
III
Sacrificar generaciones en nombre de un futuro paradisíaco han sido afanes intelectuales y prácticas de la extrema izquierda y la extrema derecha. En los dos casos se impone el diagnóstico del "país enfermo" que necesita de una profunda intervención quirúrgica para recuperarse. Nuestros militares -dicho sea de paso- fueron expertos en elaborar esos diagnósticos. Para la izquierda, la enfermedad se llama capitalismo; para la derecha, socialismo o comunismo. ¿Qué importan un millón o dos millones de muertos si al final del túnel seremos iluminados por la luz redentora? En el siglo XX, la izquierda se trenzó en debates alrededor de la consigna "revolución o reforma". Debatieron y en más de un caso se sacaron los ojos. Las opciones aparentemente eran claras: o cambios progresivos, lentos, graduales, reduciendo al mínimo la conflictividad; o cambios radicales, insurrecciones urbanas, guerras campesinas, guerrillas rurales, con el objetivo de tomar el poder y hacer realidad en un tiempo acelerado y poético la promesa del paraíso en la tierra. Si en el camino hay que fusilar unos millones de burgueses, campesinos y traidores, bienvenido el precio a pagar por la felicidad de las nuevas generaciones. De Lenin a León Trotski, de Ho Chi Minh al Che Guevara, de Fidel Castro a Mao Zedong, de Josef Stalin a Pol Pot, la liberación de la humanidad debería construirse sobre una montaña de cadáveres. Y a decir verdad, la promesa la cumplieron: las montañas de cadáveres las levantaron sin misericordia, aunque quedaron debiendo para un futuro que hasta Dios decidió declararse ignorante, el hipotético paraíso en la tierra. La izquierda reformista tuvo menos prensa. No eran heroicos, no eran líricos, eran asquerosamente realistas, prácticos y, además, recelaban de todo tipo de violencia. Sus principales líderes se ganaron el mote de traidores y a ninguno se les negó el insulto más ofensivo. Se llamaban Eduard Bernstein, Karl Kautsky, Filippo Turati, Julián Besteiro, Gueorgui Plejánov. Cien años después, sabemos que la verdad, o aquello que se parece a la verdad política, estaba más cerca de estos reformistas que de aquellos revolucionarios. En la Argentina, sin ir más lejos, el aporte a una cultura socialista capaz de conjugar la libertad con la igualdad lo brindaron políticos como Juan Bautista Justo, Alfredo Palacios o Nicolás Repetto y no revolucionarios impacientes y febriles como Mario Roberto Santucho, Roberto Quieto, Jorge Masetti o Mario Firmenich.
IV
La derecha también ha librado batallas internas entre revolucionarios y reformistas; entre políticos que suponían que la clave de la humanidad estaba en un libro y que, además, los cambios debían hacerse con la mayor celeridad posible. Siempre hubo en la modernidad una derecha parlamentaria, reformistas, y una derecha militarista, violenta y convencida de que Dios y la historia están de su lado. Entre todas estas alternativas hay matices y graduaciones. Incluso, entre la extrema derecha conviven con incomodidad una derecha nacionalista y fascistizante y una derecha que reconoce su filiación liberal siempre y cuando quede claro que la piedra filosofal de ese liberalismo es el mercado. "Liberistas", calificó el liberal Benedetto Croce a estos liberales. Si Moscú, Pekín o La Habana fue la meca de los izquierdistas; Chile, el Chile de Augusto Pinochet, es la meca de los liberistas, el sueño hecho realidad que disfrutó Friedrich Hayek. Y ahora vamos a la pregunta de fondo: ¿Milei es un liberal extremista o moderado? Sinceramente no lo sé. Algunas de sus declaraciones lo colocan cómodo a la derecha de Viktor Orbán y Santiago Abascal; otras, dan cuenta de un político que está aprendiendo su oficio y sabe que los dilemas de la política criolla no están resueltos en las páginas del propio Hayek o de Murray Rothbard. El DNU gigante y la ley ómnibus enviados al Congreso pueden dar cuenta de un político que quiere jugar al todo o nada, pero al mismo tiempo, los acuerdos y entendimientos con peronistas, radicales y del Pro, dejan abiertas otras expectativas. ¿Cuánto podrá durar esta ambivalencia? No lo sé. Pero sospecho que dependerá de nosotros, los argentinos decidir las dificultades que presentan los escenarios de la historia. Yo, por lo pronto, acudo a la sabiduría política de Winston Churchill, que en estos temas la tenía clara: "El deber de los gobiernos es ante todo ser prácticos. Yo estoy a favor de los arreglos y los acuerdos provisionales. Me gustaría lograr que la gente que vive en este país y en la misma época que yo, estuviera mejor alimentada y fuese, en general, más feliz. Si, además, beneficio a la posteridad, tanto mejor, pero yo no sacrificaría a mi propia generación a un principio por elevado que sea, o a una verdad por grande que sea".
I
La incertidumbre parece ser el rasgo dominante de los argentinos en este pringoso verano de 2024. La incertidumbre con algún toque de miedo y algún resquicio de esperanza. No se trata de optimismo o pesimismo, esos antagonismos que en política no suelen decir nada importante. Los peronistas que se oponen a Javier Milei lo hacen por motivos ideológicos o porque están persuadidos de que las soluciones liberales no son soluciones y ni siquiera son liberales. Quienes votaron a Milei están convencidos de que "el hombre que amaba a los perros" liberará a la Argentina de setenta años de populismo con toda su resaca y parafernalia de corrupción, estancamiento económico y reblandecimiento moral. Sin embargo, no bien se presta atención a los avatares de la política, se observa que la seguridad y el entusiasmo de las tribunas de un lado y del otro no son tan consistentes. Los peronistas no están seguros del todo de que Milei fracase y su destino sea el helicóptero solo o con la hermana y los perros. Sobre todo, no pueden disimular los rigores de la paliza electoral que recibieron en noviembre y, además, cada uno de ellos admite en voz baja que la gestión de 2019 a 2023 fue una calamidad de la cual no voy a abundar en adjetivos porque sobre las ruinas y las cenizas, los adjetivos se parecen a cartuchos de pólvora flotando en el agua. No solo el pasado humilla la autoestima peronista sino la sospecha de que por ahora se han quedado sin libreto. No les gusta Milei, no les gusta lo que propone Milei, pero no tienen nada nuevo para proponer. Por ahora, los únicos peronistas que están en condiciones de decir algo o, mejor dicho, de beneficiarse con las mieles del poder son los menemistas a quien Milei halagó con palabras más dulces que el arrope de los llanos riojanos. Y consideró, para no andar dándole demasiadas vueltas al asunto, que Carlos Saúl Menem, la traviesa Comadreja de Anillaco, fue por lejos el mejor presidente de la historia argentina de los últimos cien años.
II
Los votantes de La Libertad Avanza tampoco las tienen todas consigo. Festejaron jubilosos la victoria, aunque ahora no se sabe con certeza si la felicidad provenía de la consagración de Milei o de la derrota de Sergio Massa, lo cual no viene a ser exactamente lo mismo. Los catorce millones de votos obtenidos por el flamante líder son contundentes y categóricos, pero hay un amplio consenso de los analistas que estiman que solo un treinta por ciento son votos propios, porque el otro veinticinco por ciento es "prestado". No son votos arrepentidos, pero tampoco son votos de militantes persuadidos acerca de los beneficios de la economía de mercado y el estado mínimo. El propio Milei lo admitió la noche misma de la victoria: "No me votaron para dar clases de liberalismo, sino para solucionar los problemas de la gente". Impecable. Ahora bien, un poquito más complicado será ponerse de acuerdo acerca de cuáles serán las políticas que resuelvan los problemas de la gente. Cuáles serán esas políticas y qué tiempo se necesitará para hacerse realidad. Dicho de manera directa y frontal: no espero que arreglen este desquicio de la noche a la mañana, pero tampoco me estimula demasiado la promesa de que lo va arreglar dentro de quince años; o que con suerte y viento a favor dentro de cuarenta años seremos como Alemania, un tiempo en el cual mi nieto ya va andar arañando los sesenta pirulos. Moisés, si es que le vamos a creer a las Sagradas Escrituras, necesitó de un peregrinaje de cuarenta años en el desierto. Me temo que nosotros no disponemos de tanta paciencia y de tanta fe.
III
Sacrificar generaciones en nombre de un futuro paradisíaco han sido afanes intelectuales y prácticas de la extrema izquierda y la extrema derecha. En los dos casos se impone el diagnóstico del "país enfermo" que necesita de una profunda intervención quirúrgica para recuperarse. Nuestros militares -dicho sea de paso- fueron expertos en elaborar esos diagnósticos. Para la izquierda, la enfermedad se llama capitalismo; para la derecha, socialismo o comunismo. ¿Qué importan un millón o dos millones de muertos si al final del túnel seremos iluminados por la luz redentora? En el siglo XX, la izquierda se trenzó en debates alrededor de la consigna "revolución o reforma". Debatieron y en más de un caso se sacaron los ojos. Las opciones aparentemente eran claras: o cambios progresivos, lentos, graduales, reduciendo al mínimo la conflictividad; o cambios radicales, insurrecciones urbanas, guerras campesinas, guerrillas rurales, con el objetivo de tomar el poder y hacer realidad en un tiempo acelerado y poético la promesa del paraíso en la tierra. Si en el camino hay que fusilar unos millones de burgueses, campesinos y traidores, bienvenido el precio a pagar por la felicidad de las nuevas generaciones De Lenin a León Trotski, de Ho Chi Minh al Che Guevara, de Fidel Castro a Mao, de Josef Stalin a Pol Pot, la liberación de la humanidad debería construirse sobre una montaña de cadáveres. Y a decir verdad, la promesa la cumplieron: las montañas de cadáveres las levantaron sin misericordia, aunque quedaron debiendo para un futuro que hasta Dios decidió declararse ignorante, el hipotético paraíso en la tierra. La izquierda reformista tuvo menos prensa. No eran heroicos, no eran líricos, eran asquerosamente realistas, prácticos y, además, recelaban de todo tipo de violencia. Sus principales líderes se ganaron el mote de traidores y a ninguno se les negó el insulto más ofensivo. Se llamaban Eduard Bernstein, Karl Kautsky, Filippo Turati, Julián Besteiro, Gueorgui Plejánov. Cien años después, sabemos que la verdad, o aquello que se parece a la verdad política, estaba más cerca de estos reformistas que de aquellos revolucionarios. En la Argentina, sin ir más lejos, el aporte a una cultura socialista capaz de conjugar la libertad con la igualdad lo brindaron políticos como Juan B. Justo, Alfredo Palacios o Nicolás Repetto y no revolucionarios impacientes y febriles como Mario Roberto Santucho, Roberto Quieto, Jorge Masetti o Mario Firmenich.
IV
La derecha también ha librado batallas internas entre revolucionarios y reformistas; entre políticos que suponían que la clave de la humanidad estaba en un libro y que, además, los cambios debían hacerse con la mayor celeridad posible. Siempre hubo en la modernidad una derecha parlamentaria, reformistas, y una derecha militarista, violenta y convencida de que Dios y la historia están de su lado. Entre todas estas alternativas hay matices y graduaciones. Incluso, entre la extrema derecha conviven con incomodidad una derecha nacionalista y fascistizante y una derecha que reconoce su filiación liberal siempre y cuando quede claro que la piedra filosofal de ese liberalismo es el mercado. "Liberistas", calificó el liberal Benedetto Croce a estos liberales. Si Moscú, Pekín o La Habana fue la meca de los izquierdistas; Chile, el Chile de Augusto Pinochet, es la meca de los liberistas, el sueño hecho realidad que disfrutó Friedrich Hayek. Y ahora vamos a la pregunta de fondo: ¿Milei es un liberal extremista o moderado? Sinceramente no lo sé. Algunas de sus declaraciones lo colocan cómodo a la derecha de Viktor Orbán y Santiago Abascal; otras, dan cuenta de un político que está aprendiendo su oficio y sabe que los dilemas de la política criolla no están resueltos en las páginas del propio Hayek o de Murray Rothbard. El DNU gigante y la ley ómnibus enviados al Congreso pueden dar cuenta de un político que quiere jugar al todo o nada, pero al mismo tiempo, los acuerdos y entendimientos con peronistas, radicales y del PRO, dejan abiertas otras expectativas. ¿Cuánto podrá durar esta ambivalencia? No lo sé. Pero sospecho que dependerá de nosotros, los argentinos decidir las dificultades que presentan los escenarios de la historia. Yo, por lo pronto, acudo a la sabiduría política de Winston Churchill, que en estos temas la tenía clara: "El deber de los gobiernos es ante todo ser prácticos. Yo estoy a favor de los arreglos y los acuerdos provisionales. Me gustaría lograr que la gente que vive en este país y en la misma época que yo, estuviera mejor alimentada y fuese, en general, más feliz. Si, además, beneficio a la posteridad, tanto mejor, pero yo no sacrificaría a mi propia generación a un principio por elevado que sea, o a una verdad por grande que sea".
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