Como el apellido, el abuelo se lo transmitió al hijo y el hijo al nieto. Hoy, muchos de esos nietos elevan su vista al cielo para acordarse de ese abuelo y quizás también de ese padre y le dicen “¡Gracias por haberme hecho de Colón!”. Fue el mejor legado, porque como ya se dijo hasta el hartazgo: se puede cambiar de todo, menos del cuadro que es hincha. Eso es innegociable, es un amor eterno como el que se tiene por la madre, no hay nada más que lo pueda superar.
Colón es campeón. Hubo generaciones de hinchas, dirigentes, jugadores y entrenadores que pasaron en 116 años y lo intentaron. En el medio, frustraciones, tristezas y muchos golpes duros que lo único que lograron fue que ese incremento ese amor incondicional. El cielo de esos hinchas, de los que están y de los que ya no están, no fue celeste, sino rojo y negro. Vibrar, reír, llorar, caerse y volverse a levantar, sentir que se les explota el corazón cada vez que juega Colón o cada vez que nombran a Colón. Esas son las clásicas razones que la mente no entiende, pero que el corazón comprende absolutamente. Así vivieron, viven y seguirán viviendo los que han convertido a Colón en su propia religión y salen a profesarla a viva voz, sin tapujos, sin timidez, sin límites.
Colón es campeón. Lo soñó el abuelo en aquella cancha de tablones que se inundaba en cada creciente del Salado. Lo soñó el padre, que le hizo el aguante en los tiempos duros, lleno de sufrimientos y penurias con algunas pocas alegrías que bastaban y a veces sobraban para aliviar el corazón. Hoy lo disfruta ese niño (o los no tan niños también) que levanta su cabecita al cielo para encontrar en alguna nube a ese abuelo o a ese papá que ya no está y que le dejó el mejor de los legados: el de haberlo hecho hincha de Colón.
En algún momento de esta euforia contenida durante 116 años, a veces injustamente negada, recordarán aquellos tiempos en que de la mano del padre o del abuelo iba a la cancha viendo pasar esos colectivos llenos, los camiones con hinchas, el paso apresurado de la gente queriendo llegar a ese “templo” que es el estadio para que los corazones comenzaran a latir como si estuviesen a punto de estallar en mil pedazos.
Colón es campeón. La frase más bella, más emocionante. Para muchos, para cientos de miles, la única que siempre quisieron leer y escuchar. Hoy los recuerdos florecen, hoy quisieran abrazarse a todos, hoy quisieran que aquéllos que ya no están, esos “ángeles de la guarda” que desde la eternidad protegen y hoy se visten otra vez de rojo y negro, bajasen por un instante para vivir lo que soñaron siempre y se fueron de esta tierra sin poder disfrutarlo.
Colón es campeón. Alguna vez tenía que darse, alguna vez iba a darse, porque no hay objetivo, por difícil y hasta “imposible” que parezca, que no pueda lograrse si hay ganas, deseos, fuerza, ambición y unidad para conseguirlo.
Colón es campeón. Lo disfruta el sufrido pueblo sabalero, el mismo que ha resurgido como el ave fénix de los fracasos, las penumbras y los olvidos. Colón es campeón y en buena ley que el hincha lo disfrute, que levante los brazos al cielo para abrazar a los que alguna vez, por el regalo de una camiseta, por una pelota o, si el mango faltaba hasta para comer, simplemente por transmisión de legado –como si fuese un apellido- le trasmitieron esa pasión llamada Colón.
Colón es campeón… Dejen escapar lágrimas, lloren y griten bien fuerte. Son lágrimas de emoción. Son las lágrimas que por fin llegaron para reparar las tristezas de antes. Son las lágrimas que también sirven para recordar a esos que alguna vez lo hicieron hincha de Colón y que allá arriba, no tengan dudas, también las desparraman porque se fueron de la tierra convencidos de que jamás hubo lugar para el arrepentimiento cuando le transmitieron la pasión por Colón. ¡Salud, sabaleros!