Es uno de los pocos casos en los que las piernas no responden a los dictados de la mente o del corazón. Cuando se pone la camiseta y durante 90 minutos, es el tipo más feliz.
Una cosa es lo que dice, lo que piensa, lo que siente afuera de la cancha. Pero cuando el Pulga Rodríguez se pone la camiseta de Colón, se olvida de sus deseos de irse y parece el jugador más feliz de la tierra. Es contradictorio, ambiguo. No logra generar empatía desde afuera (por lo que desea y dice), pero adentro de la cancha hace cosas de crack, distintas, desequilibrantes. Se olvida de todo. Deja sus propios padecimientos, sus ganas de estar en otro lado y se entrega con todo por el club al que desde que llegó, parece que siempre quiso irse. Pero al que adentro de la cancha defiende con goles, con potrero, con genialidades, desafiando a sus 35 años, demostrando en cada partido que cuando la pelota llega a sus pies, algo bueno seguramente va a salir.
El Pulga se movió con inteligencia; fue lanzador para ponerle la pelota en el pecho a Alexis Castro; fue asistidor para anticiparse con la cabeza y dejarlo solo a Leguizamón en el segundo; fue definidor, cuando la pelota pareció buscarlo en una jugada con algunos rebotes y que parecía ensuciarse, hasta que llegó a los pies del Pulga y, con caño incluido, liquidó el partido.
“No juego más en Colón”, dijo en enero en una entrevista a este diario. El final parecía tan cercano que, por reiterativo, ya cansaba. Una verdad no escrita dice que cuando un jugador no está a gusto, no quiere quedarse en un club, es preferible darle salida. Ya sea por razones económicas o por convencimiento o porque en junio termina su contrato o porque no tenía un ofrecimiento seductor para irse a otro lado, el Pulga siguió. Y de aquélla frase quedó sólo el recuerdo, porque adentro de la cancha, es el que mejor defiende los colores, el que marca el camino, el que desequilibra.
El Pulga desafía hasta los parámetros lógicos, hasta las verdades o sentencias no escritas que tiene el fútbol. Va a contramano de lo que dice. ¿A qué Pulga le creemos?, al de la cancha. Son 90 minutos en los que parece el tipo más feliz de la tierra. Por más que se contradiga. Es uno de los pocos casos en que las piernas hacen todo lo contrario de lo que el corazón siente.