En sueños caminaba aquél pibe que todavía no había cumplido los 23 años y tomó la lanza. Los técnicos se daban por hechos con el 0 a 0. Ni Kudelka ni Caruso, los entrenadores de Unión y San Lorenzo, querían más. El empate les cerraba para buscar el objetivo de salvar la categoría. Era la fecha 15 del Clausura. 19 de mayo de 2012. Sábado a la noche. 42 minutos del segundo tiempo. Kudelka había sido su profesor de educación física en La Salle. Y su esposa, Viviana, su maestra en tercer o cuarto grado. Lo conocían a Diego de pequeño. Cuando era Dieguito. Aunque nunca dejará de ser Dieguito.
El pibe tomó la lanza. Maidana pisó la pelota como si se tratara de un “10” pletórico de virtuosismo y metió el centro. Barisone metió el cabezazo. La pelota se fue abriendo, alejándose de ese grandote “con pinta de boxeador ruso”, como escribió Darío Pignata en su comentario, de apellido Migliore. Entró junto al palo derecho del arco de la redonda. La explosión se escuchó en el norte y en el sur, en el este y el oeste. El pibe que desde los 4 años iba a la escuelita quedó apretado allá abajo, en la montaña humana. Gerardo, María Rosa, Ornela , Renata, Cuqui y Ángel no sabían si gritar, llorar, se abrazaron todos, todos. Todos querían llamarse Barisone esa noche. “Estoy emocionado, no lo puedo creer, llegué a este club de niño, esto es lo más grande que me pasó en la vida”, le contaba a la TV pública con lágrimas en los ojos y un nudo en la garganta que tardó minutos en desatar. Mientras tanto, el 15 de Abril repleto, vibrante, emocionado, no paraba de saltar. Se movía. Juro que se movía. No había jugado Avendaño, el patrón de la defensa esa noche. Pero apareció el pibe Barisone, el que aprendió a gatear en el club. Esa noche era de Gerardo, de Maria Rosa, de Ornela, de Renata, de Cuqui y de Angel, sus familiares directos. Era la noche de Roberto Meza, de Carlos Lugli y de Javier Cancellieri, sus técnicos de inferiores. Era la noche de Jorge Mauri, el caudillo de la defensa en el ’89, al que Diego quería muchísimo. Era la noche también de sus amigos. La noche del Memo Montero, de Nico Bruna, de Cuqui Márquez, que jugaban con él en inferiores. La noche de sus amigos del club, de Zurbriggen, de Nereo, Rosales, Tarrito Pérez. Algunos estaban ahí, presentes, otros ya no. Pero todos gritaban ese gol con lágrimas en los ojos.
El pibe se cambió y caminó hasta El Rancho para cenar con su familia. Cuando entró, una ovación. La gente se paró para aplaudirlo. Los mozos, todos. Otra vez la emoción, el orgullo, el pecho inflado. Ese pibe no tenía 23 años todavía aquella noche, los iba a cumplir a fines de ese mes de mayo. Ese pibe no imaginaba lo que el destino le tenía guardado tres años más tarde.
Ese pibe tuvo su noche mágica, de gloria. Por delante suyo pasaron todas las imágenes, la de su primera camiseta, la primera pelota, aquella leche que le preparaba María Rosa y que tomaba de apuro para ir a la escuelita de Unión, la misma que lleva su nombre, a encontrarse con sus amiguitos. El camino por las inferiores, el debut en Primera, el ascenso y ese gol. Ese gol que fue su primer salto a la inmortalidad.
Hace 8 años, Unión lloraba de emoción con el gol de Diego Barisone. El mismo que hoy se mantiene vivo en su historia, en su legado, en este gol y en su segundo y definitivo salto a la inmortalidad. En sueños, todavía sigue caminando aquél pibe. Aunque ya no lo veamos.