Un 19 de marzo de 2020, el gobierno nacional decretó el Aislamiento Social, Preventivo y Obligatorio (ASPO), que se aplicó efectivamente el 20 de marzo. La pandemia mundial del SARS-CoV-2 -nuevo coronavirus-, había sido declarada nueve días antes por la Organización Mundial de la Salud (OMS). El ASPO fijaba la obligatoriedad de que la ciudadanía debía quedar confinada en sus hogares, con estrictos horarios diurnos apenas para salir a hacer las compras.
El ASPO representó el encierro, acaso lo más parecido a estar purgando condena en una cárcel, aunque ésta fuera el hogar propio. Con el agravante del miedo, pues nadie sabía mucho qué era y cuán fatal resultaba aquel virus que se había detectado en una localidad de China, y que se expandía ferozmente por todo el planeta, contagiando y contagiando.
Al principio, muchos encontraron en ese confinamiento cierta tranquilidad ante el acostumbramiento de la alienación urbana diaria. Otras tantas personas ocuparon ese espacio inmaterial del tiempo en encierro para recuperar la abandonada revinculación con sus hijos; incluso para volver a disfrutar de tareas cotidianas, como cocinar.
A mitad de calle de una cuadra de la ciudad de Santa Fe, todas las noches, un matrimonio ponía música desde la terraza de su hogar. Bailaban, mientras el resto de los vecinos, desde sus ventanas o de sus puertas entreabiertas, cantaban. Luego vinieron los aplausos para el personal de salud, que estaban en la trinchera de esa guerra contra el enemigo invisible: un virus.
Con los televisores, las redes sociales y los portales de noticias encendidos todo el tiempo, más los meses que pasaban en confinamiento, el hartazgo por ese encierro y el miedo (de íntima proximidad de la muerte) empezaron a despertar reacciones negativas; cacerolazos, hechos de desobediencia civil, las “clandes” juveniles, incluso actos de negacionistas que se dedicaban a quemar barbijos en el Obelisco.
Los comercios, sobreviviendo como podían en aquellos días, y con el recordado “take away”.Crédito: Archivo El Litoral / Mauricio Garín
Un encierro tan extendido, además, empezó a generar trastornos mentales, como cuadros depresivos y ataques de pánico. La revista científica especializada The Lancet expuso en una publicación que los casos de depresión y de ansiedad en el mundo aumentaron entre un 26 y un 28% durante la pandemia. Los más afectados fueron (son, todavía) adultos mayores, niños, niñas y adolescentes.
Qué hubiese pasado si...
Mirando cuatro años atrás, pueden plantearse algunas preguntas desde el sentido común, que sonarán quizás a hipótesis extemporáneas, a posiciones contrafácticas, ya que los hechos fueron consumados por las políticas sanitarias tomadas durante la pandemia. Pero quizás, a los fines de un posible análisis, esas inquietudes resulten pertinentes.
Ya bien entrado el año 2021, la Nación y las provincias comenzaron a medir en términos sanitarios la evolución del coronavirus por regiones, en algo que se conoció como “semáforo epidemiológico”. Aquí había tres indicadores que las autoridades debían monitorear todo el tiempo: Razón de Casos, Incidencia y Porcentaje de Ocupación de Camas UTI.
“Semáforo”
La Razón (número de casos de Covid confirmados y acumulados respecto de las dos semanas previas), era un indicador. La Incidencia era el total de casos confirmados en las últimas dos semanas epidemiológicas por cada 100 mil habitantes. Ambos indicadores arrojaban un número, que podía ser positivo o negativo, siempre dentro de una región.
En tercer lugar, apareció el Porcentaje de Ocupación de Camas de Unidades de Terapia Intensiva (UTI) por pacientes con Covid-19. En distritos declarados en “alerta sanitaria”, la ocupación UTI debía ser “mayor o igual al 80%”, indicaba la cartera sanitaria nacional en aquel entonces.
¿Por qué no se aplicó desde un principio este método de medición epidemiológica por regiones o provincias? De haberse monitoreado bajo estos criterios los avances y retrocesos de los contagios, ¿esto no hubiese permitido “abrir” aquellas regiones que estaban con indicadores positivos, permitiendo el desarrollo de actividades productivas, y “cerrar” aquellas cuyo semáforo epidemiológico estaba en alerta roja?
Abrir y cerrar regiones en función de sus “semáforos”, como si se tratara de un “grifo”, evitando una cuarentena plana y lineal para todo el territorio nacional, sin excepciones, ¿habría contribuido a una mejor administración sanitaria de la pandemia?
Barbijos
Otro interrogante: los gobiernos destinaron millones de pesos para campañas de bien público sobre cómo higienizarse las manos, o cómo limpiar las superficies que se tocaban con asiduidad (picaportes, por caso). En rigor, la OMS tenía varios expertos sobre el lavado de manos como método de prevención.
Aquí aparece la figura del barbijo -no ya del tapabocas- de buena filtración (N95 o similares). Si la única barrera de protección ante una eventual contagio era el barbijo, ¿qué hubiese pasado si los Estados destinaban dineros en campañas de bien público instando a la población a usarlos en espacios cerrados, e instruyéndola a utilizarlos correctamente?
Incluso, los expertos recomendaban afeitarse la barba, para que el contacto entre los bordes de esas mascarillas de uso quirúrgico y la cara sea el correcto, y que de este modo no queden filtraciones por donde podrían ingresar las partículas infectivas del virus. También, hacían mucho énfasis en ventilar de forma cruzada y varias veces al día los hogares.
La emblemática Peatonal San Martín, totalmente vacía en plena cuarentena. Crédito: Archivo El Litoral / Manuel Fabatía
Los interrogantes se plantean luego de que mucha agua corrió debajo del puente. Pero, ¿cuántas vidas se hubiesen salvado si las estrategias de prevención eran las correctas, y los tiempos en la decisiones sanitarias hubiesen ido más rápido que los tiempos de la política? ¿Cuántas, cuánto llanto por seres queridos fallecidos, cuánto duelo, cuánta tragedia se hubiese evitado?
Por último, la sociedad ¿aprendió algo de la pandemia? ¿Se vive en una mejor comunidad, más empática y humana, servicial con el prójimo, comprensiva, menos individualista y endogámica en sus ambiciones? A juzgar por las noticias de la post pandemia, con guerras y discursos de odio, no hay indicios de que eso sea así.
Una historia de entonces
En noviembre de aquel 2020, Nación dispuso el paso del ASPO al DISPO (Distanciamiento Social Obligatorio, que implicaba poder salir a trabajar, manteniendo dos metros de distancia del resto de las personas, y con el barbijo puesto), pero sólo para el Área Metropolitana de Buenos Aires (AMBA). La provincia de Santa Fe ingresó en DISPO semanas después. Las actividades productivas, laborales, sociales, recreativas -etcétera-, iban abriéndose paulatinamente.
La campaña de vacunación masiva contra el Covid-19 comenzó a finales de 2020 y principios de 2021. Pero la variante “Gamma” del virus, detectada en Manaos (Brasil), extremadamente agresiva, ya había atiborrado de pacientes en las Unidades de Terapia Intensiva en los hospitales. Los equipos de oxígeno para camas críticas escaseaban. Los médicos intensivistas no podían más: fue una de las fases más desesperantes.
Con el avance en las inoculaciones, la siguiente variante, Ómicron, no generó un impacto tan dramático en los ya desgastados resortes que sostenían el sistema público de salud en la provincia. A finales de 2021, ya se hablaba de que la meta era lograr el “umbral de inmunidad” que se necesitaba para salir de ese “martirio”. Los funcionarios sanitarios querían mostrar que había una luz al final del camino. Pero la vida tal como se conoció hasta el 2019, nunca volvería.