Crítico. Las columnas y la base que sostienen la cúpula de la capilla del viejo oratorio del cementerio están en un estado muy deteriorado.
El oratorio está en estado crítico. Hay nichos rotos y galerías cuyas paredes tienen rajaduras profundas. En un sector de tumbas falta mantenimiento. El municipio admitió el mal estado y anunció un plan de mejoramiento.
Crítico. Las columnas y la base que sostienen la cúpula de la capilla del viejo oratorio del cementerio están en un estado muy deteriorado.
Luciano Andreychuk
Fotos: Flavio Raina
En el Cementerio Municipal, muchos evacuados por la inundación de 2003 durmieron varias de sus noches entre nichos y fantasmas. Allí descansan -y nos recuerdan que la Parca no se fija ni en famas, ni en honores ni en méritos; su sentencia es la misma para todos- los Carlos Monzón, los Pedro A. Candioti, los Zapata Gollán, los Nicasio Oroño, los Estanislao López y los José Cibils, a cuyas memorias se les prometió, dicho sea de paso, un museo ancestral a cielo abierto que aún no se concretó.
Dicen que el panteón del doctor Rafael Mansilla es milagroso. Para los escépticos ese aposento final sería cuanto menos extraño: el poder de la sugestión lleva a muchas personas a hacer allí rituales de San La Muerte. Las estatuillas mortuorias y el rastro de la cera roja de las velas deslizan un escalofrío por la espalda. Hace unos años, un conductor terminó con su auto incrustado en uno de los pabellones donde están los floristas, y todo terminó en tragedia. Como si el cementerio se empeñara en recordarnos que la finitud nos llegará, más tarde o más temprano, pero nos llegará.
La necrópolis local es un submundo sobre la tierra de los vivos, que coexiste con la rutina urbana al pie de una arteria colapsada por los autos que vienen y van, con paseantes frecuentes que pasan a diario por allí cerca, como las matronas que salen con sus bolsos ajados hacia la despensa del barrio y se quejan de qué calor que hace, como los enamorados que se besan en la plazoleta de enfrente, sin preocupaciones y sin pensar en los mitos de aparecidas fantasmales con vestido blanco y cara pálida.
Relevamiento
El cementerio público hoy padece un muy mal estado edilicio en muchos de sus sectores. Lo admiten desde el municipio, y prometen un plan de recuperación y puesta en valor (ver “Plan de...”). El primer gran problema se ve en la antiquísima capilla del oratorio, a 50 metros de la entrada: vallada para evitar su ingreso, la vieja estructura está en pésimo estado y pareciera que va a ceder en cualquier momento. Sus columnas, cúpula y paredes de décadas muestran grietas y rajaduras profundas adonde nacen plantas y musgo como peste.
Los pabellones o galerías de nichos de las primeras secciones numeradas hacia el oeste están en un estado muy deteriorado por el paso del tiempo y la falta de mantenimiento. Lo que más se ve son profundas rajaduras en las paredes, donde nacen plantas, y nichos rotos o mal sellados. En una cantidad incontable de nichos hay notificaciones de la dirección del cementerio intimando a los familiares del fallecido a pagar lo adeudado por ocupación.
Botellas de plástico cortadas ofician de floreros y exhalan el olor a flor podrida. Las palomas hacen nido en las paredes. Se escuchan sus aleteos y hay un breve registro de vida. La postal no tiene variantes hasta el extremo oeste del cementerio, y de ahí hacia el norte tampoco. Los nichos y los pabellones están casi en el mismo estado de descuido y abandono.
Zona de tumbas
En el Cementerio Británico (al extremo oeste del Cementerio Municipal), el matorral de casi un metro tapa de la vista las antiquísimas tumbas. Pero ahí están, rotas y abiertas, como la escena de una película de terror de John Carpenter. En el sector noroeste están las fosas (tumbas) sociales o “comunitarias” con cruces blancas numeradas. Cada muerto es un número, así, en seco: la pobreza es un estigma que sigue hasta después de la vida.
Al momento del relevamiento de El Litoral, en ese sector de tumbas el pasto estaba alto, casi tan alto que los yuyos tapaban las cruces blancas. Dos días después, había personal de mantenimiento cortando el césped. En el sector sureste y suroeste, donde también hay un terreno con tumbas con cruces blancas numeradas, el pasto estaba cortado. La cosa cambia: la muerte allí es un poco más digna.
Por otras galerías
Bordeando el cementerio desde su extremo norte y yendo hacia el sur, hacia donde está la entrada principal, las galerías de nichos también están marcadas por el paso del tiempo y por el abandono. Desde la sección 50 hasta la 65, otra vez grietas profundas en los paredones (adonde la vegetación crece impune en cualquier resquicio); faltan pedazos de mampostería, y en los viejos cielorrasos se notan desprendimientos de cemento.
Y de nuevo, los nichos pobres y mal sellados con sus inscripciones rústicas que identifican los fallecidos se mezclan con el cobre de santos y vírgenes de las lápidas más ancestrales, sus fotos antiguas en blanco y negro, y las bocanadas de olor pútrido de los floreros. Desde la sección 100 hacia arriba -ubicadas en el sector sureste- la situación es la misma. El aleteo de palomas irrumpe otra vez y el ruido a la vida vuelve.
Los números
Galerías olvidadas. Uno de los sectores de pabellones con nichos muestra una situación muy precaria, por el tiempo y la falta de mantenimiento. Hay peligrosas rajaduras y está latente el peligro de derrumbes.
“Plan de mejoramiento” “El cementerio necesita un urgente mejoramiento en su infraestructura. Hay galerías que están en un estado edilicio muy malo”, reconoció a El Litoral Roberto Celano, subsecretario de Ambiente de la Municipalidad. “Algunas galerías fueron desocupadas. Serán demolidas para construirse nuevas”, adelantó el funcionario. “En este sentido, a partir del 18 de enero empezará a trabajar un licenciado en Administración de Empresas quien hará un relevamiento general del sistema financiero del cementerio local (gestión de cobros, estado de la infraestructura edilicia, etc.). Se verá la posibilidad de ingresar capital privado para su puesta en valor. Estamos pensando en un plan integral de mejoramiento del cementerio”, expresó Celano. “Esto demandará una inversión millonaria que el municipio no puede afrontar. Por eso, se buscarán captar inversiones privadas”, adelantó el funcionario.
Cómo se relacionan los santafesinos con sus pérdidas
La muerte resignificada
Los rituales mortuorios se reconfiguran: ahora en los nichos aparecen escudos de fútbol, stickers infantiles, cartas íntimas. El recuerdo de los que ya no están perdió solemnidad, y se humanizó.
Otra forma de recordar. En los nichos se encuentran pinturas e inscripciones rústicas, además de otros objetos mundanos, como escudos de fútbol, stickers infantiles, cartas y tarjetas informales de despedida.
Luciano Andreychuk
“Al cementerio la gente viene en fechas puntuales. Pero en la semana se ve poco movimiento. Hubo muchos robos durante el día... Mucha gente se asustó y dejó de venir”, dice en voz baja una mujer que pide reserva de su nombre. Es martes a la mañana y no hay casi nadie en la necrópolis. De repente llega un cortejo fúnebre: la procesión del dolor conmueve.
Hace unos años se estimaba que en el Día de los Fieles Difuntos 3 mil personas recorrían el cementerio. Para el Día de la Madre, visitan la necrópolis unas 6 mil personas. Pero el movimiento diario no suele superar los 100 visitantes por día (de lunes a viernes). La gente va menos a llorar sus muertos al pie de las lápidas. Es una tendencia a nivel nacional.
En el panteón de Rafael Mansilla, famoso médico local, pasa algo pocas veces visto: su aposento de descanso eterno se ha convertido en santuario. Muchos creen que ese lugar es milagroso, y son incontables las plaquetas con agradecimientos, las ofrendas y regalos, desde una bolsa con comida, muñequitos, tarjetas, hasta un diploma.
Pero también llaman la atención los restos de rituales de San La Muerte, que es una entidad venerada por muchos, pero rechazada por la Iglesia. San La Muerte es un culto pagano. Hay estatuillas, velas rojas a medio quemar, y hasta un tarro con un instructivo para hacer el culto. La gente necesita aferrarse a algo.
Otro duelo
En las placas de mármol de los nichos ya no predominan la foto ovalada del difunto junto con la cruz y las plaquetas de mensajes formales de despedida de familiares. Ahora, se encuentran escudos de Unión y Colón, cartas íntimas, hasta tarjetas coloridas. Mensajes informales de despedida. En las lápidas infantiles pinturas, hay stickers de los personajes de Disney y de la tele.
Pareciera que el recuerdo de las pérdidas ha dejado esa solemnidad de antes. Hoy se recuerda a los muertos con objetos más mundanos, humanos. Y se los recuerda visitándolos cada vez menos. Ir al cementerio no es fácil. Implica una movilización emocional, una remoción de los sedimentos de la historia propia, recordar, añorar. Y el vertiginoso ritmo de la vida deja cada vez menos tiempo para los recuerdos.
Emergencia edilicia En enero del año pasado, el concejal Ignacio Martínez Kerz y el diputado provincial Héctor Acuña (ambos del PJ) reclamaron -a través de proyectos presentados en el Concejo local y en la Cámara Baja- que se declare en emergencia el Cementerio Municipal y que se consigan fondos extraordinarios para su reparación. Los legisladores habían manifestado que, tras una recorrida y alertados por los ciudadanos, “el abandono del edificio era total”.
La muerte vivida Lucía Billoud (*) Hablar de la muerte supone hablar de la vida: los significados construidos sobre esta experiencia nos informan sobre la vida social de sus individuos. En mi tesis de grado investigo el proceso de transformación subjetiva de los ancianos al ingresar a una institución geriátrica, recolectando relatos autobiográficos. Investigar las experiencias de quienes viven con más cercanía la barrera invisible entre vida y muerte -los ancianos- permite reflexionar sobre dos procesos yuxtapuestos: el sentido que adquiere la transición hacia la muerte concreta y la muerte social, bajo el contexto de vivir voluntaria o involuntariamente en un lugar extraño, donde compartirán los últimos momentos de sus vidas con personas desconocidas. La muerte concreta es vivenciada por los ancianos bajo la forma de temores referidos a la finitud de la vida humana, a la percepción de estar viviendo los últimos años de vida. La muerte social muestra la pérdida continua de la capacidad social (la imposibilidad de realizar actividades, la limitación de relaciones y roles sociales) y el deterioro paulatino de aptitudes mentales, sexuales y afectivas, y -bajo el contexto de internación- la pérdida del nombre propio (al ser nombrados con etiquetas genéricas como abuelo/a). Las palabras de los ancianos, como transeúntes de la vida hacia la muerte, invitan a reflexionar sobre esta experiencia en situación de institucionalidad vital: “Hace cinco años que vivo en el hogar, desde ese momento desaparecí de la vida de mis hermanas, no me visitan, no me llaman, no tengo a nadie fuera de este lugar”; “Desde que estoy viviendo aquí, mi único hijo no se relaciona conmigo, sé que tendría un nieto y vive en Brasil pero no me ha respondido las cartas (...) Mis amigos hace muchos años que fallecieron”. Han ido perdiendo partes de sí mismos: con la muerte del cónyuge, la distancia con los hijos, vecinos y amigos. Vivir los años restantes de vida en un geriátrico constituye un proceso de progresivo olvido, ocultamiento y desconexión de la vida social, que impacta en la biografía de los ancianos entrevistados. Sin embargo, los relatos también muestran los intentos de reconstruir una vida en el geriátrico y la emergencia de nuevos vínculos que permiten enfrentar el miedo de morir en soledad. Una convivencia acompañada que, como toda vida compartida, tiene la contracara de experimentar la defunción de sus contemporáneos, trayendo nuevamente la imagen de la finitud humana y el advenimiento de la muerte propia. (*) Estudiante de Sociología (Fhuc-UNL)
Un problema de los vivos Virginia Trevignani (*) Hace unos días leí una noticia que decía que la mitad de los entierros ya no tienen velatorios y pensé: ¿Cómo abandonamos nuestro dolor? ¿Adónde y cómo se expresa ahora? Los testimonios de esa nota periodística argumentaban que era una forma de no aferrarse al muerto, pero esta práctica también ilumina nuevas formas de experimentar y controlar las emociones. Con el telón de fondo del proceso de individualización de las sociedades actuales, hemos visto transformarse los rituales y prácticas de acompañamiento en formas institucionalizadas de ocultamiento y olvido del tránsito hacia la muerte (que Anthony Giddens caracterizó como secuestro de la experiencia). Para la sociología, el individuo se construye como resultado de sus interacciones con otros. Cuando alguien muere, una parte de uno desaparece y el resto debe reconfigurarse. Las sociedades actuales no resisten pasar por el dolor y la conciencia de esa reconfiguración, porque creemos que existimos con independencia de nuestros vínculos. Cuando alguien muere y experimentamos dolor, esa ilusión de autonomía se destruye y buscamos recuperarla de manera individual (controlando nuestras emociones) y social (creando instituciones especializadas donde al enfermo se lo aparta de la vida social), que Norbert Elias describió como la soledad de los moribundos. Las variaciones históricas y culturales en la forma de experimentar el tránsito hacia la muerte y el duelo posterior ilustran repertorios alternativos. La emergencia de prácticas de culto a la muerte en nuestro país, construir altares con objetos que le gustaban al ser querido, habitar los cementerios: comer, beber y bailar ahí -como se hace en México, por ejemplo- son prácticas que permiten mantener viva esa porción de relaciones sociales que teníamos con los muertos. Nos muestran que la muerte sigue siendo un problema para los vivos. (*) Socióloga (Fhuc-UNL)
¿Milagroso? En el panteón de Rafael Mansilla se observan santos, estatuillas de San La Muerte y otros objetos que evidencian la práctica de rituales. Mucha gente le rinde culto.