Por Juan Carlos Kreimer
Los enemigos públicos del ciclista no son los automóviles, ómnibus ni alcantarillas sin tapa. Es él mismo. Su atención oscilante, arrogancia, temeridad y, por qué no, estupidez, pueden volverse en su contra y ocasionarle golpes similares o mayores que otros producidos por culpa de los conductores de vehículos motorizados, irregularidades del camino o falta de señalización. Las normativas de tránsito son bastante ambiguas en cuanto a los deberes. Y las normas específicas casi nadie las cumple, ni nadie las hace cumplir.
Muchos comportamientos del ciclista urbano son “alegales”: ni legales ni ilegales, ni permitidos ni prohibidos. Por ejemplo, ¿se puede circular por el carril central de una avenida?
Al tomar una cuadra a contramano para ahorrarnos dos o tres más, nos exponemos a quedar atrapados por la falta de espacio y, aunque logremos pasar y recibamos algún que otro insulto, literalmente quebramos un orden. Nadie nos va a multar por eso, simplemente no es lo correcto. Esa falta de rectitud (vaya palabra para un ciclista) quiebra un axioma básico que trasciende el de si uno quiere ser respetado. Andar en bici bien también tiene que ver con ir al encuentro de la propia naturaleza (el Zen lo llama dharma).
Coincide además con un momento histórico y cultural en el que la bici está ocupando un crecimiento exponencial gracias a muchos factores que convergen en su uso, y esas cuestiones de convivencia, si no se hacen con naturalidad, terminarán siendo reglamentadas. En toda reglamentación siempre hay una pérdida de libertad.
Al ser reconocido oficialmente el ciclista urbano, entra en una etapa adulta y empieza a tener obligaciones. Recién cuando admite esto, y lo honra como ley interna, puede reformular hábitos de circulación que parecen no hacer mal a nadie pero implican algún riesgo. Admitirlos, aceptar reformularlos, tomar la decisión de contenerlos, en suma, desaprender esos hábitos lleva más tiempo que aprender a andar en bici.
Hay un puñado de “noes” que, ante la libertad que nos ofrecen las dos ruedas, continuamente tientan a transgredir normas de tránsito. Uno dice: Por esta vez lo hago. No viene ningún auto. No me ve nadie. Alcanzo a pasar por ahí. O ni siquiera se lo plantea y se manda directamente. El hecho de que la mayoría de las veces nos salga bien y no pase nada, no elimina la posibilidad de que alguna sí. Esa naturaleza anárquica es la que pide ser encausada.
No pasar en los semáforos rojos aunque nadie venga por la transversal. No avanzar a contramano. No circular por las autopistas o viaductos donde está prohibida la tracción a sangre. No circular por las veredas. No llevar a otro adulto atrás, ni en el caño, ni mucho menos sobre el manubrio. No cargar bolsas en el manubrio. No zigzaguear. No hacer piruetas, no usar el móvil... Cualquiera de esos y otros pequeños actos, al parecer insignificantes, pueden complicarnos la vida más de lo que suponemos.
No sólo por sus posibles consecuencias. También porque lastiman “el espíritu del ciclista”: al apartarnos de una línea de conducta correcta, reproducimos en nuestro interior un quiebre, incluso aunque no tengamos ningún accidente. Impedimos que el ciclismo se vuelva una práctica de armonización para uno mismo tanto como para el entorno. ¿O acaso el mero hecho de “ser vistos” en bicicleta no despierta en los otros (peatones, conductores, pasajeros del ómnibus que nos miran por la ventanilla...) una resonancia de nuestro espíritu? Otra prueba de código interno: ¿Acaso el mero hecho de ver a otras personas agacharse sobre la caca que sus perros dejan en la vereda y levantarla con una bolsita no hace pensar en lo correcto?
Circular en bicicleta hace a las personas más amables y las obliga a ser responsables. Cumplir con todas las normas, municipales y de sentido común, alinea (a cada uno) con el orden superior y restablece esa pauta energética. De algún modo también nos protege. Un automovilista que nos percibe cuidadosos, del espacio propio y del común, quizá repare en nuestra actitud y se contagie. O, al menos, nos mire con otros ojos.
Juan Carlos Kreimer es autor de Bici Zen, ciclismo urbano como camino (Planeta). Edita los libros Para Principiantes. Mail: [email protected]