Corría el año 1895 en Santa Fe. En aquella lejana ciudad, de la cual ya nadie se acuerda, los ranchos con techos de paja estaban prohibidos, las calles adoquinadas eran un lujo de época -el resto eran de tierra-, había carros tirados a caballos, “Casas de Tolerancia” (prostíbulos) estrictamente regulados y farolas a kerosén para iluminar la noche.
El ejercicio de intentar reconstruir esa ciudad que ya no existe, rastreando las normativas históricas, lleva a dar con usos, costumbres y disposiciones que regulaban la vida en comunidad, y que a su vez son cuanto menos llamativas en medio de esta modernidad de poderosos algoritmos e inteligencias artificiales.
En los digestos históricos -compendios de ordenanzas y disposiciones municipales, incluso leyes provinciales-, que divulgó el Gobierno local, aparece la “regulación de la muerte”. En aquellos años, se ordenó la creación de un cementerio al norte de la ciudad, en un paraje conocido como Guadalupe; el Cementerio Católico y, más tarde, del Cementerio Municipal.
Era de epidemias
A finales del siglo XIX, avanzaron varias epidemias en la Argentina: la de cólera, por ejemplo, que entre 1886-1887 se cobró con 1.256 muertes, y entre 1894-1895, 452 fallecimientos. La peste bubónica, entre 1899-1900, mató a 68 personas.
“Esta epidemia se transmitía a través de una pulga que primero había picado a una rata infectada y después a humanos. Afectaba directamente a trabajadores portuarios”, explicó la historiadora Agustina Prieto a un medio rosarino. Santa Fe comenzaba a crecer a la par del puerto. El avance en la medicina iba a hacerse esperar unos años más, hasta la llegada de la penicilina.
Consta en el digesto local de aquel año una truculenta disposición. Las inhumaciones de los muertos por epidemias (se los denominaba “cadáveres epidémicos”), estaban terminantemente prohibidas en el Cementerio Católico.
Una panorámica aérea y actual de la Necrópolis local, en barrio San Pantaleón. Crédito: Archivo El Litoral
Se ordenó construir otro cementerio, conocido como Barranquitas, para estos pobres caídos en la desgracia de la muerte por una peste. Debían ser llevados “inmediatamente”; si la autoridad competente no los podía trasladar de forma rápida, debían pasar seis horas contadas desde el deceso; y luego, si era de día, ahí sí podían ser trasladados a la necrópolis pública. En el mientras tanto, se ubicaban en la necrópolis de Guadalupe.
Los cadáveres epidémicos no podían depositarse en bóvedas ni en nichos: debían ser enterrados en fosas o pozos, a dos metros y medio de profundidad. Y sus cuerpos debían ser cubiertos con “suficiente cal viva en el momento de ser sepultados”. Quedaban prohibidas las exhumaciones de cuerpos en tiempo de epidemias. Unos años más adelante en el tiempo, quedaría habilitado para los servicios de defunciones el Cementerio Municipal, y no se permitirían más entierros en el de Guadalupe.
Otras disposiciones
También había otras disposiciones, como la prohibición de inhumaciones en templos e iglesias, incluso en viviendas particulares: sólo estaban habilitadas las inhumaciones únicamente en los cementerios de la ciudad.
A mediados del siglo XX, era muy común inhumar a un ser querido en la casa donde vivió toda su vida. El velorio era una íntima despedida familiar, con los amigos y vecinos de la cuadra. La relación con la muerte era otra; hoy, esta práctica cayó en desuso, y toda la ceremonia sepulcral es encargada a una empresa de sepelios, en la medida en que estén los medios económicos.
En 1895 ya se cobraban los derechos de cementerio, tal como se deben tributar en la actualidad. Pero “a los pobres de solemnidad como a los que fallecieran en hospitales y a los soldados de servicio, la sepultura les será otorgada gratis”, cita en otro tramo el digesto histórico.
El coronavirus
Ese drama íntimo de no poder despedir en cristiana sepultura a un ser querido fallecido por cólera o peste bubónica -por ejemplo- en 1895 volvió, en esos extraños movimientos cíclicos que tiene la historia, durante el coronavirus. En mayo de 2020, el año en que empezó la gran pandemia del siglo XXI, el gobierno nacional emitió un procedimiento para el manejo de cadáveres de casos por Covid-19.
El registro gráfico muestra un entierro masivo de personas que perdieron la vida a causa del Covid-19. Es en el Cementerio Parque de Manaus, en Manaos (Brasil). Esta tragedia mundial ocurrió hace tan sólo dos años. Crédito: Archivo El Litoral
Lo que el Estado recomendaba era que una persona fallecida por el virus SARS-CoV-2 era, por ejemplo, que ésta debía ser transferida lo más rápido posible al depósito después de su deceso. “Antes de proceder al traslado del cadáver, debe permitirse el acceso de los familiares para una despedida pero sin establecer contacto físico con el cuerpo, ni con las superficies u otros enseres de su entorno”.
En esa despedida tan triste y dramática, tan cercana y tan lejana a la vez, había que usar barbijos, cofias y todos los elementos de protección para evitar eventuales contagios. El cuerpo debía introducirse en una bolsa plástica de alta densidad, impermeable y con cierre hermético, debidamente identificada como material infectocontagioso.
A la bolsa se la debía pulverizar con desinfectante de uso hospitalario o con una solución de hipoclorito sódico que contenga 5.000 ppm de cloro activo.
Todo este horror ocurrió apenas hace dos años. La historia de nuestros “muertos epidémicos”, tanto la de hace casi un siglo y medio como la más reciente, siempre deja enseñanzas. Sólo hay que aprenderlas.