Viernes 28.4.2023
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La inundación de abril de 2003 es un acontecimiento que irrumpió en la historia de Santa Fe y se transformó en un lugar de memoria, en una construcción colectiva. El agua del desbordado río Salado se llevó mucho aquel día, menos eso: los miles de recuerdos individuales grabados a fuego en la piel del que sufrió la crueldad y el desamparo de la inundación, y los sentires y esfuerzos de aquellos otros miles que prestaron su colaboración en esos días aciagos, poniendo una mano en el hombro de los padecientes.
Entre estos últimos están los docentes y las comunidades educativas que, de la noche a la mañana, se convirtieron en centros de evacuados, en sedes de distribución de donaciones, en voluntarios, en asistentes sociales, en enfermeros o cocineros, en definitiva, en organizadores de una población impactada y desorientada, que se autoevacuó como pudo. Incluso muchos de estos docentes padecían por esos días lo mismo: estaban inundados.
Cuando el agua invadió los hogares, muchos santafesinos se refugiaron en las escuelas, siempre abiertas y con capacidad de reacción frente a un Estado ineficiente y caótico. El Ministerio de Salud provincial informó en su momento que en Santa Fe, Recreo y Monte Vera, había 475 centros de evacuados, que alojaban a 62.488 personas en total. Así lo consignó El Litoral en su edición del 6 de mayo de 2003.
Familia evacuada en el aula de una escuela a la espera de que el agua baje en su barrio. Crédito: ArchivoEl rol de las escuelas y de los educadores fue clave. Las comunidades educativas aún hoy, 20 años después, mantienen vivos los recuerdos de esa catástrofe. Parafraseando a Galeano, estos retazos de memoria, traídos de vuelta en las voces docentes, quizá contribuyan a aprender del pasado para no hipotecar el porvenir.
Llegan cartas
En 2003, Santiago Passegi era docente en varias escuelas. Una de ellas, el Centro de Perfeccionamiento N° 7800, cerca del Parque Garay, que fue arrasado por el agua. "Se perdió todo. Durante meses deambulamos por diferentes lugares, no para dar clases, sino porque lo importante era reencontrarse con estudiantes que habían quedado sin nada. Durante ese tiempo en que el agua permaneció y los centros de evacuados estaban repletos, hubo que hacer turnos en los lugares en los que uno era docente, o en caso de que estuvieran cerrados o inundados, en cualquier otra institución, club o centro de evacuación", cuenta.
Por las tardes, Santiago iba al Instituto Castañeda, convertido un punto de recepción y clasificación de donaciones que venían de todo el país. "Las aulas de la escuela eran los 'roperos': en las puertas se leía: bebés, niños, niñas, hombre, mujer. En el salón de actos se depositaban las miles de bolsas de ropa y calzado que llegaban de todas las provincias. Nunca vi una cosa así. La montaña de bolsas llegaba al cielorraso, recuerdo haber estado sentado arriba de todo, clasificando ropa, y que mi cabeza tocara el techo", señala. Y agrega: "Lo más doloroso de esas tardes era la gente que pasaba a buscar algo de abrigo, algún calzado, un buzo o un par de medias secas. No tenían nada. Y eran cientos".
El patio cubierto de la escuela Normal alojó a más de 500 personas, según el diario El Litoral de esos días. Crédito: Archivo El Litoral / Amancio AlemLa solidaridad que llegaba a Santa Fe de todo el país y del extranjero, también venía en forma de cartas y esquelas: "Cada cinco o seis bolsas que se abrían, una tenía una cartita, una estampita, un mensaje. Las leíamos, nos emocionábamos un ratito, y seguíamos. Aún guardo algunos de ellos".
Entrega y gratitud
Elba "Yayi" Gómez era por entonces maestra del Colegio Adoratrices, donde actualmente se desempeña como directora del Nivel Inicial. Recuerda que cuando llegó al colegio, éste se había transformado. En vez de chicos correteando, el gimnasio cubierto estaba colmado de familias que habían perdido sus hogares: fueron 625 personas alojadas allí.
"Al principio, los sentimientos eran de mucha desolación, silencio y angustia. Inmediatamente, con una de las religiosas que nos organizaba, la madre Marta -nuestra representante legal-, empezamos a dividirnos tareas y turnos. Yo estaba embarazada y me convertí en recepcionista de alimentos y elementos de limpieza, abrigo, colchones, frazadas, porque además fuimos centro de distribución", relata Yayi. Y traga saliva, porque aún hoy las emociones de antaño cruzan el carril de la memoria y se cristalizan en ojos brillosos o nudos de garganta.
"No se paraba nunca, eran 24 horas trabajando, también sábados y domingos. Así que fue un mes de mucha intensidad, servicio y entrega", cuenta la docente, y remarca que la gente que se albergó en el colegio fue siempre "muy respetuosa, agradecida y colaboraba para mantener el espacio compartido en condiciones. Creo que las instituciones educativas en general nos organizamos bien como centros de evacuados, pudimos dar respuesta a esa emergencia. Fue un voluntariado de mucho amor", cierra, segura de haber hecho todo lo que estuvo a su alcance y más.
"Hubiera sido lindo un reconocimiento"
"La escuela Normal aloja a más de 500 personas, la mitad son menores. Piden médicos permanentes porque hay dos epilépticos entre los evacuados" (El Litoral, 01-05-03). Uno de los tantos docentes que estaban colaborando allí era el maestro de primaria Carlos Russomano, quien recuerda las primeras horas de la emergencia: "La gente llegó a la Escuela Normal al anochecer; estaba toda mojada, venía con sus pertenencias y mascotas -perros, loros- y hasta con caballos que los ataron afuera, en los bicicleteros. La gente estaba muy mal, triste, lloraba, y la fuimos acomodando en el patio central".
Carlos rememora que los docentes cumplían sus horas laborales "y muchas más", dividiéndose las funciones de asistencia: "Pasé noches enteras durmiendo en la escuela, dándoles de comer a los evacuados, repartiendo ropa que llegaban de donaciones, recorriendo el patio para ver si la gente estaba bien o llamando a emergencias si tenían alguna dolencia o crisis nerviosa. Lo único que queríamos era colaborar, ya que veíamos el dolor y la desesperación de la gente".
Alimentar a las personas evacuadas, una de las tantas tareas que cumplieron las comunidades educativas. Crédito: Archivo El Litoral / Néstor GallegosTodo ese trabajo resultó "agotador, porque se extendió en el tiempo", dice el maestro, y aún hoy le parece increíble la "desorganización" que hubo en el manejo de la emergencia: "No recibíamos directivas de ninguna parte". Y continúa: "Cuando volvimos a las aulas, cosa que deseábamos, no fue sencillo: nuestros alumnos habían estado inundados y resultaba complicado volver a dar los contenidos, así que nos dedicamos a charlar, contar lo que nos había pasado; fue una especie de terapia".
"Lo notable es que después de realizar tanto esfuerzo, cumpliendo funciones que no nos correspondían y que quizá sí a otros organismos del Estado, en ningún momento recibimos siquiera un agradecimiento por la labor realizada. Claro que no lo hicimos esperándolo, pero hubiera sido importante haberlo recibido. Lo mismo ocurrió hace poco con la pandemia, donde los docentes trabajamos más horas de las reglamentarias, recibiendo consultas permanentes de los chicos, organizando el trabajo on line, haciendo rifas para la gente que se quedó sin trabajo. Y tampoco se nos valoró", reflexiona Carlos, quizá expresando el sentir de muchos educadores. Vaya una especie de reconocimiento en esta nota, profesor.
Tu nombre, en mi escuela
Las historias de entrega, de colaboración recíproca entre docentes e instituciones, de reconocimiento mutuo, saltan a la luz con cada historia escolar que se cuenta de aquella tragedia. Como la de la escuela Cristo Obrero, del barrio Villa del Parque, que quedó bajo el agua. Dos de las aulas nuevas construidas post inundación, llevan el nombre de otros colegios que los ayudaron durante la emergencia: Covadonga y María Claret. Es un homenaje, tal vez pequeño, pero que significa un agradecimiento enorme.
"Todo comienza cuando empezamos a ver que el agua venía hacia la escuela; recuerdo lo que vivimos en ese momento y que la directora nos dice que nos vayamos. Al otro día, empezamos a ir a la parroquia San Pedro, desde donde preparábamos las viandas y seleccionábamos ropa y frazadas para las familias de nuestros alumnos inundados", rememora Graciela Gutiérrez, quien por entonces era maestra y ahora es la actual vicedirectora de la Cristo Obrero. Otras docentes, a quienes menciona con sus nombres -Mónica Tarragona y Marta Rocchetta- auxiliaban con canoas a la gente del barrio cuyas casas quedaron bajo el agua.
Cuando las clases se comenzaron a retomar el 2 de junio, el colegio Nuestra Señora de Covadonga prestó sus instalaciones para que los chicos de la Cristo Obrero pudieran recibir clases, comedor escolar y contención. "El agua bajó pero nuestra escuela quedó destruida. Entonces, en colectivo buscábamos a nuestros alumnos que habían vuelto al barrio y de allí nos íbamos a la escuela Covadonga. Era toda una travesía", cuenta.
"Como institución nos quedó grabadísima la ayuda que recibimos del personal de Covadonga no sólo por albergarnos, sino también por acompañarnos en esos tiempos tan difíciles. Gracias a ese colegio y a la comunidad navarra de Rosario, que nos donó el dinero, se pudieron construir dos aulas nuevas", subraya Graciela. Y finaliza: "Nos llevó tiempo reconstruirnos emocional y ediliciamente como comunidad escolar. Hoy, 2023 todavía seguimos trabajando disgregados en tres lugares, sin la escuela completa, y pidiendo obras"… igual que hace 20 años.
A 20 años del desborde del Salado