Cuando se ingresa a El Pozo por alguna de las calles que lo rodean, se ven las casitas bajas, apacibles, con techos de colores; en el centro del barrio, como viejos tótems, las Torres de diez pisos desde cuyos balcones ladran los perros y se secan colgadas en los tendederos las ropas al sol. En la placita central los pibes patean una pelota, una señora pasea a su mascota y una pareja de novios comparte el mismo posteo desde un celular.
Pero al detener la mirada, se alcanza a notar que en El Pozo casi todas las viviendas están enrejadas. Hay rejas en las ventanas, en los porches de entrada, en las puertas. Parece una ciudad dentro de otra ciudad, pero entre bastones de hierro. Esta fisonomía, quizás un síntoma de época, encuentra su explicación en la inseguridad que cunde en el barrio, de la cual los vecinos ya están hartos, cansados y temerosos.
"Desvalijaron la vecinal del barrio". "Desde el primer piso de la Torre 12 sacaron una bici y chau, se la robaron". "Le manotearon la cartera a una señora a plena luz del día". "En el centro comercial, se 'chorearon' los cables de afuera de un local". Todo en las últimas semanas: las frases pertenecen a los propios ciudadanos del barrio, y son una radiografía de la delincuencia desde el testimonio más directo y sin filtro: el vecinal. La preocupación por las situaciones que se viven es evidente.
Pero hay otros problemas, y que hacen a la infraestructura urbana. En varios sectores hay calzadas con socavones pronunciados: dos en calle Alejandro Greca al 1100. Entre Manzanas 12 y 11 no hay iluminación; sobre calle G. Estévez Boero hay un corralito del municipio que, según los propios ciudadanos, hace "mucho tiempo" que está, y advierte sobre una profusa sobreelevación en la carpeta asfáltica.
"Mirá: acá hay un socavón -un índice lo señala-. En cualquier momento se hunde. Y más allá, donde está el contenedor de basura, otro. Aquel se debe a un caño roto que pierde agua. Cuando llueve este sector se inunda", advierte Juan, vecino. Asiente Patricia, que se había acercado para compartir su testimonio. "Acá circula droga, trata de personas, prostitutas", coinciden. Lo único que destacan como positivo es que el camión recolector pasa a recoger los contenedores de residuos domiciliarios.
Alcantarillas y colectivos
En un relevamiento realizado el pasado martes 8, El Litoral relevó al menos cinco tapas de alcantarillas faltantes. "Se están robando todas las bocas de tormenta" -apunta Juan- para seguramente vender el hierro en alguna chacarita". El problema, además del acto vandálico, es que los pozos quedan y cualquier vecino (niño o persona mayor, por caso) puede pisar el agujero y lesionarse.
El otro punto que critican varios vecinos consultados es el cambio en las líneas de colectivos (la Nº 2 y Nº 9, que ahora rodean el barrio y no ingresan por las calles interiores). "El problema va a estar cuando haga mucho frío y los escolares tengan que caminar 300 metros hacia alguna de las calles para llegar donde paran los coches", se anticipa Jorge.
Pero hay una dificultad colateral. "Yo voy a laburar al Cullen todos los días a la 5 de la mañana -relata Daniela-. Tengo que venirme desde la Torre donde vivo hasta aquí, a esperar el bondi. Está todo oscuro a esa hora (señala la parada, detrás del cual se ve un predio de matorrales y arbustos, que marca el límite oeste del barrio). Me pueden robar, me pueden hacer cualquier cosa... Me da miedo. Antes, cuando el colectivo ingresaba por el centro comercial, había menos probabilidades de que te robaran. Hay mucha inseguridad".
Charco que hueles muy mal...
Una imagen grotesca se ve en la intersección de calles Marta Samathán y Jiménez Asúa. Allí hay un charco, un "lago" de aguas servidas sobre la calle. Más técnicamente, un desborde de residuos cloacales (véase la foto que se incluye en este artículo). Hay un corralito de Assa y adentro, un vecino puso un televisor viejo y una rama, como una especie de "advertencia" a los conductores.
Leandro vive exactamente enfrente, y la entrada de su casa está a pocos metros de la podredumbre: "Adentro estamos todo el día con las ventanas cerradas y con el aire prendido, tirando aromatizador de ambiente. No se puede vivir con este olor", se queja con un dejo de resignación. Es cierto: por lo insoportable, el olor lleva a la náusea.
El asentamiento en Los Alisos "se agranda; cada vez hay más ranchos, y nadie hace nada", cuenta Cintia, que vive cerca de ese sector. Este diario informó a mediados del año pasado que allí residen al menos 57 familias. Desde el área de Hábitat del gobierno provincial y del municipal habían censado a la población que ocupa dichas tierras para brindarles mejores condiciones de vida. El objetivo "era contar con una radiografía, y luego tomar decisiones para concretar un proyecto de integración sociourbana en materia habitacional", contó este medio.
Además, la provincia se había comprometido -como dio a conocer El Litoral en enero de 2021- a disponer de un móvil policial de vigilancia para evitar más asentamientos. Iba a estar activo las 24 horas y "hará patrullaje dinámico", había dicho un funcionario de la cartera de seguridad. Lo cierto es que en esa posta de vigilancia, el patrullero está fuera de servicio, con las cuatro cubiertas pinchadas, como puede observarse en una de las fotos que acompaña esta nota.
Y la playa ya no existe más, en sentido estricto. Sólo es un manto verde de matorrales y arbustos que comieron metros y metros de costa de la laguna, por la bajante. Se ven los camalotes, que están ahí como los restos de un naufragio. Unos pibes juegan más aquí, correteando en sector donde hay pasto bajo.
Hay una última postal funambulesca. Sobre la margen oeste de Jiménez Asúa hay un cartel oxidado y abollado que con letras negras y amarillas anuncia: "Club Atlético Pío XII. La Legislatura de Santa Fe sanciona con fuerza de Ley y bajo el N° 13391 este predio".
El sector es más conocido como la canchita Pío XII, y allí antes los chicos jugaban a la pelota a toda hora del día. "Había tres canchas en total", aporta Martín, otro vecino. Pero hoy sólo quedan los arcos y el lugar es un pastizal con arbustos altos donde pastean con paciencia tres caballos.