Lunes 22.4.2019
/Última actualización 11:00
Un hombre solo. Una cama improvisada bajo las estrellas. Un mate. Un manojo de incertidumbres. Es apenas un vecino, Solo, el linyera de barrio Candioti Sur, el prolijo outsider, el que vive a contramano del resto, ¿o al revés? (Yo estoy al derecho, dado vuelta estás vos).
Se llama Armando, ponele que Pérez, dice, y tiene 43 años. También dice que llegó hace tres años desde Buenos Aires, de Esteban Echeverría, apunta. Ahora pasa sus horas cuidando los coches de los vecinos de calle Santa María de Oro 1700, su cuadra, su morada montada cual instalación artística sobre una vereda. También le dejan al cuidado sus autos los trabajadores que van al centro y pretenden no ser alcanzados por el cada vez más largo brazo del estacionamiento medido. El tipo no está apurado por echar a su visitante ocasional, pero lo va a hacer.
Yo podría vivir en Estados Unidos. O en Europa. Tengo amigos que me ofrecieron ir para allá. Pero acá estoy bien. Nunca me interesó la plata. Esa es la pintura que elige Solo para presentarse ante quien se acerca a preguntarle qué necesita. Vive en la calle por elección, dice. Está bien así.
Armando se deja acompañar un rato. Arrima una silla plástica rota que se solivia con un tacho de pintura de 20 litros. Saca el termo que ya tiene agua caliente (está tibia), tira un poco de yerba en el mate y lo ensilla. Hay libros, hay un sol de noche, un tridente de diablo rojo, un patito de goma amarillo, un florero vacío y roto, sahumerios, campanitas, una sombrilla y hasta una silla donde ya no se sienta un bebé. Objetos cirujeados componen su hábitat. También hay cuadros colgados sobre el paredón callejero. Una miseria estética, sutilmente ordenada, prolija.
El linyera ceba su primer mate, el pucho humeante entre los dedos, sentado en su sillón quizá algo menos desvencijado que su vida, las piernas cruzadas, la alpargata negra en movimiento pendular. Tira sentencias sobre sus días en la calle. Y aparecen cuentos que alguna vez le narró su padre. Él habla, su bigote baila.
Flavio RainaDebajo de su gorra asoman mechones con dejos de tintura, las canas de la barbilla rala así lo delatan. A un costado de ese rostro cuelga un aro dorado, grande, desde su oreja izquierda. Belleza marginal.
¿Cómo llega alguien a esa situación de calle? Una fatalidad económica, adicciones, falta de salud mental, en algunos casos pueden explicarlo. El tipo vive en la calle, pero en la calle tiene su hogar.
Esta es apenas una escena, un instante de su vida, un cuadro. Como el que cuelga del paredón blanco iluminado por los rayos de sol que penetran la espesura del lapacho rosado —su techo— sobre esta vereda verde del coqueto barrio Candioti Sur. Es una de las manzanas más caras de la ciudad. Allí, un departamento con una habitación y vista al Puerto llega a costar unos 11 mil pesos de alquiler.
También hay en ese triángulo de manzana a espaldas de avenida Alem un cartelón que anuncia un mega emprendimiento inmobiliario: una torre más. Jamás será habitada por Armando, al que algunos en el vecindario le devuelven el saludo. Como los pibes que se arriman a la mateada mientras reparten volantes para un político en campaña. Ellos también eran cuidacoches, pero ahora se la rebuscan con esta efímera changa de la política.
Cuando cruzan unas palabras amistosas se nota el aprecio que esos pibes tienen por el hombre solo. Lo invitan a cuidar los autos de las calles que ellos antes laburaban, le ceden su territorio. El amor también tiene estas formas. Pero a Solo le basta con su cuadra. Así está bien, me sobra, dice el tipo al que nunca le interesó la plata.
Hallucination se llama la obra de arte del fotógrafo Hag colgada en ese cuadro contra la pared callejera. Es una alucinación, dice mientras prende otro pucho el hombre flaco adentro de un pullover hueso en este comienzo de otoño todavía caluroso. Enmarcada de negro, rota como esa vida, Hallucination muestra dos realidades: la urbe y el desierto, ¿la vida y la muerte?, divididas por un médano de arena.
Como el paisaje de barrio Candioti, entre las ostentosas casas y el living-hogar montado sobre la vereda por Solo.
A mí me gusta el lapislázuli y el vitraux, cuenta el linyera. Soy restaurador de muebles, agrega, y dice que hay gente de poca cultura. Ahora no laburo de eso, vivo acá, no necesito nada, sella con insistencia. Enfrente se abre un portón, sale un auto y el vecino saluda al linyera. Comodidad no es confort, dice mirando a los ojos. Sorba el mate.
Pero también hay quienes no lo saludan. Porque dicen que es violento. Y hasta llegaron a denunciarlo. También cuentan que estuvo internado en el psiquiátrico. Sin embargo el tipo sigue ahí.
En su fábula del mundo (o de verdad) Solo cuenta que cuando arrime el frío se irá al departamento de un amigo que tiene como cinco. Me va a dar uno. Otros inviernos se acurrucó en el chasis de un auto destartalado que hace un tiempo se llevaron los municipales como chatarra. Muchos pensaron que entonces el tipo desaparecería. Pero al amanecer montó su casa en la vereda. No se entrega.
Flavio Raina