-¿Y le tiene miedo a las agujas, usted?
Estiman que un 10% de la población argentina padece miedo a las agujas. Pero la pandemia parece haber girado esa tendencia: ser inoculado contra el Covid se convirtió en una celebración que se socializa por Instagram o Facebook. Relato desde adentro de un vacunatorio.
-¿Y le tiene miedo a las agujas, usted?
-No Victoria, la verdad que no.
"Disculpe señorita -interrumpe un joven del otro lado del box de vacunación-. ¿Cuándo me aplica la inyección?".
-Espere un segundito por favor, termino con él y lo atiendo a usted-, responde bien acorazada de amabilidad y paciencia Victoria, que es la enfermera (una entre tantas) y que tiene la misión de aplicar las vacunas contra el coronavirus.
Es la hora 11.13 de un sábado muy frío. La escena relatada transcurre en el enorme estadio techado de la Esquina Encendida, en Estanislao Zeballos y Facundo Zuviría. Y ese breve diálogo muestra que la clásica "jeringofobia" argentina, que en realidad tiene un nombre técnico, belonefobia -según algunos portales especializados, se estima que un 10% de los argentinos padecen este particular miedo a las agujas- pareciera empezar a disiparse con la vacuna anti Covid.
También esa devoción casi desesperante por recibir la dosis comienza a manifestarse en estados emocionales: "La espera me tiene muy mal, tengo mucha ansiedad: hace un mes que entro una vez cada hora a chequear en la página de Santa Fe Vacuna si me toca el turno", dice alguien por un mensaje privado de WhatsApp. Seguramente aquellos que aguardan la segunda dosis para completar el esquema de inoculación sienten lo mismo.
Adentro de la Esquina Encendida está todo aceitado casi con precisión suiza. Los chicos de Desarrollo Social, con sus pecheras de color fucsia casi rosado, se apuran en coordinar a la gente que entra. Que usted vaya por allá que le tomarán los datos, que usted venga por aquí que le aplicarán la dosis. Hay mucha, mucha gente; pero todo el trámite de la vacunación no dura más de 25 minutos, máximo. Hay personas que son inoculadas desde los autos, afuera, frente a la entrada.
En el centro vacunatorio, primero están los escritorios donde se sistematizan los datos. "¿Qué origen tiene su apellido? ¡Me va a costar mucho escribirlo!", bromea un joven delante de un monitor, esperando un deletreo que le simplifique el trabajo. Otra chica acompaña hasta el box de vacunación. Y ahí aguarda Victoria, la enfermera, con su barbijo quirúrgico que le surca el rostro, con sus ojos de gesto agotado, con su cofia, con su paciencia.
En el breve camino hasta el box se ven pantallas que disparan detalles del Plan de Vacunación provincial. Pero también se muestran las "obras en marcha", las "bondades" de la "Billetera Santa Fe", incluso el retorno de la vuelta a las clases presenciales. Aparecen funcionarios en los videos.
Una vez terminada la inoculación, la enfermera recomienda: "Haga vida normal, trate de estar tranquilo, si levanta una 'liñitas' de fiebre tome paracetamol, y si le duele el brazo póngase un paño mojado con agua fresca, pero no un compresor de frío, ¿me entiende?". El último paso de todo el proceso es estar durante 10 minutos sentado en un sector lleno de sillas de plástico de color anaranjado. Esto es para monitorear si alguna de las personas inoculadas se siente mal.
En esos 10 minutos pasa de todo: la gente aprovecha para sacar fotos de su carnet de vacunación y publicarlas en sus redes sociales, particularmente en Instagram y Facebook. Uno y otro y otro posteo: ser vacunado contra el Covid se celebra así hoy: lo íntimo se vuelve público y se colectiviza como un pequeño logro: algo de menos incertidumbre entre tanta oscuridad contra un virus que cambió el mundo para siempre.
Lo que acontece en la Esquina Encendida podría compararse simbólicamente con una liturgia eucarística: la vacuna ingresada en cada brazo pareciera ser la hostia, el cuerpo de Cristo dentro del cuerpo humano; y esos 10 minutos de silla son como la celebración y agradecimiento de esa ofrenda recibida, compartida por los "feligreses". Pero no: en cada frasquito de dosis hay más de ciencia que de religión: un componente activo clave (antígeno), coadyuvantes, estabilizantes, etcétera, todo lo cual generará anticuerpos protectores.
El carnet de vacunación contra el SARS-CoV-2 -nuevo coronavirus- dictamina: "Sinopharm, primera dosis". Ni a tontas ni a locas: un brazo que recibe la primera dosis de una vacuna contra el Covid-19 es más que eso; piénsese que ese frasco sellado con el componente viajó exactamente 19.045 kilómetros por vía aérea desde el Sinopharm Chemical Reagent Beijing Co. (China, donde se produce esa vacuna) hasta la ciudad de Santa Fe, pasando por varias escalas, claro.
Si uno mira en perspectiva histórica, puede deducir que luego de que la OMS declarara la pandemia a nivel mundial, un 11 de marzo de 2020, transcurrió casi un año y cuatro meses. En términos de línea temporal ese tiempo no es nada, aunque la pandemia haya transformado todo. El desarrollo de vacunas contra el nuevo coronavirus demoró menos de 12 meses; la vacuna contra el Virus del Papiloma Humano (VPH), por ejemplo, 25 años: un cuarto de siglo.
Victoria, la enfermera, sigue inoculando. Continuarán durante el día los turnos programados, y mientras mucha gente sale otra tanta va entrando a la Esquina Encendida. Victoria sabe, en su fuero más íntimo y profundo, que con cada dosis que coloca no sólo inyecta una proyección antiviral: inyecta esperanza.