Eugène Delacroix fue un pintor francés del siglo XIX, uno de los principales representantes del romanticismo, cuyo espíritu era eludir las restricciones del academicismo y enfatizar la manifestación de las emociones.
El francés Eugene Delacroix capturó, en una de sus obras más populares, la esencia de la revuelta que estalló en París el 28 de julio de 1830, cuando el pueblo se levantó contra Carlos X.
Eugène Delacroix fue un pintor francés del siglo XIX, uno de los principales representantes del romanticismo, cuyo espíritu era eludir las restricciones del academicismo y enfatizar la manifestación de las emociones.
Como señala Enrique Valdearcos en su artículo “Romanticismo y realismo”, la pintura es el “terreno plástico más apropiado para expresar la sensibilidad romántica, porque el romanticismo es un arte subjetivista e íntimo que renuncia a las cosas exteriores y concentra su atención en el interior del ser humano. Por eso es el campo plástico preferido por el artista romántico. Un campo ficticio, liberado de toda sumisión a la realidad, un terreno que permite realizar toda suerte de fantasías y conjeturas cromáticas”.
En especial, se valora de Delacroix su habilidad para el uso de la pintura al óleo y su manejo del color y la luz, aspectos que resultaron influyentes para movimientos artísticos que aparecen algunas décadas después, entre ellos el impresionismo y el simbolismo. Considerado por los especialistas como un continuador de Gericault se valió para sus trabajos de las experiencias obtenidas en sus viajes, entre ellos uno en particular que lo llevó hasta África del Norte.
Miguel Calvo Santos señala en un artículo que el artista quedó deslumbrado, en Marruecos y en Argelia, por el exotismo de sus gentes, la sensualidad y el misterio que poseían. En efecto, en sus obras aparece un marcado interés por los detalles y las expresiones de los personajes, que permiten al observador obtener una comprensión más cabal de los sentimientos que de ellos emanan.
Las contribuciones que hizo Delacroix son todavía valoradas un siglo y medio después de su muerte y son visibles también en el arte mural y decorativo. Es que, además de sus intervenciones en lienzos, ejecutó proyectos vinculados con el muralismo, como los frescos en la Capilla de Saint-Sulpice en París. Por su estilo y los argumentos que proponía en sus pinturas dio lugar a controversias durante su vida. Sin embargo es respetado por su genialidad.
Sofía Vargas, en un artículo dedicado al pintor publicado en el portal My Modern Met explica que el color estaba al centro del estilo pictórico de Delacroix. “Como ávido estudioso de la teoría del color, creó paletas bien pensadas que realzaban la temática de sus cuadros”. Vargas también sostiene que Delacroix es considerado un precursor de los impresionistas porque “no intentaba disimular la textura de sus pinceladas, sino que las hacía más visibles”.
En general, las temáticas elegidas por el autor francés son dos: los ambientados en entornos orientales y los históricos. Así, algunas de sus obras icónicas son “Mujeres de Argel en su apartamento”, “La muerte de Sardanápalo”, “La caza del león” y “La Matanza de Quíos”, donde se denuncia la violencia ejercida por los turcos contra los griegos.
Símbolo de libertad
A la vez, emerge entre sus trabajos más conocidos aquel que se titula “La Libertad guiando al pueblo”, donde Delacroix plasma su visión, cargada de simbolismos. Este lienzo, que se encuentra en el Museo del Louvre, alude a los movimientos revolucionarios acaecidos en París el 28 de julio de 1830, hace justo 193 años, cuando el pueblo de París se levantó en armas contra el gobierno autocrático del rey Carlos X de Francia.
En la propuesta pictórica elaborada por Delacroix, la “libertad” tiene la fisonomía de una mujer, semidesnuda, que alza la bandera tricolor de Francia e impulsa a una muchedumbre armada, con una ciudad en llamas de fondo, a mantenerse en pie. Debajo, hay unos soldados caídos que aparecen como contraste a los guerreros que, pese a sus rostros demudados debido al fragor de la batalla, no ceden sus posiciones envalentonados por la dama-libertad.
Es interesante como Delacroix muestra, en el fragmento plasmado, la composición del cuerpo de lucha: hay personajes que, por sus atuendos, parecen provenir de distintas clases sociales. Y se ven igualados ante la guía que les ofrece esa mujer bellísima y bravía.
El valor que posee la obra tiene que ver con la representación de un momento histórico, pero también con lo que logra el pintor: capturar el fervor político y las ansias revolucionarias. Eso le da un sentido atemporal. El cuadro puede ser abordado, entonces, como un “símbolo” de libertad, unión ante la adversidad y justicia.
Fulwood Lampkin, en un artículo publicado en historia-arte.com, señala que “estamos pues, quizás ante el primer cuadro político de la pintura moderna. En la enorme obra aparece un representante de cada francés: burgueses con chisteras, mendigos con harapos, niños con pistolas y cadáveres por doquier en el suelo. Al fondo, una masa de gente anónima lucha entre el humo y las explosiones”.
En la visión de los expertos, esta pintura constituye un ejemplo del estilo romántico que caracterizó a Delacroix: el uso expresivo del color y la luz acentúan la intensidad emocional de la escena. La obra obtuvo una respuesta ambigua por parte de los contemporáneos al artista: hubo quienes la consideraron una representación de los ideales revolucionarios y quienes, por el contrario, la asumieron como incitación a la violencia.
Sin embargo, como ocurre con las grandes obras que pasan a ser patrimonio de la humanidad, “La libertad guiando al pueblo” fue reutilizada en distintos contextos, lo que demuestra que no resultó indiferente para las posteriores generaciones.