Natalia Pandolfo
“Yo daría la vida por Colón”, decía siempre Mario, como quien sabe algo que el resto no.
Había nacido en Viale, una de las poblaciones que asoman tímidas sobre las lomadas entrerrianas. Un día, con los chicos de la escuela, vino a visitar Santa Fe. No había traído merienda, así que se separó del grupo con un amigo y caminaron juntos en busca de un kiosco. Otros tiempos.
En esos metros deambulando por J. J. Paso apareció ante su vista el Cementerio de los Elefantes. Mario se quedó pasmado. Ese gigante adormecido, con su lomo teñido de rojo y negro, se le antojó magnífico. Se quedó observándolo -¿segundos?, ¿minutos?- hasta que registró que su compañero seguía viaje y partió. Si se tratara de una mala telenovela venezolana, podría decirse que su corazón quedó plantado allí para siempre.
Desde entonces, ante el asombro de propios y extraños, Mario se convirtió en un ferviente hincha sabalero. Con la adolescencia llegarían las primeras escapadas para ir a la cancha, el centavo sobre centavo para pagar una entrada, las mentiras piadosas a los viejos para cruzar el túnel, el camino bifurcado en esa familia en la que todos llevaban impresa en el pecho la banda de River.
Cuando Paola lo conoció, Mario era un fanático de raza. “Qué lugar voy a ocupar yo en tu vida, si Colón ya tiene el primero”, le decía ella. Él reía con ganas.
La pareja se las rebuscaba: ella limpiaba en casas de familia, él daba clases de Matemática. En los últimos tiempos había conseguido la coordinación de la secundaria nocturna de Seguí, a pocos kilómetros de casa. La plata era arena entre las manos, pero Mario encontraba la forma de viajar a Santa Fe al menos una vez al mes, aunque fuera a dedo. Cuando no se podía juntar ni siquiera para la entrada, se sentaba en el sillón y enloquecía: hablaba con el técnico, explicaba al aire cómo deberían ser las jugadas, gritaba barbaridades, se agarraba la cabeza. Su mujer lo miraba y paseaba dos horas entre la ternura y la resignación. Cuando la mala racha era tan grande que el partido coincidía con alguna clase, Paola escuchaba y mandaba al celular mensajes de gol.
Una vez Mario pudo comprar platea. Fue raro: estaba más cómodo, pero faltaba ese algo que los expertos denominan pasión. Entonces pegó un salto y aterrizó en la popular. La picardía le costó un tiempo con muletas, pero valió la pena: ahí había calor, locura, aguante, esas cosas que escapan a la comprensión del ateo.
En los últimos partidos renegaba: la cosa se había puesto complicada para el sabalero. Pero Mario no perdía la fe, y se subía siempre a la misma cábala: cada vez que Coloncito jugaba, él prendía el fuego y asaba unos sábalos. Era su ceremonia. Paola y su hija de 15 años lo acompañaban divertidas: no les había quedado otra opción que adoptar esos colores y quererlos como propios. Un hijo de la hermana de Mario, ahijado suyo, se sumó también a la insólita troupe de vialenses sabaleros.
El 23 de noviembre, Mario vino a Santa Fe a ver Colón-Ferro. Andaban cortos de plata y Paola estaba en reposo por una intervención. No estaba convencido de viajar solo en moto, pero lo hizo: faltar a la cita no era una opción. Ese domingo al mediodía cumplió con el mandato de enviar un mensaje para avisar que estaba todo bien, que ya volvía. Fue la última vez que su mujer tuvo contacto con él.
La ilusión del ascenso a primera lo guiaba como un faro: estaba feliz, ilusionado. Nadie sabrá qué pase del destino hizo que la moto derrapara sobre el pavimento. Era lunes 24, un día antes del cumpleaños de Paola. Ella se lamenta porque Mario no pudo formar parte de la multitud delirante que celebró el ascenso. Y dice que con su hija piensan ahora hacerse socias del club y perderse entre la hinchada: una manera mágica de seguir unidas a él, los tres bajo una misma bandera, como siempre.