Jueves 28.10.2021
/Última actualización 18:49
Un clásico es un clásico en cualquier parte del mundo. Pero se vive diferente en países como el nuestro o como Italia. Si bien el principal rival del Inter es el Milan, la Juventus no es un rival más y se lo toma, a este enfrentamiento, como un verdadero “derby”. En la semana se hablaba de un estadio Giuseppe Meazza con capacidad reducida, con un aforo de “sólo” 56.000 espectadores y con espacio para evitar aglomeraciones, tanto adentro como afuera. Nada de esto ocurrió. El interminable estadio que está ubicado en el barrio de San Siro, a unos 15 minutos en tranvía desde la plaza del duomo, donde está la imponente catedral de Milan, lleva el nombre de un histórico jugador de Milan, centrodelantero, que brilló en la selección italiana y fue dos veces campeón del mundo en el ’34 y el ’38: Giuseppe Meazza.
Inaugurado en 1925, tuvo importantes remodelaciones. Una de ellas fue para el Mundial de 1990. Otra más reciente, en el 2008. Los 80.000 espectadores que pueden observar sentados el partido, no se sientan. La gran mayoría lo hace, pero hay una minoría, ubicados detrás de uno de los arcos, que vive el partido de pie, como en la Argentina. Con banderas, con alguien (o algunos) que agitan al resto, sin constancia y sin tanto contagio hacia el resto.
Inter y Juventus empataron y estuvo bien. Fue un tiempo para cada uno. Flojito lo de Lautaro Martínez en el Inter y desequilibrante el ingreso de Dybala en la “Juve”. Los cambios fortalecieron a un equipo, el visitante, apagado y poco agresivo en el primer tiempo. Y el final llegó con polémica. Un penal que vio el VAR pero no el árbitro. Lo llamaron, fue, observó y en menos de un minuto, rectificó y cobró. Dybala lo convirtió en gol y desde allí arriba, en la última bandeja detrás de ese mismo arco, explotó la hinchada visitante.
Pero el partido no es lo que más importa. Lo que interesa es lo que rodea al partido. Ver un encuentro de fútbol en Italia es como asistir a un gran teatro, pero eso tiene su costo. Las entradas no son accesibles. Por ejemplo, en una ubicación digamos regular, como puede ser la de estar en un córner, hay que desembolsar 130 euros. A valores nuestros, estamos hablando de unos 27 o 28.000 pesos. Si lo comparamos con un sueldo en nuestro país, ir a la cancha a ver un partido de fútbol significaría dejar en ese “programa” dominguero, en algunos casos, la mitad del sueldo o algo poquito menos. En Italia, el sueldo mínimo está en el orden de los 1.200 euros. Nadie gana menos que eso. Sería como pagar, en cada partido, un diez por ciento aproximadamente de lo que se gana. También es caro, pero se puede asegurar con el abono anual, reduciendo bastante el valor. De todos modos, los privilegiados 60 o 70.000 espectadores que desbordaron las limitaciones que en principio se decía que iban a establecerse en el Meazza, seguramente no son los que menos ganan o los que deben conformarse con un sueldo mínimo que convierte en complicada a la vida en Milan, ya que el alquiler de una vivienda no baja de los 800 euros (unos 170 a 180.000 pesos nuestros). A los abonos y a las entradas las compran los cientos de miles que ganan bien, en una ciudad en la que, si hay pobreza, no se nota.
Un partido de Liga, en Italia, es como un partido de Mundial. El estadio se presenta impecable, adentro y afuera. Y el Giuseppe Meazza tiene una particularidad: en el sector oficial han construido un pasillo, tipo vereda, con balcón a la cancha, que sirve prácticamente de techo para los suplentes que esperan su turno para entrar. Por allí, el desfile de gente se hace incesante. Y a tono con lo que identifica a esta ciudad –hablamos de la moda-, la cancha de fútbol no es la excepción. Se visten bien: sacos, sobretodo, todos empilchados y las mujeres tampoco dejan escapar la ocasión de mostrarse. Es la imagen misma de una ciudad en la que todos se empilchan con lo último de lo último. Glamour, aromas caros y exclusivos, seducción y refinamiento. La cancha no es la excepción. Y esa vereda lo sabe.
Afuera, los carritos hacen su negocio. Ubicados uno al lado del otro, se pueden adquirir comidas, bebidas (alcohólicas también y se venden sin ninguna restricción, se toma mucho y nadie desvaría ni se excede) y el marketing del Inter, que funciona no sólo en la tienda oficial sino también en otros negocios que venden las de “segundo nivel”, tipo outlet, allí mismo y a precios algo más módicos (de todos modos hablamos de 15 euros, o sea algo más de 3.000 pesos, la bufanda del partido).
Pero lo que llama la atención es la estrategia de la policía para que ingrese la hinchada visitante. Como el estadio –inmenso por donde se lo mire- se puede recorrer por afuera a través de una gran explanada en toda su extensión, hay puertas que se cierran en el ingreso a la tribuna alta visitante. Entonces, es el momento en que la policía cierra el normal recorrido de los hinchas locales para que ingresen los visitantes. Lo único que no evitan son los silbidos y los insultos, pero no hay manera de que se puedan cruzar. Y el corte se hace por algunos minutos, para luego permitir la circulación de los locales por un rato y de vuelta a repetir el operativo hasta que todos hayan ingresado. Esto obliga a un accionar preventivo permanente de la policía. Lo hacen. Y lo hacen bien.
Los hinchas del Inter no critican a sus jugadores, no insultan ante el error, antes del partido desde el altavoz del estadio (y la pantalla led) gritan el apellido luego de que el locutor diga su nombre, nadie silba, todos aplauden.
Si nuestras raíces fueron muy italianas, vale decir que en el fútbol superamos el nivel de pasión que muestran los italianos. No porque los tanos no la tengan, sino porque se contienen un poco más. O será que nosotros nos desbordamos más. Al menos, eso es lo que demuestran en un estadio que, no me canso de repetirlo, marca una gran distancia con cualquiera de las canchas de nuestro país. Es un estadio comunal, público, lo mantiene el Estado. Y está impecable por dónde se lo mire. En Argentina, esto no sucede.