778 encuentros en 17 años como profesional. 672 goles, un promedio de 0,867 por partido. Máximo goleador de la historia del Barcelona y máximo goleador de la historia del fútbol español. 37 títulos con el Barcelona que lo llevan a convertirlo en el jugador más ganador de los 122 años de la historia de ese club. Máximo goleador del siglo XXI. Jugador con más partidos jugados en Barcelona. Máximo goleador en una temporada de Liga (50 goles). Máximo goleador en la historia de la Champions jugando para un mismo club.
Lionel Messi y Barcelona eran lo mismo. Fueron lo mismo. Messi supo escribir dos historias de amor paralelas: una con la blaugrana del Barsa y la otra con la celeste y blanca de la selección. Imposible separar a Messi de ambas. Imposible hasta este lapidario 8 de agosto de 2021. Inesperado, inverosimil, increíble, inimaginable. Messi se despidió del Barcelona queriendo quedarse. Y libre. Con un contrato vencido que él aceptaba arreglar con una quita del 50 por ciento. “Hice todo lo que estuvo a mi alcance, más no puedo”, dijo. Nadie le propuso otra cosa. Parece mentira que esta historia iniciada cuando Messi tenía 13 años y llegó a la Masía para que Barcelona le pague un costoso tratamiento para superar aquélla deficiencia en la hormona de crecimiento, tenga este final.
Parece mentira que por culpa de malos negocios que llevaron a Barcelona a generar fichajes por 1.112 millones de euros en los últimos cinco años, contra 760 millones de ingresos y un déficit de 350 millones de euros, tenga que desprenderse del jugador asociado al éxito deportivo y económico más trascendente de toda su historia por lo que generó, adentro de la cancha con su genialidad incomparable y afuera con esa máquina de facturar que se convirtió desde el mismo momento en el que el holandés Frank Rijkaard decidió ponerlo por primera vez en el equipo.
Escudados en que todo tiene un final, hasta la salida de Messi del Barcelona tendría sentido. Pero hay que tratar de entender por qué es el final, cómo se da. Todos pierden. El club y la propia Liga. Barcelona se acostumbró en 17 años a jugar con un as de espadas venerable, inmune a los fracasos. Invirtió mucho dinero y lo recuperó con creces. En la vil moneda y en los títulos. Sus vitrinas desbordaron de trofeos, su estadio se vio abarrotado de abonos y el marketing creció en forma exponencial, simétrica a los logros. La Liga se convirtió en la más deseada del mundo durante años. Y hasta la España futbolera se vio beneficiada con un título del mundo que tranquilamente pudo haber sido de él, también, si Argentina se dormía y no armaban, entre gallos y medianoche, aquél amistoso en cancha de Argentinos Juniors y él, sobre todo él, no tomaba la decisión que más añoró: la de jugar para la selección argentina.
Ni en la mente más pesimista podía instalarse la idea de que Messi se iba a ir del Barcelona libre, llorando y diciendo que quería quedarse. Cuesta echarle culpas a la pandemia, cuesta entender que el fair play financiero haya impedido la continuidad en su propia casa de alguien que se ha convertido en una máquina recaudadora imparable e interminable, cuesta entender cómo hará Laporta -el presidente más querido por Messi y el que alguna vez se “arriesgó” a darle el equipo a Pep Guardiola- para lograr que el hincha culé supere este golpe y él logre restablecer la confianza de su gente.
Messi se fue de Barcelona, libre y queriendo quedarse. ¡Qué quiere que le diga! A mí me cuesta mucho creerlo.