Pasaron 10.226 días desde aquél 4 de julio de 1993, cuando los dos goles de un santafesino (Gabriel Omar Batistuta) le daban la victoria a la selección de Alfio Basile por 2 a 1 ante la de México, en el imponente Monumental Isidro Romero Carbo de Guayaquil, ante 40.000 espectadores.
Extrañamente, el Bati no fue el goleador de ese torneo sino un venezolano, José Luis Dolgueta, que marcó cuatro tantos, contra tres de Batistuta, que fue clave en aquella final. Días más tarde, acompañado por Darío Pignata y Guillermo Di Salvatore, fuimos a Reconquista a entrevistarlo, en una tarea no muy fácil que digamos por su rechazo a la prensa. La guardia periodística que montamos frente a su domicilio particular, dio sus frutos. Finalmente accedió y pudimos charlar con un hombre que fue trascendente en la historia de la selección por sus 54 goles, cifra altamente superada luego por Lionel Messi.
En aquella selección jugaban el Negro Altamirano y el Beto Acosta, surgidos de las inferiores de Unión; estaba Néstor Craviotto, dos veces entrenador de Unión; Darío Franco, con los años convertido en entrenador de Colón; el Turco García, uno de los refuerzos de “chapa” y trayectoria que vino a Colón luego del ascenso en el ‘95, dos años después de haber sido, precisamente, campeón de América con la selección, y el técnico de ese equipo era el Coco Basile, hoy cerca de cumplir los 78 años, quien once años después de ese gran logro, fue entrenador de Colón.
La Argentina tuvo ocho presidentes de la Nación desde ese entonces: Carlos Menem, Fernando De la Rúa, Adolfo Rodríguez Saa, Eduardo Duhalde, Néstor Kirchner, Cristina Fernández de Kirchner, Mauricio Macri y Alberto Fernández, cifra que se engloba a once si se contabiliza a Ramón Puerta y Eduardo Camaño, que estuvieron tres y dos días, respectivamente, en aquél febril y ajetreado final de año de 2001, y a Federico Pinedo, que estuvo doce horas a cargo de la presidencia en el 2015.
Colón y Unión estaban en la B cuando Argentina consiguió su último título. Colón arrastrando todavía aquélla frustración de los penales en Córdoba y Unión sumergido en una crisis deportiva que luego también tuvo un estallido desde lo económico e institucional, hasta que llegó Angel Malvicino a la presidencia.
Habíamos sido campeones de América en el 91, con una brillante actuación en Chile y luego de 32 años sin ganar esa Copa, algo que no importaba demasiado porque veníamos de un proceso de excelencia futbolística con los títulos mundiales del 78 y el 86, más el subcampeonato del 90. En ese interín entre el título en Chile y el de Ecuador, también ganamos la Copa de las Confederaciones y la Copa Artemio Franchi, títulos menores pero que también sumaban para el palmarés y las vitrinas.
Allí comenzó el derrotero. Mundial de 1994, Copa América del 95 y el 97, Mundial del 98, Copa América del 99, Mundial del 2002, Copa América del 2004, Mundial de Alemania 2006, Copa América 2007, Mundial 2010, Copa América 2011, Mundial 2014, Copa América 2015 y 2016. El aspecto distintivo y coincidente, desde el 2006 en adelante, tuvo nombre y apellido: Lionel Messi. Fueron siete torneos en los que Messi logró un protagonismo relevante que no se vio directamente vinculado con el éxito. Jugó cuatro finales en ese lapso y las perdió a todas. Justamente él, que ganó 35 títulos con el Barcelona, que había sido campeón mundial juvenil y olímpico con la selección argentina, que es el que más veces vistió su camiseta y el que más goles hizo, siempre quedaba “a pata” en el final. Y como si todo fuera una gran paradoja del destino, dos técnicos argentinos lo dejaban con las manos vacías en apenas un año de diferencia. Sampaoli y Pizzi, ambos dirigiendo a Chile, levantaban el trofeo en sendas finales que se definieron en la lotería de los penales.
Corrió mucha agua debajo del puente, suficiente para que haya generaciones que sólo conozcan lo que es ganar un título con la selección por lo que sus padres o abuelos le pudieron contar de aquéllas proezas de Mario Kempes o de Diego Maradona que le dieron brillo y oro al viejo y glorioso fútbol argentino. No podía ser que un jugador como Lionel Messi no ganara algo. Y lo logra en el Maracaná y ante Brasil, de visitante, consiguiendo algo que ninguna otra selección argentina se ha podido adjudicar: vencer a los brasileños, en su casa, en un partido oficial.
La Copa América no tiene la envergadura de un Mundial, es verdad. No es cuestión de ponerse a comparar ahora si está o no a la altura de aquéllas proezas que le dieron brillo y gloria al fútbol argentino. Creo que sí. Lo creo porque fue en Brasil, el país que más mundiales ganó, potencia indiscutida desde siempre, rival a vencer por todos -los de esta parte del mundo y los de la otra también- y porque fue en el mismísimo Maracaná, escenario legendario en el que aquéllos uruguayos del Negro Jefe Obdulio Varela enmudecieron a 200.000 brasileños. Setenta y un año después, el fútbol mundial le rinde pleitesía y admiración a Lionel Messi. En un país exitista, resultadista, que divide siempre, que busca grietas y compara, parecía absolutamente necesario que Messi fuera campeón. No me parece que debiera demostrar algo para ratificar que es el mejor. Pero este Messi campeón en el Maracaná, fue brillante. Como el Matador en Argentina, como Diego en México.