(Enviado Especial a Doha, Qatar)
Desde el frenesí y la comunión entre la hinchada y el equipo, pasando por los gestos de Messi y 120 minutos que fueron más fluctuantes que un electrocardiograma.
(Enviado Especial a Doha, Qatar)
Leía la columna de mi amigo José Luis Lanao y él pinta, desde su propia lejanía en España, lo que hoy está pasando con Argentina. “… El fulgor festivo muestra sus vísceras y baila en las esquinas, acariciando este sueño eterno. La felicidad es una elección de cada mañana. Argentina se va feliz de este partido con Países Bajos, con una sonrisa grande como una raja de sandía. Se mantienen los sueños, los del pasado y los que están por venir. Ya queda poco ahí afuera, ese sol luminoso que nos acompaña y un fútbol croata, peligroso, que nos espera con un colmillo fuera…”, dice Lanao, tratando de darle lo que muchas veces no se consigue: palabras, frases y definiciones a algo que se siente desde lo más profundo. Se vivió aquí en Doha, en la misma cancha, en el vestuario, en la concentración, en las tribunas, con la gente. Y se vivió a miles de kilómetros en cada rincón de una Argentina totalmente encolumnada detrás de este equipo, sintiéndose parte –e importante- de esta búsqueda de la gloria que ya no es patrimonio de un plantel sino de un país. Sólo por eso se puede justificar tamaña presencia de argentinos en Qatar. Llegan desde todas partes. Familias enteras que están radicadas en países de Europa o en Estados Unidos, ya casi sin el acento, con hijos que hablan otro idioma y crecieron con otras costumbres. No importa. ¿Y el resto?, ¿Los iraquíes, los de Bangladesh, los de la India, los mismos qataríes, los árabes?, aprenden las canciones, se suman a los banderazos y se inclinan cuando nombran a Messi. Es una locura. Una cosa es contarlo y otra es vivirlo. Eriza la piel, infla el pecho y emociona. Uno ya está, a esta altura, en carne viva y con los ojos a punto de explotar de tantas lágrimas y emoción contenida. Todo fue así desde el inicio. Pasamos de la angustia al éxtasis, sufrimos, reímos, nos alegramos y nos preocupamos. Todo metido en el combo. Y por si algo estaba faltando, el partido para una novela del viernes.
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Van Gaal se encargó de calentar la previa y los jugadores argentinos se engancharon. Es un buen equipo el suyo. Pero un buen equipo que terminó jugando con una vieja fórmula: tirarle centros a un grandote. Argentina lo tenía todo controlado y la planificación de Scaloni se fundamentaba en un trabajo defensivo muy sólido. Algo falló en ese recorrido inicial de los 90 minutos (que en realidad fueron 105 por los que adicionó este flojísimo árbitro español que sacó 14 tarjetas amarillas), para que no se lo pudiera liquidar en ese primer intento. Quizás una inclinación natural a replegarse y esperar la estocada del rival, que se hizo viral en esa parte final del encuentro. Cuestión a corregir por el técnico, porque algo parecido ocurrió con Australia y si no fuese por la atajada de Dibu Martínez, la historia se repetía. No en cuanto a la elección del sistema (Argentina lo cambió y jugó con un 5-3-2 flexible, que se convertía en 3-5-2), sino respecto de la estrategia (¿por qué esperar tan atrás?). El tiempo suplementario fue todo lo opuesto, sobre todo en el segundo tiempo. En esos 15 minutos finales, Argentina lo apabulló a Paises Bajos, se lo llevó por delante y lo tuvo al borde del nocaut. Como le pasó al Zurdo Herrera en aquélla pelea contra Maurice Hope en Londres, lo tenía sentado prácticamente contra las cuerdas y listo para rematarlo, pero le dio el resquicio suficiente para que pueda salir de un nocaut seguro. En este caso, hasta el palo se confabuló con la selección en ese remate final de Enzo Fernández. Los penales, esta vez, pusieron las cosas en su lugar. No fue una cuestión de suerte, como dijo Van Gaal. Fue una cuestión de justicia. Nunca debimos llegar a esa instancia, pero el partido fue cambiando de dueño y no estuvo exento de dramatismo en ningún momento. Pasamos de la alegría y supuesta tranquilidad, a la angustia exagerada, pasando por el desconsuelo de algo que se había perdido en el décimo minuto de descuento. Un suspenso e incertidumbre descomunal. Un partido para la historia (o para el diván) como hacía muchísimo tiempo no se veía, ni siquiera comparable con aquélla definición similar (en semifinales) del Mundial de 2014.
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Vimos también a ese Messi con mezcla de Riquelme y Maradona. El “Topo Gigio” para Van Gaal y ese tono desafiante contra Weghorst tratándolo de “bobo”, lo pusieron en un escenario al que no nos tiene acostumbrado. Messi no es Messi desde ese lugar, sino desde otro. Antes de eso, o en el medio de todo eso, su cintura y altura de capitán se vio puramente reflejada en el momento en que Lautaro Martínez convirtió el gol de la victoria en la serie de penales, para salir corriendo en una sola dirección: la de su arquero, el Dibu Martínez, héroe en esa definición. Messi no tiene ese perfil de “bravucón”. Tampoco lo necesita. No va con su personalidad ni tampoco es acorde con su conducta. Es posible que esté arrepentido, sobre todo de lo que le dijo al delantero holandés. Lo de Van Gaal puede haber sido un estallido natural y entendible. Todos tenemos un momento en el que nos colman la paciencia y explotamos. Su rol de capitán está muy bien desempeñado con su juego (que es de excepción en este Mundial), con la ascendencia e identificación con sus compañeros y con ese amor propio traducido en amor a la camiseta y en el fútbol incomparable que despliega. Entiendo a los que quieren y les gusta este Messi. Desafiante y hasta camorrero. No es él en su esencia.
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Vuelvo a esos sentimientos expresados –a duras penas- en el principio. Vuelvo a esa comunión que se siente entre el equipo y la gente. “… Vinimos a Doha, para ser campeón mundial…”, gritan a cada rato por estas calles tan concurridas y coloridas en estos tiempos, de una Doha abierta, cálida, políglota, multifacética, asombrosa y perfecta. Y el recuerdo de Diego que surge a cada instante, la veneración por Messi y la convicción de que los jugadores van a dejar todo en la cancha, tal como el hincha lo pide. El sueño es grande pero posible. Las pruebas de carácter fueron varias y respondidas. El equipo fue creciendo, hay jugadores que inesperadamente se convirtieron en figuras repentinas (Enzo Fernández, Julián Alvarez y Alexis MacAllister), otros que han recuperado su nivel (Cristian Romero) y otros que, al igual que Messi, van detrás de esa última oportunidad de abrazar la gloria (Otamendi y Di María). Falta poco y el premio es mucho. El viernes, Argentina jugó un partido infartante y para el recuerdo. Pero todos saben que apenas se escribió otro capítulo de una historia a la que le falta el gran final.