Claudio Lozano es economista y director del Banco Nación. Ayer se sumó a las estridentes disfonías del Frente de Todos y propuso una moneda “no convertible” que financie consumos sociales, sin que los grupos concentrados que venden los alimentos puedan luego generar presiones sobre el dólar.
En la derrota, la desesperación atormenta a los creadores de la contabilidad imaginativa. La crisis de 2001 fue la coronación de un desvarío macroeconómico que tuvo carga explosiva en las disputas internas del peronismo en el poder, entre un Carlos Menem que dilapidó lo que quedaba del remate de las joyas de la abuela, y un Eduardo Duhalde que atormentó las cuentas del grupo Bapro, no sometido a regulaciones del BCRA.
Fernando de la Rúa se llevó todos los costos del peronismo “neoliberal”, hundido en el déficit fiscal cuando la soja valía poco más que nada. Domingo Cavallo no lo rescató. Ya es inútil recordar que ni siquiera Néstor Kirchner quería salirse de la Convertibilidad, o que Eduardo Duhalde fue responsable de la represión y de la promesa dolarizada que terminó en pesificación asimétrica.
La salida fueron las cuasimonedas que corrían a gran velocidad porque nadie las quería, porque valían menos. Los gobiernos irresponsables o incapaces, tienden a diseñar las cuadratura del círculo -si no la circulatura del cuadrado- antes de agravar lo inevitable. Imprimir billetes en pesos o vales de comida, será como repartir un pan enmohecido.
La grieta se ha revelado dramáticamente. No está entre oficialismo y oposición; expresa la decisiva disfuncionalidad de aquella “genial” creación electoral en la que Cristina Kirchner se ocultó detrás de un moderado Alberto Fernández.
Tras la derrota en las Paso, con 4,8 millones de votos menos, con poco más del 30% de sufragios en favor del oficialismo, el kirchnerismo se encuentra desnudo en su propia casa, sólo en el núcleo duro de La Cámpora y del Instituto Patria. Alberto corre al amparo de intendentes del conurbano, ensaya convocatorias a la misma Unión Industrial Argentina a la que desairó pocas horas atrás, pide reunirse con la CGT.
Sergio Masa se pregunta cómo haría para hacer aprobar el presupuesto 2022 en un escenario electoral que se complica para alcanzar entendimientos con la oposición. Al acuerdo con el FMI no se llega metiendo dinero espurio a discreción especulativa; el desplazamiento de Matías Kulfas y de Martín Guzmán a estas horas haría saltar por los aires las escasas divisas en el Banco Central, sin garantizar mejoras en las urnas.
El oficialismo no mide las afrentas simbólicas que sigue propiciando a la sociedad. El vacunatorio Vip, las fiestas en Olivos, las escuelas cerradas, los duelos prohibidos de muertes que en muchos casos pudieron evitarse, la devolución de dólares a una hija de Moyano, las visitas del camionero a la residencia presidencial sin barbijo, la suelta de presos, el narcotráfico liberado, las fronteras cerradas con viajeros abandonados fuera del país, la presión fiscal insostenible, el reparto de fondos federales privilegiando a Kicillof, la inflación alta, la pobreza creciente, la recuperación parcial de la actividad sin que se retome el empleo, el perdón de la Afip a Cristóbal López o Lázaro Báez.
El presidente grita en sus actos; necesita tranquilidad y cordura. El gobierno requiere el temple de un estadista para salir del trance ejerciendo el poder democráticamente y con razonable eficacia. Alberto Fernández debe elegir si su premisa es el país o la satisfacción de una vicepresidenta menos urgida por el bienestar general que por un ideologismo inconducente y por los expedientes judiciales que la comprometen, más aún si los vientos electorales cambian.