En el mundo "es la economía, estúpido"; en la Argentina también es la política
El programa de Javier Milei tiene el propósito de seducir a las grandes inversiones, sin las cuales es imposible iniciar el proceso de producción de riqueza que eventualmente financie el progreso.
La Argentina no es un país rico, pero posee riquezas -litio, cobre, petróleo y gas, viento y sol para generar energía, suelo para ser explotado, ríos navegables- y carece de problemas raciales o religiosos; además está lejos de los conflictos armados que sacuden al mundo. Foto: Archivo
Cuando en los '60 Noruega comenzó a explotar petróleo y gas del Mar del Norte, pidió créditos para financiar la producción y sus astilleros se reconvirtieron a fin de atender la demanda tecnológica para operar en aguas agitadas y profundas: ganaron los grandes jugadores internacionales y las empresas locales. El país pagó sus créditos, financió su bienestar sin anabolismo populista y -sobre todo- hizo un fondo anticíclico (el NBIM, en 1990) para despejar su futuro. Ningún gobierno de turno puede usar más del 3% de su renta; no hubo allí un presidente que se abalanzara a discreción para abrazar, como si fuera propia, la caja de los fondos públicos.
El país nórdico evitó el "mal holandés", que se genera cuando el ingreso de divisas fortalece la moneda local y ahoga la competitividad del resto de la economía interna. El NBIM contabiliza hoy casi 1,4 billones de Euros. Las inversiones que financian el bienestar social se hicieron en su mayoría fuera del propio territorio, que por lo demás tiene 70% de sus ventas en 0km con motores eléctricos. El mercado del petróleo -está por verse- tiende a la agonía, pero la inversión se diversificó para que alguna renta subsista y los sistemas de salud, seguridad, educación, justicia e infraestructura para el desarrollo, mantengan financiamientos más allá del cambio en la matriz energética.
La corrupción en los contratos de obra pública y la negativa de Néstor Kirchner a formar un fondo anticíclico precipitaron la renuncia de Roberto Lavagna al ministerio de Economía en 2006. El malversado "Estado de Bienestar", escaló durante el kirchnerismo alegando emergencia: repartió lo que no generaba a costa del regresivo impuesto inflacionario. Ahogó en retenciones y gravámenes, más tasas, a las cadenas productivas eficientes; reguló el capitalismo de amigos y terminó de cancelar las posibilidades del crecimiento o la generación de empleo genuino.
Mauricio Macri lubricó en deudas su fracaso político subsiguiente; el desempeño de Alberto Fernández potenció el hartazgo en la deriva a favor de Javier Milei, cuya conductividad a la tierra prometida afronta interrogantes, contradicciones y excesos verborrágicos.
La década perdida se entretuvo en disputas hegemónicas; no usó el viento de cola motorizado por los productores de la soja, ni conformó políticas de Estado que permitan usar a Vaca Muerta en beneficio del desarrollo. La malversación de los sueños compartidos o los comedores escolares son la mueca trágica de la mentira en la política; todavía no hay caños que traigan a pleno el recurso hidrocarbrífero a los usuarios argentinos ni a la exportación; las estaciones de GNC tienen recortes por estas horas.
La capacidad humana de los argentinos que invirtieron sus dones para hacerlos virtudes, se dilapida en el fracaso macroeconómico. Santa Fe tienen magníficos logros de su sistema de promoción científica-tecnológica y de incubación de empresas, que alcanzan sus objetivos y luego se venden a capitales internacionales porque la carga tributaria, la ausencia de moneda, las regulaciones aduaneras y paraarancelarias, la falta de infraestructura y la oscura burocracia sindical y administrativa, las obstaculizan.
La Argentina no es un país rico, pero posee riquezas -litio, cobre, petróleo y gas, viento y sol para generar energía, suelo para ser explotado, ríos navegables- y carece de problemas raciales o religiosos; además está lejos de los conflictos armados que sacuden al mundo.
¿Puede el Régimen de Incentivo a las Grandes Inversiones, encender nuevos motores para el crecimiento? La primera respuesta es un condicionante: superar la inflación y sostener la independencia de poderes, sin los cuales nadie vendrá a "enterrar" recursos en el país, más allá del cortoplacismo financiero.
El RIGI que propone Javier Milei tiene el propósito de seducir a las grandes inversiones, sin las cuales es imposible iniciar el proceso de producción de riqueza que eventualmente financie el progreso. Plantea un libertarismo (no es lo mismo que liberalismo) que no cree que el Estado deba hacerse cargo de la redistribución y ofrece, casi sin condicionantes, 30 años de libre disponibilidad de divisas y dividendos, aranceles preferenciales, más importación de equipos sin barreras.
No hay experiencia en el mundo que avale el éxito de lo que propone el presidente; la honestidad intelectual obliga a admitir que, por lo mismo, es contrafactico alegar su inviabilidad.
La oposición se balancea entre los exégetas del fracasado estatismo planificador y los timoratos del cambio condicionado. Pero acaso en el tono de la posición dialoguista de éstos últimos, esté la clave para definir la viabilidad de un escenario que procure grandes inversiones, promueva a las Pymes y regenere un tejido de producción y empleo que beneficie el trabajo honesto a despecho de "las castas" (partidarias, empresarias, gremiales, financieras) y sus negocios excluyentes.
"La economía, estúpido", fue la frase con la que Bill Clinton apuntó a la gente para ganar las elecciones a George Bush padre en 1992. Tal vez haya sido uno de los pilares secretos de Milei y su motosierra; pero ganar las elecciones no es lo mismo que gobernar y el ideologismo no es sinónimo de desarrollo.
Incluso en su propósito, Milei -el que "la ve" a diferencia de "los chantas"- no puede desconocer que el desvarío no seduce inversores, y que en la política está la posibilidad de diseñar el éxito económico con sustentabilidad social. Como lo sugiere el NBIM noruego, una caja fuerte alimentada en el consenso y a la vista de todos, lejos de las manos corruptas que suelen mecer la cuna cuando los contrapesos institucionales se diluyen.
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