Ana Laura Fertonani Mi papá solía contar que cuando él era chico llegó a su casa un galerista de Buenos Aires para ofrecerle a mi abuelo un sueldo, muy buena plata, para que pintara cuadros y que mi abuelo lo echó, en muy malos términos, que cómo se le ocurría a ese señor que él podía pintar para alguien, en determinadas circunstancias, horarios, cumplir una jornada laboral... El hombre se fue. La situación económica de la familia no era para nada buena y mi papá pensó que el viejo estaba loco. Encima, vio a su mamá, Guela, que se acercó, le posó las manos en el cuerpo violentado, y le dijo: “No esperaba menos de vos”. “Ahora entiendo”, me lo contó repleto de orgullo, por eso le gustaba cuando le decían que era un “Fertonani”. Mi abuelo era eso, un artista, con esa bendita y maldita necesidad de pintar, de aprender, de enseñar, de recitar “qué es el arte”. Honesto, temperamental, a veces testarudo, atravesado por el dolor de perder a su mujer joven, encontró en la pintura la fuente de vida, y más tarde el refugio que le permitió amar y reconciliarse en algún lugar con la vida. Lo conocí ya cincuentón y me atormentaba cuando le mostraba los dibujos que hacía en las horas de plástica. No podía concebir ciertas estructuras. Aspiraba a la perfección y ahí estaba su esencia, en la “perfección de su oficio”, que era el simple concepto de arte y filosofía de vida que llevaba en el alma. Aún lo veo, en el año ‘98, llegando ancho a casa donde el grabador lo esperaba para una intensa entrevista. Ahí supe mucho más de él: que sus padres lo ayudaron y no tuvo impedimentos para ir a la escuela a aprender dibujo publicitario y artes plásticas. Pero que también por eso lo dejó una novia. Siempre habló de los grandes maestros que tuvo, con quienes intentó buscar su propia dimensión para trabajar; de lo que aprendió no sólo en el salón de clases sino en tardes de charlas. Hablaban de arte, de lo abstracto y lo figurativo, de las dimensiones personales de trabajo, del sistema capitalista que se apoderó del espíritu para formar oficinistas de la pintura. Esas conversaciones se extendían los domingos en la casa de “Supi”, en las reuniones que sostenía el Grupo Setúbal en 1959. Ya hace 10 años que se fue. El día anterior seguía dando instrucciones a sus hijos y a su mujer -también artista-, Elsa Rotman, de un lado al otro en la sala del sanatorio, amarrado al suero. No sabía que se iba, o fingía no saberlo, porque no dijo nada, ni una palabra del destino de su obra... la creación que se ensaña con desafiar su muerte.