La liturgia de hoy tiene un decidido acento temporal: el tiempo establecido, la plenitud de los tiempos, tres días, la hora… Nos lleva desde el “eterno tiempo” de Dios hasta el momento más pequeño de los hombres; es el estilo propio de Dios o, dicho con un poco de lenguaje ilustrado, el “eterno-temporal divino” que, a lo largo de nuestra historia, plasma el “eterno-temporal católico”: “non coerceri a maximo contineri tamen a mimimo divinum est” (Cfr. S.Th. III, q.1, art.1, obj.4). Estas lecturas que hemos escuchado configuran un compendio de historia de salvación, desde lo más grande a lo más pequeño, en la que aparecen las maravillas de la redención: el envío del Hijo eterno pero nacido de mujer y en la pequeña Belén (Cfr. Miq. 5: 4), el tiempo en plenitud pero contenido en ese momento, aquellas tinajas que eran usadas para los ritos de purificación pasan a contener el vino nuevo, realidad y, a la vez, promesa del otro vino; litros de agua que, como dice el poeta, al contemplar el rostro de su Dios enrojecieron de pudor.
A la vez todo es concreto: desde el Verbo, eterno como el Padre, concebido en el seno de una Virgen, hasta la fiesta de casamiento con el primer signo de Jesús, cambiar el agua en vino. No hay lugar para ningún tipo de gnosticismo ni de pelagianismos “heroicos”. Todo es gracia, gracia tangible derramada por amor. Todo es concreto: hay una madre, está el Hijo eterno nacido de mujer, hay amigos y discípulos. La madre indica, intercede y finalmente dispone pero en referencia al Hijo: “hagan lo que Él les diga”. Deja lugar a que, en el espacio de Caná, la Palabra eterna pronuncie la palabra del momento. Y aquella Palabra en la que fueron creadas todas las cosas (cfr. Colos. 1: 16), en la que todo subsiste (id. 17), se ocupa de seis tinajas, y confiere entidad de colaboradores del signo de salvación a los sirvientes del banquete. Lo grande y lo pequeño junto… y la mediación de esa mujer madre que posibilita el diálogo entre ambos, lo eterno y lo temporal, para que Dios continúe involuncrándose en nuestro andar.
Porque Dios tenía una carencia para poder meterse humanamente en nuestra historia: necesitaba madre, y nos la pidió a nosotros. Esa es la Madre a quién miramos hoy, la hija de nuestro pueblo, la servidora, la pura, la sola de Dios; la discreta que hace el espacio para que el Hijo realice el signo, la que siempre está posibilitando esta realidad pero no como dueña ni incluso como protagonista, sino como servidora; la estrella que sabe apagarse para que el Sol se manifieste. Así es la mediación de María a la que nos referimos hoy. Mediación de mujer que no reniega de su maternidad, la asume desde el principio; maternidad con doble parto, uno en Belén y otro en el Calvario; maternidad que contiene y acompaña a los amigos de su Hijo el cual es la única referencia hasta el fin de los días.
Y así María sigue entre nosotros, “situada en el centro mismo de esa ‘enemistad’ del protoevangelio, de aquella lucha que acompaña la historia de la humanidad” (Cfr. Redempt: Mater 11). Madre que posibilita espacios para que llegue la Gracia. Esa Gracia que revoluciona y transforma nuestra existencia y nuestra identidad: el Espíritu Santo que nos hace hijos adoptivos, nos libera de toda esclavitud y, en una posesión real y mística, nos entrega el don de la libertad y clama, desde dentro de nosotros, la invocación de la nueva pertenencia: ¡Padre!
A ella hoy la veneramos como Madre y Servidora, la que precede a Cristo en el horizonte de la historia de la salvación (Cfr. Redempt. Mater, 3), la que acompaña a la Iglesia que, confortada por la presencia de Cristo, camina en el tiempo hacia la consumación de los siglos, hacia el encuentro del Señor y, en este camino, procede recorriendo de nuevo el itinerario recorrido por la Virgen María, que avanzó en la peregrinación de la fe y mantuvo fielmente la unión de su Hijo hasta la cruz (cfr. id, 2). A ella le pedimos que, como buena Madre que sabe componer las cosas, haga espacios en nuestro corazón para que, en medio de la abundancia de pecado, sobreabunde la gracia del Espíritu que nos hace libres e hijos.
Reflexionando y contemplando estas realidades que nos fortalecen y consuelan, en este día en que comenzamos el mes dedicado a Ella, la Causa de nuestra alegría, permitámosnos, con audacia y familiaridad propia de hijos, piropearla tomando las palabras de la Escritura: “Que el Dios Altísimo te bendiga más que a todas las mujeres de la tierra. Nunca olvidarán los hombres la confianza que has demostrado y siempre recordarán el poder de Dios. Que Dios te exalte para siempre. Porque no vacilaste en exponer tu vida, al ver la humillación de nuestro pueblo, sino que has conjurado nuestra ruina, procediendo resueltamente delante de nuestro Dios” (Cfr. Judith 13: 18-20).
Pilar, 7 de noviembre de 2011