Joaquín Fidalgo
En diciembre de 2015, los hermanos Lanatta y Víctor Schilacci escaparon de la cárcel. Comenzó así una persecución espectacular que terminó en nuestra región. Cómo está hoy la zona y los vecinos que fueron protagonistas del final de la historia.
Joaquín Fidalgo
jfidalgo@ellitoral.com
Martín Lanatta, su hermano Christian y Víctor Schillaci abordaron la camioneta cerca de la medianoche. Adentro del departamento céntrico de la ciudad de Santa Fe dejaron maniatado a su dueño, un ingeniero agrónomo al que secuestraron en la zona de San Carlos días antes. Todas las fuerzas de seguridad estaban yendo para la ruta nacional 11, porque se había producido un tiroteo en Recreo y rápidamente circuló el falso rumor de que estaba vinculado con la fuga.
Los delincuentes querían aprovechar esta “bomba de humo” casual para escapar por la ruta provincial 1 hasta Reconquista, donde los esperaba alguien que los llevaría al Paraguay.
Los tres se habían cortado el pelo muy corto y llevaban uniformes y chalecos balísticos similares a los utilizados por la Gendarmería Nacional.
En sus manos tenían dos fusiles de asalto livianos y una ametralladora, además de pistolas calibre 9 mm. Sabían utilizar las armas, tenían muchas municiones y estaban “jugados”.
Era aproximadamente la 1 cuando llegaron a Arroyo Leyes, donde había un puesto de cotrol policial. Habían previsto que eso iba a pasar y por ello habían “ploteado” artesanalmente su camioneta con los distintivos de la Gendarmería.
El conductor aceleró y esquivó el patrullero de la Unidad Regional VII. Los policías sospecharon, porque el vehículo no tenía balizas y sus cristales estaban polarizados. Dieron aviso a sus compañeros de Santa Rosa de Calchines, unos 30 kilómetros al norte.
En esa ciudad, los prófugos repitieron la brusca maniobra, a pesar de las señas que hicieron los uniformados para que frenen.
El próximo “retén” estaba en Cayastá. Allí, los evadidos dieron algunas vueltas por esa población antes de encarar a los móviles y eludirlos otra vez.
“Ciegos”
A esta altura y ya con varios patrulleros detrás de ellos, seguir por la ruta no era una buena opción, así que apagaron las luces y abandonaron el aslfalto en Campo del Medio, a la altura de la Curva de López.
Como pudieron, sin iluminar el camino de tierra, avanzaron por más de un kilómetro hasta que finalmente “mordieron” un zanjón y terminaron volcando.
Martín Lanatta fue quien sufrió las peores lesiones, fundamentalmente en su rostro.
Los tres caminaron unos pasos hasta una casa que estaba cerca. La familia se encontraba adentro, pero no tenía ningún vehículo, por lo que siguieron camino hasta la luz más próxima, unos 200 metros al sureste.
Allí sorprendieron en su vivienda a un matrimonio, al que redujeron y le robaron su camioneta. Sin perder tiempo, los evadidos abordaron el rodado y pusieron nuevamente rumbo al sur hasta toparse con la ruta 62 S y giraron a la derecha, al oeste. Ya en el pavimento, cruzaron a una patrulla de Cayastá que vigilaba en el lugar. Los uniformados se dieron cuenta de que eran los buscados y decidieron seguirlos a una distancia prudencial.
Sin salida
Pero los evadidos no contaban con que esa ruta estaba cortada por la inundación a la altura de los puentes del arroyo Saladillo, totalmente desbordado.
Entonces, apagaron las luces y volvieron al este, encarando de frente al móvil policial. Los agentes se replegaron para mantener la distancia. Sabían que se trataba de tres “tipos” que tenían más capacidad de fuego. En un camino rural, se desviaron al sur y avanzaron sin poder iluminar el terreno. Así terminaron dentro de una arrocera inundada y la camioneta quedó varada.
La suerte no les estaba ayudando, pero ellos no se desanimaron. No estaban dispuestos a rendirse. Tomaron sus armas y comenzaron a caminar hacia el sudeste. Martín Lanatta estaba muy golpeado por el accidente. Le dolía la cara. Arrojó al suelo su chaleco balístico, porque le pesaba demasiado. Ya se habían perdido entre los juncos de un bañado cuando una unidad de las Tropas de Operaciones Especiales llegó a la escena.
La fuerza de elite había recorrido la ruta y luego rastreado en las inmediacioanes hasta dar con la camioneta abandonada.
Empantanados
Los prófugos quedaron inmóviles, casi totalmente sumergidos en el agua. Ya estaban exhaustos, de caminar en un pegajoso lodazal que hacía que sus piernas se entierren hasta las rodillas; y sedientos, porque no habían llevado provisiones.
Sólo dejaban la cara fuera del agua para poder respirar, mientras el sol y los mosquitos hacían lo suyo para que todo sea más difícil aún.
Escucharon los pasos de sus perseguidores. Sabían que se trataba de fuerzas especiales. Sólo personal muy entrenado y bien armado se iba a atrever a llegar tan lejos en la búsqueda. El enfrentamiento no era una opción, si querían salir vivos.
Cuando se alejaron los uniformados, ya casi de noche, los prófugos siguieron moviéndose a duras penas. Cada tanto tenían que arrojarse al barro, porque pasaba algún helicópero. A esa altura la zona se había llenado de policías provinciales y fuerzas federales.
El “cerebro”
Totalmente agotado y lastimado, Martín Lanatta -el líder del grupo- tomó entonces la decisión de arriesgarse para pedir agua a los cuidadores de un viejo molino en la Vuelta del Dorado. Dejó su fusil contra un alambrado, a unos cien metros, y caminó hasta la puerta. Tenía un corte y moretones en el rostro.
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Los dueños de casa se asustaron al verlo y le negaron cualquier asistencia. El prófugo ya había sido visto por Enzo Dupras, un policía retirado que cuidaba un campo cercano. Cuando Lanatta regresaba en dirección a su arma, Dupras se identificó como agente y lo detuvo. Martín no ofreció resistencia prácticamente. No daba más. Sólo pidió que rescaten a sus cómplices. “Por favor, busquen a mis amigos, porque se van a morir allá adentro”, exclamó.
El punto 1
El fin de semana trasncurrió con desorganizados y erráticos operativos conjuntos, a la espera de que un movimiento de los buscados delate su posición.
El domingo por la noche, personal de inteligencia de las TOE, luego de varios rastrillajes en la zona, decidió hacer un balance de lo ocurrido y evaluar los posibles refugios. Estas tropas habían recorrido los pesados terrenos pantanosos y sabían que los evadidos no podían estar muy lejos.
Delimitaron entonces un triángulo de no demasiados kilómetros, al que dividieron en cuatro sectores. A su vez, marcaron todas las construcciones en lugares elevados (secos). El primer predio que tenían marcado en los mapas para chequear era el de la arrocera Spalletti.
Justamente, el encargado de esa empresa, Martín Franco, pasó en moto por la Comisaría de Cayastá muy temprano el lunes. Tenía que abrir la planta y hacer algunos trabajos urgentes, pero quería seguridad. Adentro, las TOE terminaban de alistarse para comenzar las inspecciones. La pidieron al empleado que vaya, pero que los aguarde en la entrada.
Su mismo patrón -que estaba de viaje- le había pedido por teléfono que se mantenga alejado de las instalaciones, por el peligro que implicaba, pero Franco quería darle de comer a los animales, que se habían alimentado por última vez el sábado.
Franco llegó a la tranquera y como no vio movimientos, pensó: “Que sea lo que Dios quiera”, e ingresó. Dejó la moto en el estacionamiento, caminó por una galería y llegó hasta el fondo. Entonces observó un furgón y se percató de que el perno de seguridad de la puerta estaba colgando. Había sido violentado.
“Acá está esa gente”, pensó. Tratando de actuar con normalidad, como si fuese a trabajar, subió entonces a un tractor, pero no llegó a ponerlo en marcha. Al levantar la vista encontró a los dos hombres sucios y vestidos como militares que le apuntaban con sus pistolas.
“Bajate”, le exigieron. “Si me dejan de apuntar, me bajo”, les respondió.
“No te hagas el boludo. Vos nos conocés, sabés bien quiénes somos”, retrucó uno de los visitantes.
“No tengo idea, acá estamos en el medio del campo”, se excusó Franco.
Entonces bajaron sus armas, pero los prófugos no quisieron seguir con esa discusión sin sentido. “Somos quienes están buscando y nos queremos bañar”, le dijeron.
El final
Juntos entraron entonces al vestuario y pidieron unos mates. Estaban muertos de hambre y sed. Le preguntaron a su “anfitrión” por una ruta para poder escapar. El lugareño les explicó que la única ruta que no estaba inundada era la 1, a esa altura atestada de patrulleros de todas las fuerzas federales y provinciales.
Cuando terminó de calentar la pava, Martín observó por el ventiluz y vio la camioneta de las TOE que llegaba. Entonces lo cerró. Lanatta, desde atrás, le dijo “abrí la ventana”, pero Franco “se hizo el sordo”. Entonces él mismo prófugo se acercó y al asomarse exclamó: “Uh, la policía”.
Hicieron que el rehén apague la hornalla y el celular. Lo quisieron sentar en una silla, pero él pensó: “Acá el primer tiro es para mí”. Fue al suelo, en un rincón. “Dejenmé salir a decirle a la policía que no hay nadie acá”, les pidió.
“Quedate quieto. Vos nos vas a vender”, le respondieron.
Lanatta miraba por la cerradura. “Ya se van”, dijo, cuando la camioneta se retiró, pero en ese momento un equipo táctico irrumpió en el lugar. Lanatta estaba parado junto a la puerta y su compañero sentado. “No pasa nada amigo. Estamos tomando unos mates porque vamos a trabajar”, dijo Schilacci, tratando de engañar a los uniformados que les apuntaban con armas largas y rostros cubiertos por pasamontañas.
“Todos salgan con las manos en alto”, exigieron los uniformados. Entonces Martín le hizo una seña al líder del equipo para indicarle que los hombres tenían pistolas bajo el cinturón. En segundos, los prófugos fueron reducidos, desarmados y esposados. Ellos se tranquilizaron al saber que las fuerzas eran provinciales. Temían por sus vidas si caían en manos de la Gendarmería. Por lo menos, eso dijeron. En unos pastizales, al otro lado de la ruta, habían dejado sus fusiles.
En ese momento, Lanatta le preguntó en voz alta a Franco: “¿No es cierto que te tratamos bien a vos?”. Martín asintió.