Ana María Shua levanta una choza de sílabas en "No son haikus"
En su último libro, la escritora bonaerense se pone el traje de haijin estableciendo lazos con la tradición inaugurada en “El sol y yo” y continuada en sus afamados microrrelatos.
“Creo que la extrema brevedad del haiku te obliga a una absoluta sencillez”, desarrolla la autora. Foto: Gentileza Silvio Fabrykant
Hablar de Ana María Shua nos enfrenta a un oxímoron: trayecto extenso en la brevedad. Poeta, cuentista y novelista, es una de las referentes mundiales en el universo de los microrrelatos. Traducida a quince idiomas, recibió distinciones como la Beca Guggenheim, el Premio Konex de Platino, el Premio Nacional de Literatura y el Premio Internacional Arreola de Minificción.
Su última obra, “No son haikus” (Emecé, 2024) tiene el vigor del reencuentro con su primera publicación. Afincada en la poesía, y por ello alineada con su debut editorial (“El sol y yo”, 1967), la producción más reciente la aproxima a otros exploradores del haiku como Matsuo Bashō y Octavio Paz. Justamente fue este último quien escribió por ahí esta sentencia: “Esto que digo / son apenas tres líneas: / choza de sílabas”.
Eso que había escuchado
Schoua es el apellido del padre sefaradí de Ana María. Su abuelo nació en Beirut. Asquenazi por el lado de su madre. Abuelos (zeide, bobe) de Polonia. Precisamente por el lado de los Szmulewicz comenzó a recibir poesía. Desde muy chiquita y a través de Musia, su tía materna.
Musita le decían. ¿Reponiendo, sin querer, los susurros y murmullos inscriptos en el verbo? Vaya uno a saber. La tía fue alumna de Abogacía y pensó que estudiar Declamación le iba a ayudar a superar la timidez. Así la recuerda al día de hoy su sobrina: “Cuando tenía 3 o 4 años, ella me sentaba en un banquito y declamaba para mí a los poetas más sonoros de la lengua española. Yo me quedaba fascinada escuchándola. Se ve que eso quedó trabajando en mí. Cuando empecé a escribir, empecé a escribir eso que había escuchado. No lo que leía”.
Chica de 16
Ana María publicó “El sol y yo” cuando tenía 16 años. Se acuerda perfectamente de aquellos tiempos. “Tenía una profe de teatro que venía a mi casa. Escribía un poema de deber por semana. Fui escribiendo sin pensar que era un libro. Yo había llegado hasta García Lorca, ella me mostraba lo que se estaba escribiendo en el siglo XX. Después de dos años me dijo que tenía que presentarme a un concurso”, recuerda a la distancia.
En el certamen organizado por el Fondo Nacional de las Artes, obtuvo una distinción (“la tercera mención, una cosa así”): un préstamo para publicar el libro. Que el editor elegido fuera conocido en el ambiente significó para la joven poeta dos cosas: que no quisiera poner su sello editorial y que la publicación demorara un año. “Yo estaba en otra etapa de la vida. A una chica de 16 lo que escribió entre los 14 y los 15 le da vergüenza. Le parece infantil”.
Atravesada por sentimientos encontrados como estar maravillada pero no verse totalmente representada por lo escrito, Ana María fue entrando a una especie de octavo círculo de la poesía. “Me invitaban a lecturas horribles con gente que no me gustaba. Me sentía bastante incómoda; además, yo era la mascotita”. En esa época, un autor de la época llamado Alfredo Brandán Caraffa organizó una conferencia sobre tres Ana en la literatura argentina. “¡Iban a dar una conferencia sobre mí a los 16 años! Después me di cuenta que él había elegido precisamente tres Anas en las mismas condiciones que yo porque le aseguraba el público”. De lo poco que Shua retuvo de la conferencia es la presentación de Brandán Caraffa hablando de una cuarta Ana: Anatomía. “Me pareció tan terrible eso que fue el símbolo de lo que me quitó las ganas de volver a publicar poesía por muchísimo tiempo”.
Estaciones
Igualmente, Ana María siguió escribiendo poesía durante mucho tiempo. Cuando sí dejó de hacerlo, su “necesidad de poesía” se fue expresando a través del microrrelato. “Muchos (de ellos) se tocan, por momentos, con la poesía”, señala.
Pero no fue hasta el año 2006 que comenzó a elaborar sus haikus. La delata el archivo de Word. Entonces, su conocimiento del terreno era, en todo caso, exploratorio e incluía los haikus de Octavio Paz y Mario Benedetti y los no haikus de Borges. “Yo creo que lo que me decidió a empezar a escribir haikus fue un libro de Alberto Silva (‘El libro del haiku’). Tiene una introducción teórica muy importante sobre el género y trae, además, una preciosa antología de autores japoneses tradicionales”.
Shua tenía noción de la alineación de las diecisiete sílabas al ritmo 5-7-5. Pero leyendo advirtió que no bastaba con eso. El espíritu del haiku supone entre otras presencias claves la de la naturaleza. En su análisis extrajo algunas conclusiones. Nos quedamos con estas dos: el haiku excluye la metáfora (“algo muy duro para un poeta”) y tiene una relación intensa con las estaciones del año. Pero, “en japonés hay una cantidad de listas de palabras tradicionales que están automáticamente relacionadas con cada una de las estaciones del año. Nosotros no tenemos nada parecido. Podemos decir: hoja seca-otoño, verano-golondrina. Pero no mucho más que eso”.
“No son haikus” es revelador para Shua: “Fui descubriendo todo lo que la mirada me podía aportar”, sostiene. Foto: Gentileza Planeta
Miré
Mientras advertía esa serie de limitaciones, Ana María iba desmalezando el concepto de haiku japonés tradicional (“Es como si fuera un videito artístico”, fija). Empezaron a captar su atención los haijines. Esos poetas caminantes que buscaban transmitir a sus lectores el “pequeño espectáculo” experimentado en el andar empataron con las recorridas por el barrio que llevaba Shua. ¿El efecto en ella? Descubrir la potencia de la mirada. Como dice uno de sus haikus: “Viene el poema / cambia la mirada / y nos abandona”. En este punto reverbera su primer libro de microrrelatos. “Me acuerdo que cuando escribí ‘La sueñera’ [NdR: publicado en 1984] también trabajé un poco con la mirada. Los microrrelatos venían del aire que me rodeaba, y de lo que veía y lo que me pasaba”.
“Yo soy muy poco observadora”, admite la entrevistada. “Puedo caminar siempre por las mismas veinte cuadras sin ver nada de lo que hay alrededor mío. Si me decís lo que hay en las cuatro esquinas de mi casa no estoy muy segura. Cuando empecé a escribir novela, me costaba mucho ubicarme físicamente en un ambiente. Por eso, en mi primera novela (‘Soy paciente’, 1980) elegí la pieza de un enfermo. Sabía dónde estaba la puerta, la ventana, la mesita de luz y la cama. Los personajes entraban y salían. Era como la unidad de lugar del teatro clásico. Dentro de ese modestísimo ámbito me sentía cómoda”.
Por eso, “No son haikus” fue un clic en la mirada de Shua. “A partir de que me lo propuse empecé a mirar. Miré para arriba. Miré para abajo. Miré para el costado. Miré los árboles. Miré la gente que pasaba. Y fui descubriendo todo lo que la mirada me podía aportar. Para mí fue revelador”. Eso se percibe en los primeros textos del libro, más intimistas, que tienen que ver “de una manera más directa” con los asuntos humanos. Mientras que, de a poco, “van apareciendo el exterior y un paisaje urbano”. Soy una rata de cemento, cuenta cerca del final disparando una postal veloz (rata de biblioteca). Haciendo surfear, a la vez, cada palabra sobre el mar de una risa que se desborda.
Terrible sensación
Consultada respecto a la simpleza del artefacto literario, Ana María amplía: “Yo creo que la extrema brevedad del haiku te obliga a una absoluta sencillez. Al no haber contexto, no puede ser demasiado misterioso o ambiguo el significado. De alguna manera, hay que dar las claves para la comprensión”.
Árboles, pasto, gente, trapos, perros muertos. Las palabras verbalizadas por Shua se caen de sus ojos. “Estoy segura que la intención profunda del haiku está basada en los objetos o en los elementos concretos que uno ve en la naturaleza, en el paisaje humano o en donde sea”, expone la narradora y poeta. “En el haiku no hay palabras que aludan a cuestiones generales como el honor, la alegría, la emoción. Todo eso puede estar pero hay que poder transmitirlo a través de los elementos físicos”.
Al interior de “No son haikus” se desgrana una gran preocupación: el paso del tiempo. Y es apuntalada desde temáticas como la intimidad, la maternidad (como madre y como hija) y, claro, la muerte. “La caducidad de la vida es la esencia final de toda la literatura, no solamente del haiku, del no haiku o de los poemas breves o largos. Somos seres finitos. Creo que todo el arte o toda la literatura está encarada a transmitir esa terrible sensación que nos modela. Todos sabemos que ninguna historia humana termina bien. Y eso tiene que estar de alguna manera en el poema”.
Ana María se vale de la miniaturización para llevar a su máximo potencial el haiku, graficando simultáneamente el poder destructivo de los hombres. Hay dos ejemplos en la misma hoja. El primero: “Pescado en lata / que fue señor del mar, / que fue sirena” (p.27). El segundo: “Selva cerrada / mañana tropical / en mi cantero”. Shua relata al respecto: “Desde que existe la cultura, la naturaleza ha estado perturbada e invadida. Nosotros lo hacemos en escala industrial. Nunca lo pensé como una denuncia, simplemente lo vi y lo conté”.
Ana María retratada a sus 40 años por su compañero de vida, Silvio. Foto: Gentileza Silvio Fabrykant
50 años
No olvidar: “No son haikus” está dedicado a Silvio Fabrykant. Silvio es el fotógrafo detrás de la imagen de Gilda convertida en estampita. Desde el sábado 1º de junio de 1974 es el compañero de vida de Ana María Shua, como fija ella en la entrada al libro. ¿Usted dice que ella se acordará de ese día? “Claro que me acuerdo”, responde con los ojos brillosos. “Yo abrí la puerta de calle y había un señor esperándome abajo. Un muchacho con un pullover gris de cuello volcado apoyado en un autito. Ahora no me va a salir la marca del auto. Era azul jajaja. Nos habíamos hablado por teléfono, nos presentaron unos amigos. Ahí empezó todo y siguió. Las bibliotecas se mezclaron. Por suerte nunca más las tuvimos que separar”.
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