Nació en Casilda, su patria chica por la que siente mucho orgullo y amor. Se mudó a Rosario a los 16 años en donde terminó la secundaria. Vivió en Roma y en Barcelona, estudió arquitectura y la ejerció hasta que se dio cuenta de que le interesaba ser escritora.
"Escribir es una necesidad como también publicar". Foto: Gentileza
Lucrecia es una autora prolífica, desde el momento en que descubrió su segundo trabajo como un verdadero oficio metódico y constante, publicó nueve libros entre los que se destacan Batón y Poder, UNR Editora; con Editorial Ciudad Gótica: Crimen en el Pasaje y Fragmentos. Con Baltasara editora: Crónica de una resurrección, y Hunter. Azafrán, con Editorial Planeta, en coautoría con Viviana Lepes y con Homo Sapiens Ediciones: Belga chocolate Belga y el recientemente publicado Un día Un diágrafo. Por eso surge la primera pregunta de cómo fue su infancia en la patria chica de Casilda.
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-La primaria la hice en la Escuela Pública Normal Nº 2, Manuel Leiber y después padecí el Colegio Misericordia en Rosario. Ese cambio para mí fue raro, sobre todo porque en casa no se hablaba mucho de Dios. Por supuesto que estoy bautizada, comunión y menos casada, todo, pero de repente meterme en una comunidad religiosa en donde de arranque me obligan confesarme y el cura dice: “¿cuánto hace que no comulga?” No sé, tres años, padre, contesto y me dejó todo un día rezando en la capilla. Pero terminé la secundaria a los 15 años, porque había acordado con mi tía Paquita, que era maestra, que yo le barría el patio si ella me enseñaba a leer. Empecé la escuela un año antes de la edad convencional y a los 15 no tenía ni idea de qué quería estudiar. El mayo francés me había pegado y al contrario de una carrera humanística, empecé Bioquímica y cuando llegué a la mitad no pude continuar. Tenía una tía viviendo en Roma y fui a visitarla y me quedé dos años en su casa. Luego me fui a Barcelona. Hice un par de cursos de Historia del Arte y volví a Rosario para estudiar arquitectura. La hice en plena etapa del proceso. En aquella época cuando había que entregar un trabajo, me quedaba dibujando toda la noche y cuando ya lo había terminado, una amiga que vivía cerca, me pidió que la ayudara. Volviendo a mi departamento ya de madrugada, un operativo policial me detiene y me llevan a la comisaría. Estuve toda la noche ahí y mi hermano, con quien vivía en ese entonces, estaba desesperado porque no sabía dónde estaba. Mis viejos nunca se enteraron de esto. Los policías empiezan a hacer el sumario y cuando les digo mi lugar de nacimiento, el oficial me pregunta: “¿Usted qué es del doctor Mirad de Casilda?” Y cuando le digo que soy la hija dice: “¿y qué hace acá?” Y le conté lo que había pasado: “váyase, usted no estuvo nunca acá”. El tipo era paciente de mi viejo y si no tenía la suerte de ser la hija del doctor andá a saber cómo terminaba. Fue un gran susto y entendí que estábamos vivos de casualidad porque estaba todo muy organizado y a la vez aleatorio. O sea, vos estabas anotado como proveedor de aire acondicionado en la lista de la libreta de alguien sospechoso, pasabas a ser sospechoso y no iban a ir preguntarte, eras uno más y chau. Mi hermano mandó una postal desde Rumania a un amigo, ¿te acordás que las postales no tenían sobre? Llega la postal con el sello de un país comunista y mi hermano entra en la lista negra. Y él paraba en la casa de nuestro tío que era el embajador de Rumania y sin embargo, para la dictadura era un país comunista y no se discutía más. No es que de los 30.000 desaparecidos fueran tipos que estaban comprometidos, eran millones de personas víctimas de una dictadura. Todos estábamos bajo el mismo tenor de sospecha.
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-¿Y tu segunda persona que anidabas adentro, la escritora, ¿cómo fue aflorando?
-Siempre leí y siempre sentí que tenía que poner mucho empeño para ser buena arquitecta y suelo decir que a la arquitecta la tuve que construir y a la escritora la dejé salir. Me gusta mucho ir a la obra y por eso estudiaba cuestiones que tienen que ver con física, química o procesos de una parte lógica de la construcción que a mí me gusta y disfruto, porque es el lugar en donde todo eso que vos pensaste y lo dibujaste, crece y se hace concreto. La paso bien con los albañiles, mejor que con los clientes. Creo que eso se lo debo a mi infancia en Casilda, de haber crecido en unas veredas muy democráticas donde yo era la hija del doctor, pero mi mejor amiga Adriana Gavito, era la hija del comisario y era mi hermana. Estaba entre gente que no tenía el mismo tipo de educación que la mía porque me mandaban a inglés, a danza, como una especie de otro nivel de vida y, sin embargo, en la vereda éramos todos iguales. Nosotras dos éramos las dos únicas mujeres y estábamos siempre con los varones, por eso sé jugar a las bolitas, escalar árboles, las figuritas. Y ahora de grande no sé bordar, ni coser, pero sé usar el taladro, la sierra caladora y la moladora. Recuerdo que el primer cuento que escribí fue la historia de Don Tomate Cardoso, redondo, rico y sabroso. La maestra había pedido escribir un cuentito para el Jardín de Infantes y casi sin darme cuenta había juntado muchas historias que no dejaron de salir más. Después de que me separé de Luis, mi compañero, tuve que sobrevivir de otra manera. Me levantaba a las 5 de la mañana, me iba a trabajar a Casilda. Tenía 18 obras a mi cargo, volvía a casa, me bañaba, perfumaba, me ponía los zapatos de taquito e iba al negocio de Florencia Balestra a vender libros de arte. Al establecerme en mi nueva vida de mujer separada tomé a la literatura de otra manera, porque ninguna separación es alegre y canalizaba escribiendo. De hecho, se me morían todos los personajes, no quedaba uno vivo, todo era triste. La primera publicación fue Batón y Poder, un folletín de barrio que sale de una conversación con el constructor de una de las obras. Me dijo: “hoy vengo de pelearme en otra obra que tengo. Me peleé con una mujer que es puro Batón y Poder”. Le pregunté qué significaba eso y contesta: “las minas esas de barrio, que, si se ponen el batón, les faltan las charreteras y te empiezan a encarar”. Y me quedó esa frase que termina siendo mi primera novela publicada; en la contratapa le agradezco a Oscar Palma, el constructor.
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-¿Podrías contar en qué consiste el Laboratorio de Autor?
-Es el espacio literario que coordino hace 15 años. Enseño a constituir al autor, a pensar y actuar como tal. Que se autoperciba como autor. Es todo lo que hace cada uno para que ese deseo de escribir termine siendo la construcción de lo que desea ser. Básicamente está apoyado en un par de cosas que son: saber leerse y saber de qué estás escribiendo en modo conceptual. Luego nos leemos los textos entre nosotros y nos preguntamos por qué se hizo esto o si sería mejor aquello o explicar tal cosa junto a la devolución en modo crítico. De eso sale la colección del laboratorio de autor, se eligen las producciones y hacemos una publicación que presentamos a fin de año y hablan y se reseñan como autores.
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-¿Cómo te resulta el oficio de escribir, lo considerás arduo o liberador?
-Escribir es una necesidad como también publicar. Considero que un libro es un mensaje que se completa cuando llega al lector. Escribir nivela mi estado de ánimo. Soy una adicta al trabajo y metódica. Leo, corrijo y siempre tengo tres novelas en marcha. Mientras terminaba de enviar Un día un diágrafo, tenía en carpeta la próxima que va a salir, que se llama La casa azul sobre Manhattan. Estoy dándole los últimos toques en esa sintonía fina, que es trabajar la emoción para que sea más profunda, pero desde una economía de palabras. Me atrapa la síntesis, poder exprimir la emoción con pocos gestos. También tengo en revisión gruesa, un libro de cuentos que se llamará PH, ácido y obsceno. Y tengo iniciado El Patio, que es una especie de novela testimonial. La primera vez que mezclo la arquitectura con mi obra es en PH. Trata sobre un edificio de pisos en donde hay lugares que son los departamentos en sí y después los que podríamos considerar no lugares porque son de paso, como el hall, la escalera, la azotea y el ascensor. Intento mostrar, aún en los lugares donde suponemos que no pasa nada, cómo es una terraza donde se va a tender la ropa, o un ascensor, puede suceder un homicidio desde una azotea. Mi trabajo de campo fue tomar un ascensor y ver cuánto demoraba en ir al sexto piso. Me cronometraba ese instante del pasaje para que luego el lector sienta ese tiempo. A La Casa Azul sobre Manhattan, la concebí en la pandemia, cuando empecé a sentir la necesidad de ponerle la palabra como protagonista. Es la historia de un señor que sostiene que tiene el don de la palabra y si te ve triste, te construye una vida feliz. Todo sucede en una manzana porque fue en la época en que nos dejaban salir dentro de un circuito muy demarcado. Entonces caminé por la calle Tucumán, pasé por la panadería Manhattan y vi que arriba del local había una casita azul. A la vuelta, por la calle Corrientes, recordé que, en el inicio fundacional de Rosario, hubo edificios neoclásicos de cinco o diez plantas de mucho lujo. Después se empezó a depreciar esa zona y termina siendo como de borde. Ahí estaba el teatro Colón que lo demolieron e hicieron el edificio de Cotar. Ese edificio será la casa alta en donde el señor vive y en la casa azul desarrolla su don y no se permite ir más allá de esa manzana, vive un encierro como resultado de la pandemia y lo único que lo libera son las palabras.
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“En Un día un diágrafo, me permití desacralizar la muerte. La heroína tendrá un día completo para decidir si va o no va al velorio de su ex amiga que ya había matado metafóricamente porque se habían peleado. Es una novela que está contada en tres planos que son el íntimo, que es un sillón, donde ella tiene sus reflexiones y delirios. Habrá un diálogo absurdo con los soldados de la guerra de Curupaití. El plano intermedio será el departamento y el plano lejano es cuando ella mira la vida por la ventana. Esos tres planos son algo que en general hacemos las mujeres, que es construir al otro según cómo lo necesitamos; al amigo, a la pareja, hasta que un día te das cuenta de que el otro no es así y te pegás un porrazo. Traté de reproducir mi problema que es vivir un soliloquio constante. Todo el tiempo dudo, me pregunto, me interpelo, no me gusto y me reto. Al despertarme puedo multiplicar cinco cifras por cinco. Entonces una novela así no puede ser muy larga, tengo que considerar a mi lector y ser piadosa. Tengo 70 años, escribí muchas posibles historias que me superan. Me voy a morir antes de poder publicar un tercio de todo lo que anoto porque las historias me atacan, veo y creo historias potenciales en todos lados; una locura”.
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