Jueves 20.7.2023
/Última actualización 15:10
Álvaro Cortés nació a fines de los noventa en Chivilcoy, Provincia de Buenos Aires. El presente lo encuentra cursando las últimas materias de la carrera de psicología y a lo largo de su corta vida ha entablado una íntima relación con autores como Bolaño, Juarroz, Gelman, Centeya y Saer.
Sus lecturas se entrecruzan con la tangolatría sin caer en la melancolía y con la narrativa oral propia de las enseñanzas ancestrales y costumbristas de sus raíces, que dan forma a un cóctel perfecto que lleva al autor a desarrollar un estilo propio desde la lucidez artística de quién han vivido otras vidas posibles.
Álvaro Cortés crea un multiverso por medio de su poesía. Para ser claro, Álvaro escribe poesía desde los puños de un hijo de los noventa que muy bien podrían ser los puños de un hijo de los ochenta, de los setenta y porque no de los sesenta.
“Balcones nace, se podría decir, de final hacia comienzo. A Lo Benjamin Button”, afirma el poeta al hablar sobre la producción de su obra.
En cuanto a la arquitectura de su universo y textura, afirmamos plagiando al Indio Solari, “el progreso llegó hace rato” y nos llenó de ciudades, plagadas de balcones. Los Balcones de Álvaro Cortés invitan a observar la historia que se asoman por las hendiduras de la vida. Las hendiduras del autor, las del lector, las del vecino de arriba o de abajo.
Las historias con sus marcas interiores, aquellas que prolongan la búsqueda de la perdida sin identificarse con ella. Aquellas que se escriben a diario de forma incansable. Historias de amor en todas sus formas. Historias de vida, la vida.
Los balcones son esenciales, pueden ser la bocanada de aire de la arquitectura moderna, de las vidas que se edifican y piensan para un ser humano cada vez más solitario. Las vidas plagan las ciudades llenas de balcones, “la escritura nunca es el duplicado de una vida, pero sí necesitan muchas vidas para poder escribir” dice Juan F. Cammardella en un texto que funciona no solo como prólogo de primer poemario de Álvaro Cortés, sino como advertencia al lector. El poeta es joven, pero posee la sensibilidad de la certeza filosófica si es que la hay, “el mundo es un garaje/ lleno de cosas/ que se pueden perder” escribe.
Con tan solo 24 años, próximo a cumplir 25 en octubre, Álvaro Cortés porta la sabiduría existencial de quien ha vivido y visto muchas cosas. Con el descreimiento al límite de la existencia, el punto crítico para detenerse y contemplar, sabe que todo es efímero si se acumulan los recorridos de sesentas balcones sin ninguna flor. Así se lo enseño su abuelo en la esencia de un humano mate cocido.
Cortés reconoce en el linaje la herencia de su talento y no necesitó de sus estudios de psicología para inscribirlo, “no hay espejo mezquino, todos devuelven algo” escribe y por eso su escritura es humana y sartreana como muy bien se detalla en la contratapa del libro. Para el joven poeta toda existencia se construye en el azar de los encuentros compartidos, y el recoge, acumula placeres, aquellos de la familia, el de los ancestros, el de los escritores de los cuales goza, el de los paraísos perdidos que busca en otro lugar: “ella algún día supo ser mi espejo. La busco”
Se sincera en sus versos. En tiempos de imágenes y avatares, surge un joven poeta de escritura sincera y desnuda, condenada a permanecer en la conquista del lenguaje. La hipersensibilidad de Álvaro radica en su valentía, no teme perder para enamorarse. No teme poblar sus balcones de flores, las busca en el bullicio de la urbe. Se sumerge en ella y busca el detalle, la punta del ovillo.
Con la sabiduría de quien el tiempo intenta detener, a sabiendas de que es “arena en las manos” al decir de Gustavo Cerati o preocupación borgeana. Escribe el autor en su poema “Ando fumando de piloto”: “nosotros los que quedamos acá abajo/ solo somos memoria”. Es el dolor del paso del tiempo, aquél que siembra la semilla de la ética pero inútil resistencia.
El escritor Roberto Bolaño dijo alguna vez, en una entrevista a un medio chileno, que escribir es un acto masoquista, y que la lectura es un acto placentero que muchas veces puede convertirse en un acto sádico. La poesía de Álvaro Cortés ha sido la resultante de un proceso artístico doloroso para el autor, que despierta en el lector admiración junto a una trampa sin salida, un entramado de placeres: su lectura.
Un joven poeta y escritor atrapado en la matriz de la atemporalidad. Allí radica su grandeza. En la memoria del resabio, desde la tranquilidad de sus balcones propios, en el crepúsculo, Álvaro Cotés evoca el recuerdo, “como llego tarde a todas partes, llegaré tarde también al olvido”.
Foto: GentilezaÁlvaro Cortés en primera persona
-Balcones nace, se podría decir, de final hacia comienzo. A Lo Benjamin Button. Escribí durante un buen tiempo (desde 2021 a 2023) con la libertad como única premisa y sin un horizonte demasiado sólido, y cuando llegó el momento de poner un freno -para recopilar, corregir, desestimar- fue que nació el título que terminó de moldear el libro. Me gusta la idea de que la trama hace a la forma, pero más me gusta todavía cuando la forma muta a tal punto de diezmar la trama.
-¿Una vez terminado el libro, cuáles son los temas que descubriste en tus poemas?
-Llegando hacia el final del trabajo, me di cuenta que el asunto rondaba siempre por los mismos pagos: el amor, la muerte, la muerte del amor y sus teatralidades, y fundamentalmente la multiplicidad de cosas que ocurren cuando dos personas convergen. Esto es, padre-hijo, amigo-amigo, amante-amante. No importa. No importa qué tipo de relación sea, ni bajo que cláusulas esté forjado ese vínculo, sino todo lo que ocurre en el medio cuando eso brilla. O se apaga. O explota.
Para ser exactos, Balcones nace en el comportamiento de asomarse un rato y observar. Observar a la gente: qué hace, qué no hace, qué pasa, qué no pasa; qué anda, y qué no anda. Yo nací en Chivilcoy, provincia de Buenos Aires, en el año noventa y ocho, y me mudé a la capital hace unos años para estudiar psicología. Desde entonces, no paré de escribir, ni de conocer gente, y de escribir lo que veía en eso nuevo que iba conociendo. Por eso me parece muy justa la idea que plasma Juan Cammardella en el prólogo, eso de que un balcón es siempre una prolongación del adentro, hacia un afuera. Porque siempre me sentí así, acá, a pesar de los años que hace que estoy, y creo que ese sentirme un poco extranjero de un lugar que habito fue lo que me permitió concebir este libro.
-¿Qué autores ubicás en tus influencias literarias?
-Respecto a las influencias, seguramente sean más de las que pueda nombrar, pero podría sentenciar algunos nombres que, con su poesía, me marcaron a fuego: Bolaño, Juarroz, Gelman, Centeya, Saer. Y para ser más precisos, la inimputabilidad de Bolaño, la precisión de Juarroz, la libertad de Gelman, la impronta de Centeya y la perfección de Saer. Éste último, particularmente, creo que supo hacer todo lo que un escritor querría: dictar a un oído, pintar su propia aldea; ser una máquina de lenguaje. También Centeya, y toda la vertiente del tango. Pero no la tangolatría, digamos, la harta melancolía y el discurso vivaracho, sino la sencillez de la lírica, la redondez de las imágenes y por supuesto, el gran sentido de pertenencia.
Álvaro Cortés nació el 6 de octubre de 1998 en Chivilcoy, provincia de Buenos Aires. Actualmente cursa sus estudios en la Facultad de Psicología de la Universidad de Buenos Aires. En el año 2020 publicó Diarios, un libro de edición autogestiva que reunió sus primeros poemas y relatos. Balcones es su primer poemario publicado con la editorial rosarina Punto Final Ediciones.