Manuel Adet Hay algunas fotos de Gardel que me gusta mirar. Una es la que le sacaron en Medellín pocos minutos antes de la tragedia. En la foto creo que están Le Pera y Aguilar. También hay algunos chicos y dos o tres admiradores. Él está en el centro de la foto. Serio, algo desganado, el sombrero reclinado sobre la derecha; un cigarrillo en la mano. Él no sabe que es la última foto de su vida, que minutos después estará muerto. Está en su plenitud. En la plenitud de su carrera artística, en la plenitud de su vida, en la plenitud de su pinta. Más allá lo aguardan la leyenda, el mito. Me gusta esa foto. Es un Gardel sobrio, austero, bien plantado. Es un Gardel que John Huston habría querido para alguna película; es un Gardel diferenciado del personaje de la farándula que luego de su muerte se instalará como mito, leyenda o ícono consumista. Observo algo. En la foto no hay ninguna mujer. Hombres sin mujeres, diría Hemingway, que sabía de esas cosas. Otro detalle. No es la foto de un hombre feliz; es la foto de un hombre seguro, íntegro, pero no feliz. La foto es un contraste con el ícono gardeliano de la eterna sonrisa. “Señor de los tristes”, dirá con precisión poética Paco Urondo. Sigo mirando esa foto. Está algo cansado. No ve la hora de llegar a Cali para acostarse y dormir. La noche anterior se había quedado jugando al póker en un hotel de Bogotá hasta las cinco de la mañana. Imagino la mesa. Los hombres en mangas de camisa, el humo de los cigarrillos y Gardel con las cartas en la mano bajando una escalera real o un full de ases. Si esa timba no se hubiera prolongado hasta la madrugada es probable que el avión no habría descendido en Medellín para cargar combustible y, por lo tanto, la tragedia no se habría producido. Pero eso se va a escribir luego, después del fuego, después de la tragedia. Hay otras fotos de Gardel que me interesan. Hay una realmente extraña. Gardel está en mangas de camisa apoyado en la barra de un bar de París. Es la única foto que conozco que no está con su infaltable traje y su tiesa corbata. Lo que se mantiene intacto es el peinado a la gomina que le afina los rasgos y le otorga un insólito tono juvenil. La ropa es oscura, deportiva. Parece un muchacho algo insolente, algo desfachatado, que sonríe no a la eternidad, sino a una chica que lo mira desde alguna de las mesas. Después están los relatos. Un santafesino viejo me contaba de una mañana de sol en calle San Martín. Él estaba parado en la esquina de San Martín y Mendoza y lo vio a Gardel que venía caminando con dos amigos desde el sur, tal vez desde calle Salta. Pasó a su lado. Es más morocho y robusto de lo que sale en las fotos, me dice. Viste un traje oscuro y lleva un sobretodo marrón echado sobre los hombros como si fuera una capa. No sonríe. Llega hasta la esquina de la Cortada Falucho y entra al Sportsman. Los curiosos se quedan en la puerta. Gardel saluda a los empleados y conversa con uno de ellos. Le pregunta por la carrera de caballos de la tarde. Después, compra un sombrero, un funyi gris. Sale. Me gustan esos retazos de historia. A veces dicen más que muchas biografías. Son imágenes, pequeños flashes luminosos que revelan algo. Un fotógrafo relata cuando lo vio entrar a un bar. Eran como las cinco de la mañana. Las mesas estaban ocupadas por calaveras, trasnochadores y chicas del ambiente. “Vea. Yo lo vi sólo una vez y no cruzamos palabra. Esa madrugada yo estaba tomando un café con un amigo y lo vi entrar. Venía como iluminado. Todo el bar se quedó en silencio, o eso fue lo que me pareció. Él se llevó la mano al sombrero y con una sola inclinación todo el mundo se dio por saludado. Yo me paré, le saqué la foto y me quedé ahí contra el mostrador, envidiando al tipo que le daba la mano”. Conviene recordar esa frase: “Venía como iluminado”. Así lo vemos, así lo evocamos. El salón puede estar a oscuras o en penumbras, pero la luz de Gardel siempre viene de otro lado, de otro lugar. Esa luz ilumina, revela, nunca encandila. Cadícamo recuerda una noche en Barcelona. Están terminando de cenar con unos amigos. El rumor del comedor se parece a las olas del mar: persistente y eterno. Gardel está alegre, divertido. Sonríe, no a los fotógrafos, sino a los amigos que lo acompañan. El mozo se acerca y sirve el café. Es tarde. Algunas personas se están retirando del salón. De pronto, Gardel corre la silla hacia atrás, estira las piernas, lleva las manos al bolsillo y empieza a cantar: “Esa colombina puso en sus ojeras/ humo de la hoguera de su corazón/ y aquella marquesa de la risa loca/ se pintó la boca por besar a un clown...”. La voz se desparrama suave como una brisa por todo el comedor. El silencio es absoluto. Una señora le pregunta al marido quién es ese morocho que canta tan lindo. El marido le hace un gesto con la mano para que se calle la boca. Cuando Gardel concluye, lo aplauden hasta las arañas del techo; él se para y saluda a todos con la copa en alto. -Es Gardel -le dice un caballero muy bien vestido a otro caballero. Sin saberlo, ha pronunciado la frase, la contraseña que a los argentinos nos identificará hasta la fecha . “Es Gardel”, vamos a decir cada vez que ponderemos el éxito, la calidad, la excelencia. ¿Por qué lo queremos tanto?, se preguntará asombrado Osvaldo Soriano. No hay una sola respuesta. O tal vez, sí. Tal vez haya una exclusiva respuesta. Julio Cortázar recordará esa tarde porteña en que vio a un compadrito hacer cola en el cine para ver “una película del Mudo”. Juan Carlos Onetti nunca le perdonará haber filmado “Rubias de Nueva York”. Ortega y Gasset y Ramón Gómez de la Serna ponderarán las virtudes de su voz. Carlos García se hará una pregunta sugestiva. ¿Cómo sería Buenos Aires si Gardel no hubiera existido? Gardel mito, Gardel leyenda, Gardel memoria colectiva. Todo puede escribirse y todo se ha escrito. ¿Existió o es una fantasía? “Para mí lo inventamos/ seguramente fue una tarde de domingo/ con mates, con recuerdos, con tristezas/ con bailables bajitos en la radio/ después de los partidos”. Fue la estrofa más hermosa que leí sobre un hombre del que se escribieron miles de estrofas. No hay vuelta que darle: fue un invento nuestro. No sabemos bien cuándo llegó al mundo, dónde nació, quiénes fueron su madre y su padre. No sabemos si fue triste o alegre, si fue santo o culpable. Lo único que sabemos es de la maravilla de su voz. Eso no es leyenda, no es mito, es arte. Un crítico musical me decía asombrado: “Lo suyo es formidable. No erra una nota ni en broma”. Otro tanguero me explicaba: “En el tango, las notas están desparramadas en todas las direcciones. Por eso es tan difícil cantarlo y por eso Gardel es un genio, un genio que dispara notas al aire y todas dan en el blanco”. A su voz, a su expresividad musical le sumó su insólita capacidad de interpretación. Gardel fundó al tango. Él le dio ese tono, ese ritmo, ese gracejo inconfundible. Para lograrlo hacía falta algo más que tener buen oído; hacía falta calle, noche, mucha calle y mucha noche. Hacía falta haber vivido en el Abasto, haber padecido las humillaciones de la pobreza, haber chapaleado barro, haber sido guapo cuando era necesario y gaucho cuando la vida lo exigía. Como diría el Polaco Goyeneche: “Haber sido punto, nunca banca”. Y a propósito de ese maravilloso y generoso cantar que fue el Polaco. Una vez le preguntaron qué sería de él si Gardel viviera. La respuesta fue inmediata, como si ya se hubiera hecho la pregunta y la hubiese respondido en su intimidad: “Si Gardel viviera yo seguiría siendo colectivero”, recordando sus primeros años de chofer. ¿Exagerado? Creo que sí, pero preciso respecto de lo que realmente importa. Durante años, Gardel trajinó con Razzano por pueblos y caseríos. A veces cantaban por la comida; a veces se escapaban de los hoteles sin pagar; a veces dormían en algún calabozo o en el banco de alguna estación de trenes. El pícaro, el amigo de ley, el atorrante, el timbero, el guapo, se fue haciendo en esa escuela de la vida. En ese amasijo de aventuras, andanzas y entreveros, se fue forjando de una manera asombrosa un modo, una manera de interpretar el tango. Una multitud se amontonó en el Luna Park aquella tarde de 1936 para despedirlo. Como dijera Raúl González Tuñón: “Un pueblo lo lloraba/ y cuando un pueblo llora/ que nadie diga nada porque todo está dicho”. Una multitud lo llevó en sus brazos hasta la Chacarita. Una multitud lo lloró y lo bendijo. Una multitud lo hizo suyo. Nunca más lo abandonaron, nunca más lo dejaron solo. Todavía hoy lo siguen llevando.