Graciela Schvartz publicó el mes pasado, a través de Emecé, “Jurame que nunca”. El dispositivo poético-narrativo le demandó a la escritora más de tres décadas, que se fueron intercalando, como fotos en libros leídos, con las obras que salieron de imprenta en todo ese tiempo (“Boleto de ida”, “Fuera de lugar”, “Cielo cerca”, “Señales de vida”, “Alma inquieta”, “Amor es tantas cosas”). Planos en mano, la autora abrió las puertas de esta casa simbólica a El Litoral. Una casa con una gotera permanente: la expresividad. Una casa que pide a gritos -y a silencios-, con la fuerza del imperativo, comunicarse con alguien más. Ser oída.
El efecto
Parece una ley: todo lo que se pudre forma una familia. Hace algún tiempo, 33 años atrás, Fabián Casas escribía estas líneas dando cierre al décimo poema de su contundente serie “Tuca”. Contemporáneamente, Graciela Schvartz le hacía un lugarcito en su vida a un relato a partir de la punta del ovillo, el monólogo final.
Era el verano de 1990. “Supe desde el principio que era una novela”, comparte la autora con El Litoral. “Pero la manera de ir intrincando el argumento fue paulatina. Hubo versiones, rechazos, vacilaciones, hasta que finalmente se editó”.
En el medio, Graciela trabajó en otros cuentos y novelas. Algo le decía, sin embargo, que en esta labor de hormiga trashumante había una especie de vertebradura. “Aunque no estuviera todo el tiempo vigente. Por ahí escribía, me iba a otro lugar y volvía después. Fue un proceso largo, me gusta el efecto que produjo el tiempo en la obra”.
Contrastes
“Jurame que nunca” parte de la decisión de una pareja italiana de inicios del siglo XX: venir a la Argentina, torcer su rumbo. Y vaya si lo hace.
La obra narra esos pases de posta que generación a generación ocurren en las familias, sin obviar -tampoco exagerando- el telón de fondo: la historia argentina del último siglo. Hay dos clivajes que ofrecen coordenadas temporales a pasajes claves del libro: el proceso migratorio de la Europa de posguerra y la dictadura cívico-militar.
Acarician la memoria el árbol genealógico de los Buendía y la tabla de las familias de Jesucristo rescatada por Mateo. En el principio fue el verbo. Y el verbo era Pascua, esposa de Vicente. “En Pascua está la credulidad, el optimismo, la fuerza vital”. El dialecto. La lengua, “una música que corre subterránea” (Schvartz, 2023:18). El trabacco. Vicente quiere saber y entender enciclopédicamente. Que la lengua no delate su origen campesino, por eso lucha el abuelo.
“El idioma está en la historia familiar”, admite Graciela. “Es un temazo. Inicialmente como marginación y después como instrumento de cultura. Como integración y progreso social, pero también como distancia”.
Otro hilván
Adelantando páginas, “Jurame que nunca” son varias historias traslapadas. La de la familia extensa, la de las familias nucleares que la componen, la de cada mujer de cada familia y la de varias generaciones.
La segunda generación comienza con Iris y Felisa. “Iris se lleva la peor parte”, apunta la autora. “Se enamora, tiene hijas, construye una vida fértil. Pero hay algo de lo que no puede zafar, esta especie de lugar desolado interno. Hace lo que puede de todas maneras, creo”, empatiza Schvartz.
Teresa, hija de Iris y Bernardo, es otra voz que despunta. Al igual que su hija Tina. “Es la que cierra el círculo, la que decide meterse con la historia y develar: sacar lo velado a la luz”. Aquí Graciela sigue hablando, pero mi mente pone stop. Habla de develar y, al hacerlo, de-ve-la uno de los mecanismos narrativos, ilumina la fotografía y le da vida a las figuras quietas. Play otra vez. “Tina sospecha de lo insospechable porque empieza a preguntarse por Pascua: ¿cómo pudo no saber? Hace otro hilván de la historia y eso permite que entre el aire y que levante polvo. Que algo se reconozca y se reinstale en la historia de la familia”.
“Quería que fuera de verdad un almuerzo familiar, un desfile de mascaritas”, explica la autora sobre el tono de la obra. Foto: Gentileza Emecé
Como un cáncer
De Pascua a Cata, la escritora pone el oído al ras de la boca (y el corazón) de mujeres de distintas épocas. Habilita. Y se forma un telar de voces con distintas urgencias y búsquedas. Hay susurros, reverberancias, ecos. Hay cartas donde la letra se va cayendo hacia un lado, hay furia contenida. Con el correr de las décadas, de esto da fe “Jurame que nunca”, se destapa la olla. “Es un rompecabezas que va armándose a lo largo de la novela”, dice Graciela.
Volviendo al poema de Casas, podemos ver que en Schvartz la categoría “familia” “trabaja a partir de una ampliación del binomio construcción-destrucción. En todo caso, hacia el trinomio construcción-destrucción-deconstrucción. Aunque, más bien, podría tratarse de un círculo vicioso y virtuoso, a la vez. Y lo hace, al modo del ubi sunt, preguntándose por lo que no está, por lo que podría haber sido de otra manera, por el tendal de incertidumbre que dejaron decisiones del pasado.
“Jurame que nunca” es un avance hacia lo que no se conoce, pero se intuye. Eso que se intenta develar despejando indicios que aparecen y desaparecen. “Lo que me interesaba, sobre todo, era cómo un secreto, algo no dicho, se transmite en algún sentido”, enfoca Graciela. “Oscuramente. Sin verbalizarse. Cómo se transmite la desdicha. Cómo puede contaminar la historia de una familia. Más allá del amor, cómo ese secreto puede operar como un cáncer”.
Sin disfraz
La trama narra un peregrinaje geográfico que, montado en el tiempo, deviene físico. Cada personaje de la obra es un cuerporeclamo, diría Gabo Ferro. Y la costura de la historia es obra de la lengua. Puede insinuarse, la lengua, oculta en las profundidades de un iceberg. O manifestarse, de buenas a primeras, en la erupción de un volcán. Así se mueve el sistema de signos lingüísticos en el artefacto de Schvartz: transitando entre lo dicho y lo no dicho, naufragando desde la conciencia al inconsciente (colectivo).
Para ello, la autora dota al dialecto familiar de una sonoridad única. Cuando se diga que Schvartz trabaja sobre el tono, deberá ampliarse la noción de la que nos valemos en el canon actual para designarlo. Aquí no se trata, únicamente, de la actitud de la autora hacia el personaje. Jugando con la RAE, es la inflexión y el color de cada voz, su música; la cualidad que permite ordenar los sonidos de graves a agudos; es expresión, estilo y estados de ánimo. Carcajadas, llantos, murmullos, gritos, silencio. Y todo lo demás también. El tono, realmente, tonifica: energiza, vigoriza y fortifica la obra.
Al respecto, reconoce Graciela: “Eso me llevó mucho trabajo: la espontaneidad de la voz de una reunión familiar, la posible virulencia, la ternura. En una familia hay tantos matices, tantos pasajes de una cosa a la otra (algo que se restituye, algo que se esconde), que podría ser todo confuso. Esta es una familia particularmente vívida, o intenta serlo. Tampoco quería que los personajes estuvieran fijados a un perfil sin matices. Me interesaba que vivieran en lo posible... sabiendo lo difícil que es. Quería que fuera de verdad un almuerzo familiar, no un desfile de mascaritas”.
Por suerte
“Nosotras somos tres hermanas, como en la novela”. Teresa, Chusca y Adela. Graciela, Claudia y Marcia. En ese orden. Son hijas de una mujer historiadora que “irradió vitalidad a pesar de contar historias pasadas”. Al igual que don Schvartz, su padre, tuvo “un lenguaje notable”, describe la entrevistada que lleva el nombre de mi madre. Más arriba en el árbol genealógico, aparecen los abuelos inmigrantes, “mezcla de judíos y tanos”. Hay marcas personales, sí. Pero, se escucha del otro lado del teléfono, “por suerte, la memoria inventa; los recuerdos se transmutan. Hay de las dos cosas”.
Su hermana Claudia es dramaturga, poeta y actriz. En su libro “Alcanfor” (Leviatán, 2019), recupera a una figura clave en la familia Schvartz: Sgolastra. Y hay unos datos que resuenan. “Mi Nonna, analfabeta, llamada Estherina por quien la conociera, firmaba dificultosamente Pascuala Sgolastra de Clementi” (141). “La Nonni era la última de catorce hijos y la única que partió hacia América” (142). El final del texto es un abrazo. “Sgolastra, acróstico de astrólogo. Mago en el exilio decidido a sobrevivir y transmitirle a los suyos eso que los une” (143).
Por su parte, Marcia es una retratista de la modernidad, que además de pinturas, trabaja con acuarelas y cerámicas. Referente de la llamada “nueva imagen” en los 80, la menor de las Schvartz retrató a protagonistas del underground y los suburbios porteños. Laiseca la comparó con Manuel Puig por su operación rescate de “criaturas marginales y despreciadas” (Alberto Laiseca, “La obra de Marcia Schvartz” en: Schvartz. Piezas 1988, cat. exp. Buenos Aires, Jacques Martínez Arte Contemporáneo, 1988). Su serie emblema es “Morochos”. Aunque sería bueno destacar “Caraguatá y Esperita”. Allí se encuentra la pintura dedicada a Hilda Fernández, desaparecida por la dictadura cívico-militar. “¿Dónde estás ahorita, descansás?” es el nombre del óleo. Ubi sunt otra vez. No se dijo: Marcia Schvartz nació en 1955, un 24 de marzo.
Juntas todo
Hace unos meses, Inés Fernández Moreno publicó su libro de cuentos “No te hagas ilusiones” (Alfaguara). De pronto, aparece en la charla, antes de despedirnos. “Inés es mi mejor amiga, mi hermana”, suelta Graciela ampliando la familia. “Nos conocimos en el Colegio, somos amigas desde los doce. Hicimos juntas todo. Juntas empezamos a escribir. Juntas nos fuimos de viaje a los 18. Juntas estudiamos Derecho y abandonamos. Juntas empezamos Letras (yo me fui, ella siguió). Inés tiene un hijo de la edad de mi hija aproximadamente, un año de diferencia. Te quiero decir: la vida entera. Es una hermandad. Me encanta que nos hayas conocido a las dos juntas. Ahora la llamo y le cuento”.
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