Lunes 25.10.2021
/Última actualización 4:55
El pensamiento llega solo ante la noticia: Si no hubiésemos olvidado a la mayoría de su generación, si no fuera extranjero (extranjero de Paraguay, no extranjero como Hugo Pratt) y no hubiese hecho toda su carrera en Columba sería nuestro Stan Lee. Nada tenía que envidiarle Robin Wood (que se llamaba así, en un mundo de seudónimos, como el Ray Collins que usaba Eugenio Zappietro) al cerebro de la Marvel en su capacidad de escribir varios guiones al mes, con la diferencia que el estadounidense por ahí podía escribir al pie del tablero de Jack Kirby, mientras que Wood lo hizo muchas veces a la distancia, desde el camarote de un barco mercante.
También Lee se dio la oportunidad de despedirse como personaje en cada una de las películas que se hicieron sobre sus personajes, en la era del retroceso del cómic como consumo de masas pero de gran traslación al universo audiovisual. Amén de algunas excepciones, la Argentina no tiene una adaptación de su historieta nacional a otros formatos; en buena medida por los recursos técnicos que implicaría llevar a la pantalla lo que por la misma tinta uno puede obtener: viendo “La guerra de los mundos” de Steven Spielberg, la sensación es: “Así debería filmarse ‘El Eternauta’”.
Lucho Olivera
Lo que nos lleva a otro tema: la larga sombra que (en medio del olvido y la falta de reediciones de los maestros del género) proyecta la leyenda de Héctor Germán Oesterheld, “el Rodolfo Walsh de la historieta”, tanto por formación cultural como por su deriva política, reflejada en su obra. Ahí además surge la punta de lo que sería una continuidad de la historieta “arty” argentina: de Oesterheld y su editorial Frontera a Ediciones Récord de Alfredo Scutti y su revista Skorpio, con Juan Zanotto de director de arte, Juan Sasturain como “historietólogo” y el puente de ida y vuelta con Italia, entre los que venían a trabajar acá y lo que se podía publicar allá (con Pratt como gran emergente). Después vinieron la Fierro de los 80 y las Puertitas de Trillo en los albores de los 90 a cerrar un ciclo histórico (los 90 fueron la consagración de las superhéroes estadounidenses y el despegue del manga japonés).
Al margen de ese proceso, la editorial fundada por Ramón Columba no escondió nunca su vocación por las series de aventuras, prolongadas por décadas como aquellas de los enmascarados del norte. Con sus característico coloreado algo azaroso y el letreado a máquina, necesitaba héroes antihéroes que pudieran ir desde la aguerrida D’Artagnan a acompañar en la Intervalo a las adaptaciones cinematográficas “para las chicas”.
Y allí encontraron el oro en polvo en Robin Wood: capaz de ir desde “Dago”, el jenízaro turco de origen veneciano (dibujos de Alberto Salinas), a la candidez de “Pepe Sánchez” y “Mi novia y yo” (ilustradas por Carlos Vogt). De narrar cómo Giovanni Savarese huyó de la Sicilia donde se hablaba “de ovejas y escopetas” para tener un encuentro crucial con Al Capone, mucho antes de terminar en bandos opuestos (todo retratado por Domingo “Cacho” Mandrafina). De la displicencia británica de “Dennis Martin” (creado junto a Lucho Olivera, heredado por el también recordado Lito Fernández), ese James Bond con tareas menos riesgosas pero el mismo gusto por mujeres y martinis, Desde el western de “Jackaroe”, cowboy prototípico para muchos (con su toque spaghetti en manos de Gianni Dalfiume) al mundo post apocalítico de “Mark” (ilustrado por Ricardo Villagrán). Todo esto sin olvidarnos de “Gilgamesh el Inmortal” (de la mano de Lucho Olivera), adaptación de la leyenda sumeria del príncipe que se volvió inmortal y debe atravesar la historia para buscar la muerte.
Y ahí llegamos a lo central, a la antigua Sumeria, a Olivera (primer socio de Wood), sus intereses en común y su obra cumbre: “Nippur de Lagash”, la historia del Errante (“Enathim”) expulsado por Luggal-Zaggizi de su ciudad natal, recorriendo los caminos de la antigüedad desde la fundacional “Historia para Lagash”; cruzando caminos con los héroes homéricos, las figuras de que la historia recuperó de tablillas y bajorrelieves, y no pocas creaciones propias, igual de vívidas.
Del fiel amigo Ur-El, con quien ayudaron a Teseo a vencer al Minotauro, a la útil amistad de Sargón de Akkad. Del amor carnal de la amazona Karien la Roja (madre de su hijo Hiras) al amor imposible por la reina Nofretamón, que lo llevó a ponerse nuevamente al frente de una hueste para defender Egipto del asalto hitita. Así como Nippur dijo “Yo vi a Gilgamesh buscando su muerte” (primer crossover de la historieta argentina), un par de generaciones pueden decir: “Yo amé e hice el duelo por Nofretamón junto a Nippur”.
Lucho OliveraPor debajo de eso, el estudio y el asalto de bibliotecas (como Oesterheld, como hizo Pratt toda la vida; sin los recursos de Larry Hama, guionista de Wolverine, que le envió una katana a Adam Kubert con un cadete para que se de una idea del arma). Mientras Wood enseñaba a los lectores sobre pugilato heleno (pancracio), sobre carros de guerra y birremes, Olivera fotocopiaba elementos antiguos de libros de arqueología, que con cuidado descuido usaba para embellecer sus dibujos: a veces un detalle no era del lugar de la acción, lo que generaba la sensación de que el mundo antiguo era estrecho y cercano, y daba verosimilitud a todos los cruces del aventurero sumerio.
Con los años pasaron los dibujantes (todos influenciados por el original en sus trazos), y finalmente otras plumas llegaron a los guiones, cerrando la historia del héroe. Pero como el Rocambole de Ponson du Terrail recuperado por Roberto Arlt en “300 millones”, Nippur quedará eternizado en la memoria como el sabio y justo vagabundo, el que rechazó honores, tronos y reinas mientras soñaba con Lagash. Si hay un cielo de los guionistas, seguramente Robin Wood estará cabalgando hacia el crepúsculo junto al Errante.