“Ya sabes, vivo como Robinson Crusoe, náufrago entre 8 millones de personas. Entonces, un día vi una huella en la arena, y allí estabas; es algo maravilloso, cena para dos”.
Sin ser galán ni héroe, tocó el corazón del público con personajes reales, llenos de matices. Sus películas más recordadas y la mítica dupla con Walter Matthau.
“Ya sabes, vivo como Robinson Crusoe, náufrago entre 8 millones de personas. Entonces, un día vi una huella en la arena, y allí estabas; es algo maravilloso, cena para dos”.
La frase pertenece a “Piso de soltero”, la película de 1960 en la cual el actor Jack Lemmon realizó su trabajo más emblemático: un empleado que cede su departamento a sus jefes para que vayan con sus amantes y así ganar módicos ascensos.
¿Por qué es su mejor actuación? Porque Lemmon, que hoy 8 de febrero, hubiera cumplido 100 años, desarrolló aquí su mejor veta: la habilidad (casi mágica) para encarnar al “hombre común”, vulnerable y lleno de matices con el que cualquier espectador puede identificarse.
Lemmon no era un héroe clásico, carecía de la pinta de Paul Newman o Marlon Brando (ambos de su misma edad), estaba lejísimo de ser un galán. Era alguien real, con defectos, inseguridades y momentos de moderada redención.
Parecido, en algún punto, al señor López de la historieta de Carlos Trillo y Horacio Altuna. Un tipo común y corriente, alguien que podría estar tomando un café en cualquier bar de la gran ciudad.
Su rostro expresivo y su cualidad para transmitir emociones lo convirtieron en un maestro del detalle. El director Billy Wilder, con quien trabajó muchas veces, le supo sacar el jugo a ese potencial. Cada gesto, pausa y mirada en sus interpretaciones están diseñados para revelar las capas profundas de sus personajes, que se abren como una cebolla.
La clave del éxito de Lemmon fue su amplio abanico actoral. Podía hacer reír en una comedia absurda como “Con faldas y a lo loco” y luego partir el corazón de las plateas en dramas como “Salven al tigre” o “Días de vino y rosas”, durísimo alegato contra los efectos del alcohol.
Incluso en sus papeles cómicos era capaz de aportar a sus criaturas un matiz de melancolía.
“Éramos una pareja de borrachos en un mar de embriaguez y el barco se hundió, pero yo me agarré a una tabla de salvación que impidió que me hundiera definitivamente y no he de soltarme ni por ti ni por nadie”, dice Joe Clay, el personaje de Lemmon en “Días de vino y rosas”.
Una de las tantas obras maestras que jalonan su carrera, que hoy figuran en las listas de mejores películas de la historia.
En otra de las grandes películas en las cuales intervino, “Con faldas y a lo loco” (1959), dirigida por Billy Wilder, rompió los moldes del humor de la época al interpretar a Jerry/Daphne, un músico que se disfraza de mujer para escapar de unos mafiosos.
Lemmon logró lo que parecía imposible: dominó la comedia física y le agregó profundidad emocional inesperada al personaje. Películas posteriores como “Tootsie” o “Papá por siempre” son deudoras del trabajo de Lemmon en ese film.
Un año después, en “Piso de soltero” (1960), Wilder lo volvió a reclutar para encarnar a C.C. Baxter, un empleado gris atrapado en la maquinaria corporativa. Aquí, Lemmon ofreció una actuación contenida pero devastadora. Baxter simboliza la soledad y el sacrificio personal con una sutileza abrumadora.
“He tenido directores que eran maravillosos a la hora de desmenuzar las escenas y manejar a la gente pero cuando ensartaban todas las perlas, no hacían un hermoso collar”, afirmó una vez. “Billy es el tipo de director que puede hacer un hermoso collar de perlas. Hace el tipo de películas que son clásicas y duran para siempre”.
En “Salven al tigre” (1973), por la cual ganó su segundo Oscar (el primero había sido por “Escala en Hawai”, en 1955), se adentra en territorios oscuros al interpretar a Harry Stoner, un hombre atrapado entre la nostalgia por un pasado idealizado y la desesperación por un presente insostenible.
Fue una actuación cruda y valiente que mostró su disposición a asumir riesgos artísticos incluso cuando ya era considerado una leyenda.
“Todo lo que haces me irrita y cuando no estás me irrita imaginar lo que harás cuando vengas”. Félix Unger está cansado (si fuera argentino diríamos “podrido”) de aguantar el desorden y el caos cotidiano de Oscar Madison, su amigo y compañero de departamento en “La extraña pareja” (1968).
Si hay algo que definió gran parte del legado cultural de Jack Lemmon fue su colaboración con Walter Matthau, una dupla que se convirtió en sinónimo de química perfecta en pantalla. Juntos protagonizaron algunas de las comedias más queridas del cine estadounidense, comenzando con “En bandeja de plata” (1966) y consolidándose como íconos justamente en “La extraña pareja" (1968)”.
Lo genial de esta sociedad artística era la forma en que ambos actores se complementaban: Matthau aportaba cinismo y sarcasmo, Lemmon equilibraba esa energía con optimismo y calidez.
En “La extraña pareja”, esta dinámica alcanzó su punto culminante al interpretar a dos amigos incompatibles obligados a convivir bajo el mismo techo. La película mostró el timing cómico entre dos actores cien por ciento sincronizados.
En películas como “Primera plana” (1974) demostraron que podían abordar temas más serios sin perder la chispa. Juntos crearon personajes tan entrañables como imperfectos.
“Realmente no puedo ser gracioso a menos que sea parte del personaje. Me molesta mucho cuando alguien piensa en mí como un cómico. Si leo 'comediante Jack Lemmon', me dan arcadas. Eso significa que no soy un actor, que sí lo soy”, afirmó Lemmon.
Fue el actor que moldeó las carreras de generaciones posteriores. Tom Hanks, por ejemplo, reconoció abiertamente la influencia de Lemmon.
El halo de Lemmon abarca también a actores cómicos como Steve Carell o a intérpretes como Paul Rudd, que heredó esa cualidad única de ser “el hombre común”. Pero la enseñanza clave de Jack Lemmon es que la actuación no es técnica o carisma, es también empatía.