Emmanuel Lorenzo nació en el partido de Gral. San Martín, Buenos Aires, el 17 de marzo de 1987. Es licenciado en Periodismo y tiene una maestría en Cultura de Paz, Conflictos, Educación y Derechos Humanos de la Universidad de Málaga, España.
En conversación con este medio, el destacado escritor Emmanuel Lorenzo, nos habla de su última obra literaria “Los hábitos feroces” y de sus comienzos con este arte.
Emmanuel Lorenzo nació en el partido de Gral. San Martín, Buenos Aires, el 17 de marzo de 1987. Es licenciado en Periodismo y tiene una maestría en Cultura de Paz, Conflictos, Educación y Derechos Humanos de la Universidad de Málaga, España.
En conversación con este medio, el escritor nos habla de su último trabajo literario, “Los hábitos feroces” y desentraña su vida personal.
En junio de 2014 publicó su primer libro, Pájaros detrás de las paredes (editorial Imaginante/ISBN 978-987-1897-67-4), integrado por doce cuentos de su autoría, distribuido en librerías del conurbano bonaerense y Capital Federal. Su segunda edición se imprimió en abril de 2016. En marzo de 2018 publicó su segundo libro, La felicidad de los témpanos (editorial Peces de Ciudad/ISBN 978-987-4481-04-07), integrado por cuarenta y nueve poemas. Además de las librerías del circuito de distribución, ambos títulos se encuentran a disposición anualmente en la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires. En mayo de 2020 publicó en Málaga, España, Todavía no es de noche en el paraíso (editorial Azimut/ISBN 978-84-121112-5-5), integrado por veinte poemas. En julio de 2022 publicó su cuarto libro, Los hábitos feroces (editorial Elemento Disruptivo/ISBN 9789874831842), integrado por treinta poemas. Su segunda edición entró en circulación a fines de 2023.
Coordina talleres de experimentación literaria (escritura narrativa y poética) y de narración oral. Además, se desenvuelve como redactor de contenidos en productoras gráficas y audiovisuales, colabora en la producción y redacción de fascículos para periódicos del interior del país, al tiempo que es profesor de las cátedras “Prácticas del Lenguaje y Literatura” y “Lectura, Escritura y Oralidad” en institutos terciarios.
En el área de la narración oral, se inició en los estudios junto a José Luis Gallego, para luego nutrirse de nuevas escuelas de formación, como la brindada por el maestro Juan Marcial Moreno, en el Instituto SUMMA, y con Masao y Natalia Méndez, en los talleres de Kamishibai de la Casa de Letras. Como parte de Parnaso -dúo de fusión artística de poesía, narración oral y música conformado junto a Facundo Baygorria- en 2016 editó el disco Mar nocturno. Su repertorio fue presentado en distintas salas del Conurbano, Capital Federal y ciudades costeras del este de Uruguay. Sus cuentos y poemas han sido recogidos por antologías de CiLSaM y SADE y por revistas argentinas y extranjeras, como El Corán y el Termotanque, Emma Gunst, Letralia, Kundra y Distopía. Fue distinguido en certámenes literarios organizados por el Municipio de Gral. San Martín y entidades privadas.
Las raíces que construyen el porvenir
-¿Trabajas con lo que el presente te entrega?
-Siempre consideré a la realidad como una de las materias primas de mi obra. Esta condición no implica, sin embargo, que un texto sea realista sólo por tomar consejo de las circunstancias o hechos contemporáneos, pero sí adopto parcialmente su lenguaje, motivaciones y hasta personajes.
El mapa temporal con el que trabajo admite una suerte de línea cronológica mestiza, en la que presente, futuro y pasado se imbrican para alumbrar una tensión. En una realidad como la nuestra, el pasado no para de golpearnos la puerta, es prácticamente imposible dejarlo completamente de lado. No quiero dejarlo de lado. Prefiero sentir su respiración, que sea guía para interpelar el presente e imaginar un futuro.
-¿Cuánta literatura hay en la cotidianeidad?
-Estoy convencido que todo a nuestro alrededor es cauce posible para una obra literaria. Desde el gesto más ínfimo de una criatura hasta la bomba ensordecedora y fatal que desata una guerra que afectará a millones de personas. Lo imperceptible y lo estrafalario, todo abriga esa semilla creativa.
Personalmente, a menudo opto por elegir escenarios corrientes para escenificar la obra. Los formalistas rusos hablaban de ostranénie para referirse a un fenómeno literario por el que el autor presionaba la realidad para generar su extrañamiento. Rehabitar el suceso ordinario desde una perspectiva extraordinaria. Recurrir a otro lenguaje, a focalizadores alternativos o situacionismos absurdos. El propio Víktor Schklovsi decía que el objetivo del extrañamiento debía ser “devolver la frescura a la mirada, alcanzar su desautomatización y redescubrir lo que el hábito ha invisibilizado”. De eso se trata, de tomar lo que denominamos “normalidad” entre las manos, girarlo una y otra vez, cambiar de lugar sus piezas, acaso recrearlo hasta que su percepción se modifique. Que la literatura se parezca más a un caleidoscopio que a un catalejo.
Un objetivo
-¿Cuáles serían los hábitos feroces que habitan en Emmanuel Lorenzo?
-Uno de los poemas referenciales de “Los hábitos feroces” coloca a la ferocidad y a la ternura como dos formas de interactuar con el mundo que uno incorpora en la infancia. Para mí, particularmente, son medios de traducción de la realidad: hace mucho aprendí que en oportunidades hay que saber mostrar los dientes para marcar una línea divisoria entre lo que quiero soy y lo que no estoy dispuesto a sacrificar.
Mis hábitos son mi defensa ante la realidad, pero también mi modo de reconciliarme con lo que sucede a mi alrededor. En el poemario la infancia se presenta como un escenario de costumbres filosas donde todo parece a punto de quebrarse, incendiarse o enamorarte. Las palabras son hábitos feroces, pueden hacer daño y sanar con igual fuerza. Yo profeso esa idea, y la defiendo. El más feroz de mis hábitos quizás sea ése, crear trincheras desde la literatura.
-¿Qué te acercó a la lectura?
-Como en muchas pasiones, a veces la iniciación depende del azar y la tradición. Mi infancia estuvo marcada por la literatura: siendo el menor de cuatro hermanas y dos hermanos los libros –tanto escolares como literarios¬¬¬- florecían en cada esquina como resabios de años cursados o lecturas concluidas. Mi madre, docente primaria de larga paciencia, recitaba poesía desde la mesa de la cocina. A veces a nosotros, creo que casi siempre para sí misma; mi papá en el mostrador de su laboratorio bioquímico me introducía a Chesterton y a Twain para que pasara la tarde, mientras a escondidas yo corría a los brazos del terror juvenil de Bornemann, Stile y Poe. Cuando uno crece a la merced de la crisis de 2001 en un barrio del Conurbano, los libros parecen un buen lugar donde descansar. No puedo escindir mi infancia y adolescencia de los estallidos sociales que marcaron la época, pero tampoco de los cuentos y novelas que me salvaron de las esquirlas de la crisis.
-¿Cuánto les deben tu producción literaria y poética a las experiencias de la vida?
-Todo a mi alrededor es combustible de obra, desde mi adolescencia descubriendo el mundo en las calles conurbanas, montando una bicicleta junto a amigos a la vera de las vías, hasta cada una de las experiencias de amor que me han atravesado. Esto no implica que mi obra sea particularmente confesional, pero sin duda se nutre de esos tránsitos.
Prefiero decir, en verdad, que mis experiencias son paisajes de recolección de observaciones y detalles que, posteriormente, podrán confluir con trazas de ficción en una historia completamente nueva. Por ejemplo, tiempo atrás visité Sarajevo en el marco de un viaje a la ex República de Yugoslavia: las conversaciones que sostuve con las personas que conocí en los pequeños cafetines que se extienden sobre las calles fueron la materia prima del cuento Srebrenica, que transcurre en Buenos Aires.
-¿Cómo transcurrió tu infancia?
-Rilke dice que “la infancia es la patria del hombre”. Hay algo de eso que es cierto, esa primera alianza con el mundo, el aprendizaje de los mecanismos iniciáticos de traducción. La mía fue una infancia de juegos entre hermanas y hermanos, divorcios que se demoran demasiado, las calles conurbanas como patio de juego, violencias domésticas que con el tiempo ganan nombre y libros donde refugiarse. Fue una infancia a la que no puedo reprocharle el dolor porque siento que de él también depende el hombre que soy hoy. Una infancia, ante todo, en la que el amor pudo más que cualquiera de los otros escenarios que sobresalían como amenazas.
-¿Qué es lo que te distingue como escritor?
-Me obsesiona encontrar un punto de equilibrio entre la crudeza y la ternura, esa segunda piel del lenguaje que hace que lo contando sea realista y dulce, que engendre esperanza en medio de espinas. Si bien no llevo adelante una cruzada contra la adjetivación (como a menudo se registra en la literatura contemporánea), intento que sean el pensamiento y el movimiento los referentes de la historia, despojar al narrador de su obcecación por decirlo todo para dejar que sea el lector el que complete las historias.
Por otra parte, estoy convencido que cada relato requiere una lengua distinta para ser contada: la poesía, la narrativa o la dramaturgia. ¿Por qué no la crónica o el ensayo? También me distingue esa consciencia de la historia, quizás por mi formación académica en periodismo, entender que además de escribir, debo discernir el cómo escribir cada obra.
-¿Cuál fue el primer libro que leíste?
-No recuerdo cuál fue el primero, pero sí puedo contar que “Como héroes y tumbas”, de Ernesto Sábato, cambió mi mirada sobre las formas de la literatura. Con los años comprendería que me marcó profundamente en torno a la forma de cómo concebir personajes, hilados narrativos, conflictos y la profundidad subyacente de un relato.
Sería injusto no mencionar a autores que, sobre todo en mi adolescencia y juventud, aguzaron mi hambre por la lectura y la escritura, como Julio Cortázar, Manuel Mujica Láinez, Alejandra Pizarnik, Abelardo Castillo, María Elena Walsh y Adolfo Bioy Casares. Del exterior, destaco en esa etapa a los poemas de Dylan Thomas y a los cuentos de Gabriel García Márquez, Ray Bradbury, Rabindranath Tagore y Raymond Carver.
-En los márgenes del lenguaje, ¿qué función cumple escribir?
-Es una buena pregunta porque le doy mucha importancia al valor de la literatura como un mecanismo de tensión cómplice con el lenguaje. A menudo digo de la poesía que, en verdad, funciona como una caja mágica de contralenguaje, ya que por pasajes subvierte la noción básica de la comunicación, que es dar un mensaje de la forma más clara y eficiente, para hacer prácticamente lo contrario: poblar de palabras un territorio sin la obligación de alcanzar una meta. Con la narrativa sucede un fenómeno semejante pero no idéntico, ya que los cuentos y las novelas, con atajos y desvíos, cuentan una historia. Forma parte de su esencia. Es un pacto que sostienen con el lector.
El lenguaje es un territorio de creación, no puedo entenderlo únicamente como un recurso de ordenamiento o civilidad. Sería faltarle el respeto a la extensión de sus posibilidades. En palabras de Nina Ferrari, es como si entendieras al cuerpo solamente como un lugar donde colgar ropa. El lenguaje abriga una capacidad infinita de originalidad, ruptura y construcción que sigue dando lugar a nuevos mundos posibles.
-¿Cuánto le dedicas a la escritura y al amor?
-Tiempo atrás respondí en una entrevista que la literatura y el amor eran, quizás, los dos únicos motivos para levantarse de la cama. Por entonces todavía no entendía que pueden ser ríos que corren paralelos y confluyen.
Cada escritor tiene sus propios rituales y métodos, yo escribo todos los días, más o menos tiempo, pero siempre a diario. Escribo narrativa, poesía o lo que necesite escribir. ¿Podría decir alguien que no ama todos los días? A su pareja, familia, amigos o mascotas. ¿Se deja de amar en algún instante? La literatura, para mí, tiene esa misma dimensión, está a mi alrededor. Intento disfrutar de ella, construir desde ella, dedicarle tiempo real porque es mi forma de agrad