El escritor y periodista Alejandro Hugolini, dice que no escribe si no tiene algo para decir. Entonces les cuenta a sus amigos -al hartazgo-, los detalles de cómo es que una idea o una anécdota, da vueltas por su cabeza hasta que un día determinado cae por decantación escrita en una hoja. Empleado de organismos públicos habla lo justo con la certeza del sabio y con la gracia del que lleva un recorrido por la calle, el periodismo y en la atención al público, este último, un sacerdocio de confesiones.
"De la literatura muy poca gente vive, no es un medio de vida", dice el escritor. Foto: Gentileza
El nacido en los inicios urbanísticos de un barrio popular, se autopercibe rosarino de pura cepa y habla de la zona nombrando las calles, una característica propia de la ciudad: la dirección se otorga por la intersección de las calles o sea, entre qué calle y qué otra. Cada espacio, casa, edificio, mercado, o monumento, tiene una historia para contar y nadie mejor que Alejandro Hugolini para narrarlas.
-¿Cómo fueron tus inicios en la ciudad?
-Nací en el Hospital Alberti en 1965, en la Bajada Puccio, a 200 metros del río Paraná. Mi familia es de la zona noroeste de Rosario, alrededor de Nuevo Alberdi. Ahora está Parque Field, que es un barrio que se inauguró en el año 1968. Antiguamente había un campo llamado Monte Venecia. Era propiedad de los Ugasti, dueños de la Cerámica Alberdi. Mi abuelo estuvo a cargo de ese campo. Tengo una foto que debe ser aproximadamente de 1966, con mi abuelo en esos descampados. Estudié en la Escuela Natividad del Señor de Parque Field, y el secundario lo hice en el Instituto Superior Politécnico. Todos los que hemos pasado por Poli quedamos marcados. Los mejores amigos de la vida son de ahí, de esa experiencia, porque era doble turno y compartíamos muchas horas. Me tomaba dos colectivos desde Alberdi hasta Ayacucho y Pellegrini. Era una época en que los colectivos andaban mucho mejor que ahora. Terminé la secundaria e hice una tecnicatura en periodismo, en el desaparecido Círculo de la Prensa, que estaba en la calle Santa Fe. Era un edificio hermoso que había donado la familia Lagos al círculo de periodistas de Rosario, cuando no existían las carreras de periodismo. Ahora ahí está en el Colegio de Ingenieros. Es la primera casa por la calle Santa Fe, que está enfrente del monumento a la bandera. Cuando me recibí de técnico de periodismo, hice la licenciatura en la Universidad de Rosario, en la Siberia y empecé a trabajar en programas de radio. El primero fue en el año 1986, por invitación de Marcelo Lewandowski, quien aparte de ejercer el periodismo, fue profesor en la escuela de periodismo TEA. Hicimos el programa político ‘Otra Historia’ durante muchos años en la FM De la Ciudad, en Balcarce y Rioja. Cubríamos el tema de Malvinas. Uno de los principales objetivos que teníamos era darle voz a los soldados, a oficiales y suboficiales de las Fuerzas Armadas que habían estado en la guerra. La democracia los ignoró olímpicamente, el presidente Alfonsín no hizo ninguna acción y por eso hubo mil suicidios; el triste resultado de más muertos en el continente que en la guerra. Debo decir que el primero que hizo algo por los ex combatientes fue Carlos Menem, al darles la jubilación y la obra social. Más adelante, Néstor Kirchner les otorgó tres jubilaciones mínimas. Y el programa era sobre temas políticos, pero siempre reservábamos un espacio para los testimonios y para tratar de entender el sentido de esa guerra antiimperialista que, aunque había sido hecha por un gobierno dictatorial, cuando enfrente están los ingleses, la cosa cambia un poco y al menos nosotros no renunciamos a la causa.
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Mientras la pasión por el periodismo ocupaba buena parte de su vida, Alejandro volvió a la lectura, el inicio fundamental de cualquier escritor. Pero también minado de las trampas en la que se cae inevitablemente por un lugar común amplio y lleno de asociaciones libres.
-¿A qué edad empezaste a escribir?
-A los 13 años, copiando como hacemos todos. Era muy lector como todos los de mi generación. Empecé con la colección Robin Hood de Billiquen. Hubo un hecho que fue como una marca. Un día veo que en la vereda de enfrente subían muebles y demás a un camión de mudanzas. Los vecinos, una pareja joven con quienes tenía un trato de hola, chau y de vernos en la vereda; me llaman y dicen que se volvían a Misiones, su provincia y me ofrecen una pila de libros, “¿a vos te interesan?” Eran dos cajas de libros de la Editorial Claridad, de las ediciones de Sopena, cuando los libros venían de a dos columnas. Estaba la ‘Divina Comedia’ traducida por Bartolomé Mitre en verso. Yo digo, qué literato que nos perdimos, ¿para qué fue militar? Porque es extraordinaria la traducción. Después de más de 45 años todavía los tengo, son todos de papel pulpa amarillo, con cloro y demás. Me acuerdo de que leía mucho a Edgar Allan Poe y lo tenía muy internalizado. Escribí un cuento, una imitación del estilo de Poe y le dije a mi amigo Sergio Rivera: “mirá, encontré un cuento en una revista, es de Poe”. Lo leyó y le gustó. La idea se me había ocurrido porque Queen, el grupo que yo escuchaba, tenía una canción que se llama ‘Muerto con puntualidad’ y el cuento se llamaba ‘Un Muerto Impuntual’, que era un tipo que se moría a deshora, a destiempo, imitando todo el estilo de Poe. Y cuando vi que funcionó, entendí que algo se podía hacer con eso.
Alejandro colaboró en las contratapas de los diarios La capital y Rosario 12, durante un buen tiempo. Participó en libros colectivos que organizaba Sergio Fuster en el Espacio Cine. Uno de ellos fue sobre el cine El Cairo, cuando se logró una ley de expropiación tras las gestiones de salvarlo para que no se transformara en un supermercado. Hasta que un determinado día de su vida, al encontrar que tenía algo para decir en letras escritas, publicó el primer libro.
“Yo no tengo una gran producción porque mi idea de la escritura cuenta con dos premisas: primero tener algo para decir, y segundo, no publicar borradores. He visto publicaciones que no tienen el suficiente trabajo, ni corrección. Respeto todas las formas de abordar la profesión, el oficio o como le quieran llamar, pero eso de ponerse el rótulo de Juan Pérez escritor, me supera. Yo siempre escribí y algunas cosas creo que las puedo compartir y para eso tiene que haber un laburo, una mirada, la ayuda de otro escritor… La literatura es muy solitaria en el momento de hacerse, pero después hay que socializarla antes de ofrecerla, porque la mirada de uno siempre va completando los textos con todo lo que se tiene en la cabeza, pero al que le toca leerlo no necesariamente percibe eso mismo. Por eso es importante hacer una buena clínica de obra con personas en las cuales uno confía”, dice Alejandro.
-¿Y con quién hiciste clínicas o talleres?
-Tengo experiencias de taller literario que para mí fueron buenas, con Marcelo Scalona y Pablo Ramos. Me sirvió para ver qué hacían los demás, para compartir y después hay un momento en que, como dice Stephen King, hay que cerrar la puerta, y darle a la lapicera. Mis libros responden, como yo digo, a cuestiones espirituales en el sentido amplio. El primer libro ‘Llueve sobre los rieles’ es sobre el campo y lo que fue el corte del país en dos, en 1955. Para la solapa del libro Suárez Messia, el fotógrafo, me hizo unas fotos enfrente de la Catedral y me decía: “a ver, ponete acá, fíjate ahí, a ver que te da el sol”. Y le digo: “loco, me siento Dolores Barreiro”. Para ese libro, me inspiré en un personaje real que fue el ingeniero Baigorri, el hombre que hacía llover. Lo llamé Antonio Bruschi, y lo coloqué en medio de una sequía enorme que fue la más importante del siglo y alguien que hace llover en medio de ese panorama, adquiere cierta importancia. Del segundo libro, ‘La montaña de la noche’, dice Beatriz Vignoli que es una memoria. Como les pasa a muchos escritores, cuando Beatriz hace las críticas, uno descubre cosas de su libro que no sabía. En la ficción a veces hay que mentir para poder decir la verdad y una vez que el verosímil está establecido, vamos para adelante. O sea, si yo planteo una ciudad del futuro, ya hay un verosímil y si baja alguien volando, está dentro del marco; ahora, si yo te digo que eso pasó como una crónica periodística me dirán: “flaco, ¿qué te pasó, fuiste a la sierra y tomaste hidromiel?” El libro trata sobre una travesía en las sierras de Córdoba, en el Uritorco, en la zona de las Gemelas, a partir de un hecho que ocurrió en 1986, con una mancha muy grande en el Cerro Pajarillo. El viaje real fue con mi amigo, Claudio Miletti, que durante 20 años se lo conté a todo el mundo y un día me propuse escribirlo, porque desesperaba por contarlo con lujo de detalle. El último libro ‘Viaje a la luna’, surge de la muerte de mi madre. Empecé a escribir las primeras notas, unas contratapas para los diarios como una desesperación al olvido. Cuando uno tiene una pérdida grande desespera en los recuerdos, la voz, las anécdotas, las cosas compartidas. Hay como un registro íntimo de esa cuestión, pero para que lleguen a la literatura, tiene que crearse cierto carácter universal y que alguien pueda identificarse o pueda percibir que eso le habla desde algún lugar. Fue invalorable la ayuda de la poeta Julieta Lopérgolo. En aquel dolor del duelo leí su libro que se llama ‘Para qué existe esa isla’, donde habla más metafóricamente que yo y en otro registro, sobre la muerte de su padre. Hicimos clínica del trabajo durante un año y en un momento determinado lo terminé. Fue una experiencia que me permitió explorar un registro de poesía narrativa. Tengo esa cuestión paradójica de creer que la narrativa me sale poética y la poesía me sale narrativa. Hay que ver dónde está el límite también, ¿no?
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-Después de la publicación de tus libros, ¿a qué conclusiones llegaste? Por ejemplo, ¿Creés que se puede vivir de la literatura?
-De la literatura muy poca gente vive, no es un medio de vida. Siempre trabajé haciendo prensa institucional para la dirección de Obras Sanitarias, desde 1987 hasta que se privatizó. Después estuve en la parte de atención al público, reclamos y toda esa historia y aprendí otros métodos. Mientras tanto iba estudiando, escribiendo y espero jubilarme pronto. Sé que para dar talleres literarios no ando, nunca se me ocurrió que yo tuviera algo para contarle a un tallerista. David Blaustein daba taller literario en la casa, porque tenía que morfar. Dicen los que lo conocieron a David, que tenía alumnos aficionados a la escritura, pero no necesariamente con gran habilidad. Entonces le daban a ver los textos y él, claro, si le decía la verdad se quedaba sin alumnos, pero tampoco quería mentir, entonces uno de sus comentarios era: “tiene cosas buenas y tiene cosas…”
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