Roberto Schneider
Los personajes de “La Garay, mujer para recordar…” transitan el derrotero impuesto por César Román Escudero en su brillante adaptación de “Narcisa Garay, mujer para llorar”, obra del dramaturgo entrerriano Juan Carlos Ghiano.
Roberto Schneider
Sobre un marco escenográfico que colabora mucho, los personajes de “La Garay, mujer para recordar…” transitan el derrotero impuesto por César Román Escudero en su brillante adaptación de “Narcisa Garay, mujer para llorar”, obra del dramaturgo entrerriano Juan Carlos Ghiano, de quien se celebra el centenario de su nacimiento. En su pieza “El abanico de Venecia” que se conoció aquí hace muchos años, Ghiano se mostró como un profundo conocedor del espíritu femenino, colocando a la mujer y su circunstancia en primer lugar, escrudiñando su alma, respetando sus decisiones, queriéndolas mucho. Dibuja muy bien los personajes masculinos, pero son las mujeres y su devenir arrollador su preferencia.
En “La Garay…”, que se conoció en la Sala Marechal del Teatro Municipal, Román Escudero opta por el mismo camino y así su versión es el motor de un mundo femenino y sus circunstancias. Ubica la acción en un viejo inquilinato de Buenos Aires. Allí desarrollan sus vidas casi de mala muerte La Garay y todos los seres que la rodean, sobre todo las mezquindades que los definen, atorados como están en sus vidas. Se quejan casi por arriba del mundo que les toca vivir una y otra vez, sobre la circularidad del tiempo y de los destinos. El “desembarco” de algunos en esa especie de tugurio parece descerrajar muchas otras consecuencias que se prefieren dejar de lado.
El equilibrio es la nota distintiva de la puesta de César Román Escudero bajo la dirección general con la colaboración de Solange Vetcher como asistente de dirección. Todo se desarrolla en un espacio encantador, se recarga aún más el ambiente y ayuda a que el espectador se vaya metiendo aún más en la trama. En el tiempo que dura el montaje se muestra un joven hacedor en pleno trámite de fabricarse a sí mismo y a su estilo. El resultado es elogiable porque la pieza, casi como un melodrama levemente asordinado, cumple con su cometido esencial: divertir a los espectadores.
El elenco es en líneas generales correcto. Todos y todas se entregan a las decisiones del director, ofreciendo lo mejor a partir de trabajos actorales creíbles. Merecen destacarse Silvia Broggini, la Abuela socarrona que todos conocimos; Sergio Gullino, a quien le alcanzan pocos minutos para demostrar que es un gran actor, y Laureano Marino, el Pichi adolescente y travieso que juega a ser mayor. Son correctas las interpretaciones de Claudia Salva, Rosana Da Silva, Aimé Abate, Dimas Santillán y Franco Paris. Párrafo aparte para Solange Vetcher: su Justa Sabina López de Mangiarello es adorable y expresiva y en ningún momento pierde su rol.
Es muy bueno el diseño de luces de Gustavo Morales; es correcto el vestuario de Laly Mainardi y Mauro Sousa; también la asesoría de maquillaje de Lucia Savogin y la fotografía y diseño de Lisandro Vogel y Belén Altamirano. Todos trabajan para dejar un montaje teatral de fuerte tono emocional, que traspasa acciones y personajes y encuentra su bienvenido equilibrio en la oportuna puesta en valor de un texto necesario en la dramaturgia argentina.