Germán Ulrich
Germán Ulrich
Una estética, o su definición, rara vez carece de profundidad. Existencial, política, histórica. Jun’ichirō Tanizaki se planteó, hablando de literatura, hundir en la sombra lo que resulta demasiado visible y despojar su interior de cualquier adorno superfluo. “El salto del pez” recoge la idea y la sitúa en una madrugada en el gran río, cuando el agua despedaza la luna, la hace inhallable, justo en el momento en que una vida cambia para siempre.
Roberta, hija y nieta de pescadores, pierde ese nombre y pasa a ser simplemente la Nena Arévalo, cuando el silencio, la oscuridad y, sobre todo, las aguas, le arrebatan el faro que para ella era su padre. Porque su padre, que esperaba un varón, era el único que la llamaba así. La Nena tenía ocho años cuando la narración nace.
La novela, editada por el sello Campo de Niebla, cuenta una vida, un puñado de vidas, pero la anécdota, los sucesos que la construyen, son apenas la corteza de un personaje que a lo largo del tiempo, de las páginas, recorre un camino que solo podía llevarla a un sitio, al único sitio posible, a pesar de la oscuridad.
“El salto del pez” es, claro, una historia. Pero mucho más que eso, es un presagio. Graciela Prieto Rey, con una prosa poética que resuena en Libertad Demitrópulos y en Haroldo Conti, edifica el relato a partir de un momento terrible y paradojal: la noche en que la Nena Arévalo conoció la muerte, sin sentir miedo.
Porque en su destino estaba escrito que el río, aún después de tragar el cuerpo de su padre, seguiría siendo su vida, su mundo, su comida. Su pasado, su presente y su futuro. El río, su Dios. Con todo lo que eso implica. Entonces siguió, cada noche, yendo hacia la negrura, para volver recién al alba y, Anahí, su madre guaraní, redera, la esperaba para recibir los dones, como antes hacía con su hombre.
Hay, en la noche, en el río, un universo de percepciones, que se amplifica en la duda, en la incertidumbre, en el soñar despierta con las dos cuchilladas que son los ojos de su padre. Pero la Nena ya es mujer, y encuentra en las luces de la ciudad una atracción irresistible, que no comprende.
Si ella sabe de tormentas y de crecidas, ignora un mundo que apenas alcanza a sospechar, a través de las palabras de su amiga Sonia. Las del amor, otro presagio, que no le ha enseñado Anahí, y que hace temer a Salvatore, su padrino, que la guía con su rosario de creencias, con más sombras que luces.
Y la ciudad sucede. La del brillo que, al mirar desde el río, parece competir con el de las estrellas. Ese río que al salir del pueblo en colectivo la corre como si quisiera advertirle algo, quizás el peligro del cambio, porque el agua de su cauce nunca es la misma. Pero ella no mira al costado, sino hacia adelante. Llega para concretar un negocio, vender sus peces sin intermediarios. Y encuentra otro río, duro, de cemento, donde las aves urbanas son bullicio, distintas al zorzal colorado y la calandria con sus melodías.
En la pescadería se encandila con lo blanco, lo fosforescente, con la palidez de un chico de ojos negros, en los que reconoce un dolor. Algo suyo queda atrapado en un parpadeo.
Allí la narración se detiene un instante en la sensación. El chico, el hijo del vendedor de pescado, abre los ojos y ella puede detectar un lugar en el pecho, un puntazo, que baja. Duele y gusta, quiere volver a sentirlo, libre y prisionera. Como el salto plateado del pez, en su fugacidad.
Sonia, más peregrina, le pone nombre a lo que le pasa: está enamorada. Y la pregunta sobre lo efímero, sobre lo inasible, sobre qué es lo que duele, no encuentra respuesta. Entonces debe ir por ella. Y otra vez se cruza con lo terrible, uno de los nombres de la realidad. Porque nota que en las calles de la ciudad se camina diferente, indiferente, como el chico pálido de los ojos negros. Porque en las calles de la ciudad siente frío, adentro, aunque lluevan agujas de sol.
Una puerta cerrada logra un giro, la novela añade una ética a su estética. Lo incierto de la vida, de repente, vuelve a modificarla. Y emerge ante ella la figura de su madre, resignificada, desnuda y ancestral. Como la encuentra en su regreso, en el río, cuando llega la creciente, esa antigua amenaza para el costero. Es hora de pensar en los que no están, pero más aún es hora de retomar el camino hacia un único sitio posible.
Prieto Rey, en un libro inolvidable, recrea el universo de sombra que se disipa en estos tiempos, oscurece las paredes, hunde en la sombra lo demasiado visible. Pero deja encendido un fuego, como de leño de aromo.