Con la muerte de Gustavo Cerati se va una parte de una época. Porque mientras que Luis Alberto Spinetta (a quien seguramente no le irá en zaga en cuanto a la repercusión del deceso) fue un referente fundacional del rock nacional, Cerati, enancado en la leyenda de Soda Stereo, era una de las pocas figuras clave sobrevivientes de la explosión de principios de los ’80, nacida en los estertores de la dictadura y la posterior primavera democrática. Luca Prodan, Miguel Abuelo (que venía de antes, pero se había reinventado) y Federico Moura se quedaron en el camino; Pil Trafa tuvo menos relevancia por el carácter under y punk de Los Violadores, y la dupla Beilinson-Solari también transitaba cierta clandestinidad en aquellos años.
También porque con su récord de seis River llenos (superados por los nueve de Roger Waters, pero todavía marca nacional en ese estadio), en la vuelta de Soda Stereo de 2007, puso de manifiesto una distancia insalvable entre los artistas “clásicos” (los que vivieron la era dorada de las discográficas, el videoclip y las cadenas panregionales) y los nuevos: pocos entre las nuevas generaciones podrán convocar como Soda (o como García, o como Solari, pongamos).
Pero decir esto, o hablar de la primera banda argentina de verdadera proyección internacional, o remitirnos a esa primera despedida de 1997 (en la que todos sabíamos que con “De música ligera” se terminaba todo, y nadie esperaba el hoy icónico “gracias... totales”) no nos lleva a su obra.
En remolinos
Y “Ahí vamos”: mientras en las redes sociales muchos lo lloran o lo despiden citando frases emblemáticas de sus canciones (a veces abstractas pero no abstrusas), cuesta creer en aquel autor que “sufría” la escritura, y más de una vez la terminó en el estudio. Pero no cuesta creer ese creador que acompañado de gente en su misma sintonía (los obvios Zeta Bosio y Charly Alberti; amigos como Richard Coleman, Daniel Melero, Leo García, Flavio Etcheto o Tweety González) supo evolucionar desde el pop alocado de “Dietético”, y “Sobredosis de TV” (canciones de un debut que cumplió 30 años días atrás) a la sonoridad manchesteriana de las canciones de “Dynamo”, y a las más diversas “puntas” estilísticas: del rock de “Sueles dejarme solo” (después emblema de Cabezones) al folclore de “Cactus” (revisitado por Abel Pintos).
Y un emblema que (en las discutidas manos de Agapornis) costeó parte de su internación: “Persiana americana”, el fruto de cumplir una promesa y ponerle música a una letra de un concurso. Mientras otros artistas dijeron sí pero no, Cerati encontró en las palabras de Jorge Antonio Daffunchio el camino para uno de sus himnos inmortales.
Lo que sangra
Gustavo fue todo eso y más. También fue un artista honesto, nunca “vendió” algo que no era y sí, “pudo ser del jet set”, como decía en 1984. Y quizás por todo eso su nombre se usaba en contraposición de alguna figura perdida: “Luca/Ricky (Espinosa)/Syd Vicious no se murió/que se muera Cerati...”. Así se cantó en uno y mil recitales. Con el ACV perdió parte de la gracia, y ahora todo el sentido. Quizás sea el momento de evaluar que, cuando se va para el silencio uno de los creadores del ecosistema cultural con el que crecimos, también morimos un poco nosotros.