Roberto Schneider: de la estirpe de los irrepetibles
En sus últimos tiempos en la redacción, ya en el edificio de calle Belgrano; había empezado en la sede de San Martín, y fue de los primeros en mudarse a la de 25 de Mayo/Pedro Vittori. Foto: Flavio Raina
Puede parecer un lugar común, pero hay que comenzar diciendo que Roberto Armando Schneider Grin respiraba teatro. Tenía la sensibilidad para sentirse interpelado por una diversidad de disciplinas artísticas (sus amistades se movían en ellas, como la cantante lírica Virginia Tola o la escritora Patricia Severin), pero era en el teatro donde se sentía “en casa”.
Había entrado como actor, en una breve carrera, pero el día en que se sacó el traje de Pepino el 88 supo que no se iría de allí, sino que seguiría desde el periodismo y la comunicación. Encaró la profesión como un “insider”, un periodista que se mueve entre bambalinas, que puede transmitir lo que el espectador no ve. Él diría que no: que era uno más de esa comunidad, y que la tarea del crítico era cerrar el círculo.
Pero cuando empezó, “el Crítico” con mayúsculas era Jorge Reynoso Aldao: culto, formado, representaba el prototipo de crítico clásico, parado en una atalaya inexpugnable. Hicieron una dupla en la que Roberto hacía las entrevistas antes de los estrenos y después Reynoso le daba forma conceptual en su reseña. Llegó el día en que Reynoso se jubiló, y Roberto escribió su primera crítica, y su ex jefe le dijo una sola frase: “La silla ha sido bien ocupada”.
Y defendió el valor de esa silla, pero abriendo las puertas de su fortaleza: siempre prefirió ser más querido que temido por los elencos, y por eso las gigantografías con sus críticas adornaron los vestíbulos de las salas santafesinas: sus textos, al menos un párrafo, jerarquizaba la obra que estuviera en cartel, y a la misma sala. (Contaba también cómo, con un título algo duro, contribuyó a acortar la temporada de una obra: ante todo la responsabilidad, porque primero el creador teatral es un ser humano de nuestra ciudad, que no vive de esto y se dedica por amor al arte).
Para quienes compartíamos ese mundo podía ser un gran anfitrión, contando datos de la obra, aunque fuese la función de estreno: desde contarte cuántas piezas de pedrería había usado Osvaldo Pettinari para un vestuario, hasta decir: “Andá al baño ahora, que es larga”. Y una sola mirada bastaba para saber que lo que había visto no le había gustado, y que era un “después lo charlamos”.
El personaje
Fuera de la butaca y el teclado, no estaba exento de teatralidad: quienes compartieron redacción con él recuerdan sus sonoros estornudos, sus comentarios ácidos, sus perfumes penetrantes, sus adjetivos, su olvido de objetos (paraguas, por ejemplo) como para volver y ver cómo funcionaba “la sección” sin él.
Porque si tuvo un reino fue el cubículo de la vieja redacción (en la manzana ubicada entre Bulevar y Cándido Pujato, con salidas a 25 de Mayo y Pedro Vittori), donde funcionaron Pantallas & Escenarios y Persona & Sociedad, fusionados con el tiempo en Escenarios & Sociedad. De paso obligado entre la sección de Armado y la redacción “caliente”, ofrecía un remanso para el transeúnte: todo el mundo pasaba a buscar un mate, una charla que lo desconecte, una recomendación para el fin de semana, o un rato en ese clima distendido (donde no faltaban otras lenguas ácidas y agudas). Conocedor de las mañas de sus subalternos, sabía cómo pedir las cosas para sacar lo mejor de cada uno (aunque en algún momento se las iba a remarcar al dueño, con elegancia). Y defender a la tropa: de los reclamos de adentro y de las “chapas” de afuera.
Con sus propias mañas, con sus defectos (“ah, ponés defectos porque soy rengo, seguro”, diría con tono de falso reproche si estuviera leyendo esta nota), supo hacerse querer por sus compañeros y por quienes poco compartían con él. Fuera de algún artista que se haya sentido ignorado por él, nadie recordará a Roberto Schneider sin una sonrisa. Y eso, en tiempos en que la crueldad se ha vuelto una forma de relación social.
Si Roberto creyó alguna vez en el cielo, seguro que tenía forma de platea. Pediría al acomodador que lo ponga al lado de Carlos Méndez, su compañero de vida desde los años oscuros, de amores clandestinos. Que del otro lado esté Julio Cejas, su colega y contertulio rosarino, que se le adelantó, hace menos de un mes. Por ahí estará Reynoso Aldao, lo suficientemente cerca como para hacerle un comentario mudo sobre lo que están dando. Que la fila sea preferentemente la 10: la que bautizó a su programa de radio, o la que conviene en las obras de “los grupos modernos, que salpican y tiran cosas”. Y que comience la función.
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